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Afuera, la lluvia caía despiadadamente. Parecía que nunca fuese a parar. La ventana que daba a la galería estaba abierta de par en par y por ella ingresaba un viento frío y el característico olor a tierra mojada. Un hombre viejo se encontraba recostado en la cama. Tenía los ojos cerrados, para apreciar más profundamente el suave cosquilleo del viento en su piel. Actualmente era la única cosa que lo confortaba.
Al ver nada más que negro, su mente volaba años atrás, cuando todavía tenía las piernas jóvenes y fuertes. A los diecisiete años, había emprendido un viaje. Su “gran aventura”. Se había embarcado en busca de la isla de las sirenas.
Varias leyendas existían en torno a este lugar, de las más diversas opiniones. Algunas contaban sobre su belleza inigualable, su trato amable y seductor. Otros decían que no eran más que arpías con cola de pez y pocas versaban sobre su capacidad de ilusionar a los hombres y hacerles ver o imaginar cosas.
Sin importar cual tenía la razón, el joven deseaba conocerlas. Por lo que se unió a una pequeña tripulación y zarparon al alba, a comienzos del verano. Los primeros días coincidieron con el ánimo y el entusiasmo de los marineros. El sol los guió en la mañana y las estrellas durante la noche. El viento era suficientemente fuerte para permitirles avanzar pero no demasiado para provocar una tormenta. El viaje iba de maravilla… Hasta que los intercepto un barco pirata.
Los hombres lucharon con bravura y el joven estuvo a punto de morir incontables veces. Sin embargo, al notar los piratas que no portaban mercancía valiosa, oro o plata, los dejaron continuar su viaje, capturando a la mitad de la tripulación como esclavos.
Maltrechos y asustados, continuaron navegando. Era más que difícil mantener la embarcación a flote con tan pocos hombres, que además, estaban lastimados; mas siguieron adelante.
Dos días más tarde, divisaron a lo lejos el pico de la montaña de la isla, apenas un triángulo entre la bruma. Se pusieron locos de alegría y festejaron con licores. El muchacho despertó alarmado entre zarandeos incontrolables, que, si bien había bebido, le parecieron más externos que internos.
Subió a cubierta y contempló con horror las olas gigantes que se alzaban por todas partes y los rayos que surcaban el cielo, tapado de pronto por nubes negras. Dio un grito de desesperación y corrió a ayudar a sus compañeros.
Navegaron incansablemente hasta que al fin el viento amainó y las aguas se calmaron. Dos tripulantes murieron esa fatídica noche. A bordo ya casi nadie recordaba a las sirenas, de hecho, si lo hacían, era con odio y rencor. Las culpaban por todos los pesares del viaje, que ahora sonaba a locura.
No obstante, la ilusión de un chico no es tan fácil de quebrar. Pidió un bote de remos para llegar hasta la playa y ver a las sirenas. Al parecer, la violenta tormenta había terminado por acercarlos incluso más. A regañadientes su requerimiento le fue concedido y bajo a la playa junto a dos compañeros más.
El agua era cristalina y tenía una temperatura ideal. Veían pasar peces de todos los colores y otras increíbles criaturas marinas constantemente, pero no había rastro de las muchachas con cola de pez. Decidieron darse un chapuzón para refrescarse y nadar un poco. Los tres se zambulleron en el mar y cinco minutos más tarde…
¡Tiburones! Gigantes animales con dientes afilados y triangulares les dieron caza. Ambos compañeros del joven perecieron esa vez, él se salvó de milagro. Logro subirse al bote justo a tiempo. En la desesperación, fijó su vista en la cola de un pez que salía del agua unos diez metros más allá, cerca de una roca que emergía a la superficie. Tenía escamas del color de los corales, rosa anaranjado, sus aletas se bifurcaban y el agua bullía a su alrededor.
Volvió su atención al bote y los remos. Ya no le importaban las estúpidas sirenas. Ni siquiera creía que existieran. ¡No las había visto! Y ese viaje había resultado más que desastroso. A penas puso un pie en cubierta, reemprendieron la marcha.
¿Y qué si su sueño se había frustrado? Tampoco era algo tan importante.
Los años pasaron, una cosa llevo a la otra y se convirtió en un hombre solitario. Ermitaño. Todos los días se la pasaba así, cavilando su juventud, que era el único recuerdo entero que poseía. El tiempo restante se había convertido en una nebulosa gris.
Lo que él nunca supo, es que si hubiese esperado unos segundos más en aquel bote, el pez de la cola coral hubiera dado la vuelta y la bella sirena que era en realidad le hubiera salvado la vida.

Texto agregado el 15-04-2014, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-04-2014 Desde el primer momento atrapa la atención del lector. Me gustó mucho. Felicidades. Rubalva
15-04-2014 Buen cuento,aunque me sigue encantando más "La isla de las tres sirenas" de IRVIN WALLACE.Un abrazo. GAFER
 
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