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Una calle de un pueblo Caribe puede parecer aburrida a las dos treinta de la tarde, y mucho más si no ha llovido desde hace ya setenta días, y cuando a esa hora, el sol sofocante hace un pacto con las torres que proporcionan la energía eléctrica para que el calor no tenga un solo verdugo quien pudiera librarse de él, justamente en un minuto de plegarias, un domingo que ruega por calmar la sed, por bañar el cuerpo o encender las máquinas de la ventilación.

Una calle de un pueblo Caribe puede parecer aburrida, cuando el viento es tan tacaño que apenas si desea mover el polvo de la tierra para lanzárselo a los ojos de los perros que pasean por la sombra olfateando sus culatas. Podría parecer aburrida de no ser por el evento que se narrará a continuación, que conmocionaría no sólo a la calle, sino también al pueblo entero y a toda la región del caribe colombiano.

La historia comienza cuando una mujer camina derrengada por la calle, con una mano en la sombrilla y con la otra sujetando el libro que se lleva todos los lunes, miércoles, sábados y domingos a la iglesia evangélica (un pueblo del Caribe suele ser muy católico, excepto cuando llega un grupo de pastores evangélicos a fundar iglesias). La mujer camina sola por la calle. Se había convertido a la religión evangélica y por ello no pocas veces había sido repudiada en el catolicismo; de allí tal vez que quisiera congrasiarse nuevamente con sus viejas amigas e hiciera lo que se narrará un poco más delante de esta historia.

La mujer va cogitabunda hasta que ve parqueada frente al único motel del pueblo, una moto Honda del ochenta y seis, roja, semidestartalada, desgastada e inconfundible; piensa ella: “es la moto de la mujer del Coronel”. Y a partir de ese momento no cuestionó ni una sola de sus propias conclusiones.

Minutos antes, había pasado frente a la comisaría y escuchado las órdenes del coronel: “debemos prestar mayor seguridad al alcalde y a los terratenientes, porque la guerrilla está rastreándoles el culo”. Le bastó con escucharlo para saber que no era el coronel quien estaba en el motel del pueblo, sino su mujer, y no con él, sino con otro.

Ahora anda más a prisa a pesar de su cojera, y mira con perspicacia hacia el fondo oscuro del viejo motel, con la fuerza y la certeza de sus ilaciones, porque en esos escenarios, cuando alguien tiene algo urgente que contar, el camino se hace largo pero las piernas recobran la vitalidad ausente en la ignominia de lo cotidiano, para dar velocidad a la noticia. Y entonces la mujer llega a la casa humilde de otra mujer. La segunda, es una mujer delgada, de ojos amables y cabello corto, que tiene en su sala de estar la imagen retratada de la virgen del Carmen. La primera mujer da un saludo breve y le cuenta sin más ambages lo que está pasando ahora mismo en el motel del pueblo, y le imprime a su historia un tono dramático y confidencial, como si se tratara de un secreto de Estado. “Ahora mismo está con otro hombre… y el coronel Rodolfo Macaluci allá en la comisaría jugándose el pellejo por la gente” lo nombró como si se hablara de un santo. “Yo siempre le vi la cara de puta, avemaría santísima” y se persigna con cara de santificación y sacramento.

La mujer fue de casa en casa, de calle en calle repitiendo la misma historia a sus contemporáneas, cada vez más religiosa y briosamente. El mismo tiempo que tardó en contar la historia hasta la última de sus amistades, fue el tiempo que se necesitó para que todo el pueblo lo supiera por otros labios urgidos. “La mujer del coronel está en estos momentos en el motel con otro hombre” era lo único de lo que se hablaba.

Hacia la media tarde estaba casi todo el pueblo reunido frente al viejo motel, a la espera de un dictamen que pusiera fin a lo inmoral, a la espera de aquella mujer reprochada que estaba engañando a un hombre noble que no había hecho otra cosa que vivir y matar por ella, a cuanto guerrillo piojoso quisiera acabar con su tranquilidad y con la tranquilidad del pueblo (un pueblo del caribe colombiano suele tener este sentimiento romántico y militar).

A alguien de la muchedumbre se le ocurrió sugerir el nombre del posible amante que estaba con la mujer del coronel, pero se descartó en cuanto el hombre alzó la mano y dejó claro que estaba allí entre las gentes. Muchos nombres salieron a relucir, no obstante algún amigo o familiar justificaba su ausencia con una coartada inexpugnable.

Del otro lado del pueblo el coronel terminaba de ordenar las últimas pesquisas en torno al caso del rastreo que hacían los guerrillos al alcalde y a los terratenientes. Cuando se quedó solo en la oficina, un joven policía pidió permiso para entrar, terminó de abrir el resquicio de la puerta y le contó discretamente lo que estaba sucediendo; el coronel no dudó ni un segundo en salir a toda prisa de la comisaría; todo el pueblo estaba al tanto de lo sucedido y lo miraban compasivamente como si se tratara de un mártir a punto de sacrificar.

El coronel caminaba por la plaza, doblaba velozmente por la calle y varios policías andaban detrás de él para escoltarlo. Cuando daba los pasos, le parecía que el mundo subía y bajaba ante sus ojos, hasta que vio a su mujer de frente y se acercó para explicar pero él le dio un puñetazo que le desbarató los dientes, y ya en el suelo, sujetaba sus cabellos con gran fuerza y la estrellaba violenta contra una roca, tristemente, con la rabia entre sus manos frías.

A lo lejos, se escuchaban los gritos de las personas corriendo, gritaban que no, que no lo hiciera, se veían sus brazos agitados hacia arriba como queriendo llamar la atención del coronel, pero él no escuchaba nada, estaba tan sordo de ira que no supo de nadie hasta ver la cabeza de su mujer fusionada con la piedra.

Los policías que escoltaban al coronel intentaron levantarlo, pero no fue posible porque estaba abstraído, absorto en su propio abatimiento, en su propio llanto inescrutable, en medio de una pesadilla de la que más valía pronto despertar, pues todos los ojos estaban posados sobre él, llenos de asco y de terror.

Después de aquel silencio interminable, apareció la mujer delgada, de ojos nobles y cabello corto; con la voz sollozante alcanzó a decir: “ella era inocente, ella no estaba en el motel, lo que pasó fue que un hombre le pidió prestada la moto, y el hombre se fue al motel, pero no con su esposa, sino con otra”. Y todo el pueblo empezó a llorar a un solo coro, un coro que se oía hasta el mar distante, cuyo cielo traía por primera vez en mucho tiempo las nubes de la lluvia.

Texto agregado el 04-04-2014, y leído por 186 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
04-05-2014 Tienes el talento narrativo, por eso puedes mejorar mucho mas, trabaja en los detalles, mas detalles. Llegaras muy lejos amigo. ticano
05-04-2014 Tu narrativa tiene el ingrediente propio de la trama y la amenidad. Fue un gusto leer tu cuento. Muy entretenido. inkaswork
05-04-2014 Buen cuento. Atrapa. Eso pasa con los chusmeríos unido al machismo. Está claro y bien relatado. Aunque no me cierra bien la explicación: prestarle la moto a un tipo. Faltaría corregir algunas faltas de ortografía 'congrasiarse' 'cuartada'. Saludos. ggg
04-04-2014 Primero destruyen vidas y luego oran a Dios.Una cruel historia.UN ABRAZO. GAFER
 
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