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En el brazo un corazón tatuado, y esculpido en su interior con letras desleídas, el consabido lema: “Amor de madre”; todo un clásico que uno de los enterradores, ataviado con pantalones azul mahón y una camisa a cuadros rojos remangada por encima de los codos, deja entrever mientras retira lentamente las cuerdas y las enrolla alrededor de su brazo.
Es febrero, hace frío y una fina lluvia va calando lentamente a los asistentes al entierro que, enfundados en abrigos y paraguas, tratan de impedir que el sirimiri se mezcle con sus lágrimas.
El ataúd ya está dentro del panteón familiar, así que los operarios introducen las coronas de flores y corren la lápida de mármol. Más tarde volverán para rematar la faena sellando la losa con cemento, pero de momento se retiran en silencio porque el tiempo no acompaña y es mejor hacerlo cuando amaine y esté todo más seco. Además, ahora es el momento de los rezos, del recogimiento silencioso, del dolor amargo; la paleta y la llana pueden esperar.
Ha muerto una mujer, pero este no es el escenario de ningún crimen. No se trata de un caso más de violencia doméstica, de los que salpican día tras día las noticias de la televisión en un lento gotear de crímenes impunes.
Esta vez los vecinos no han recitado los mantras rituales ante las cámaras de televisión:
– ¡Dios mío! Quién lo iba a decir, con lo agradable y educado que era. Si ni siquiera salía de copas con los amigos; siempre derecho del trabajo a casa.
– Y dice usted que le apuñaló con ensañamiento y luego le prendió fuego a la casa. Vaya, vaya, pues fíjese que a mí siempre me pareció una excelente persona.
En este funeral no están presentes los medios de comunicación para grabar a los parientes de la víctima reclamando a gritos la justicia que la muerta no tuvo en vida; ni a sus amigos diciendo que esto no ha sido cosa del momento, que se veía venir, que eran muchos años aguantando palizas y humillaciones; poniendo denuncias sin que la policía y la jueza de guardia hicieran caso alguno a la cara amoratada y los huesos rotos; y que tarde o temprano acabaría matándola.
En este triste escenario no hay nadie tomando huellas o autorizando el levantamiento del cadáver; solamente se escucha el llanto de dos críos que lloran la pérdida de la madre, de su madre. Esa mujer enferma que lentamente se ha ido apagando en la cama de un hospital ante los ojos de su padre y de sus abuelos que, llegados del pueblo, esta vez no traían regalos ni sonreían alegres como en las Navidades pasadas.
Su padre no ha salido por la televisión, esposado como un criminal, con la cabeza gacha cubierta por una chaqueta; escoltado por la policía para evitar que la masa enfurecida que clama venganza acabe linchándolo, si es que antes no optó por suicidarse nada más haber cometido el crimen.
Él está detrás de ellos, con su hermano pequeño en brazos; un chiquitín que contempla la escena pasivo, preguntándose por qué su madre no está ahí con ellos, ignorando el motivo de los lloros de sus hermanos mayores y la tristeza de la gente que pasa por delante suyo, estrechando la mano de su padre, diciéndole lo mucho que lo lamentan, que no somos nadie o que el tiempo lo cura todo.
Pasarán los días, los meses, los años; poco a poco los niños irán creciendo y tarde o temprano él acabará guardando su alianza en un cajón.
Pero volverán a llegar las Navidades, los cumpleaños ... Esos momentos de reunión familiar en los que siempre se acaba poniendo una silla de más o alguien pregunta por qué sobra un plato; dando paso a silencios incómodos y miradas vacías, las de aquellos que evocan escenas pasadas que nunca más volverán a suceder.
Y sino es la familia será una de las vecinas de toda la vida la que, subiendo un día en el ascensor, después de unos meses sin verte te dirá que has crecido mucho y que cada día te pareces más a tu madre; esa mujer tan maravillosa que se fue demasiado pronto, porque los buenos parece que nunca se van tarde.
Sin duda esta historia no tiene un final feliz; aquí no hay príncipes azules ni ella se despertará por muchos besos que le den.
Al final de este cuento nadie comerá perdices porque el tiempo, por mucho que la gente insista en repetirlo, lamentablemente no cura nada; y los recuerdos amargos y las lágrimas que les suceden, tarde o temprano, acaban aflorando sin que nadie les haya invitado.

Texto agregado el 25-02-2014, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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