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El viejo llegó más temprano que de costumbre a la cabaña encastrada en la ladera del cerro, retirada con mucho del resto del pueblo. Iba escoltado por varios perros terrosos que sacaban la lengua contentos. Se encasquetó el sombrero de palma deshilachada y levantó su bordón lustroso sin deshacer el embozo del jorongo, dando cuatro golpes firmes a la puerta de tablas hendidas y cubiertas con pintura de colores.

Luego de unos minutos salió un muchacho obeso con los pelos parados y gesticulando mientras se rascaba la nalga. Era Pericles, quien al descubrir a su visitante consultó su reloj de Porky estrujando el rostro pecoso. Todavía era muy temprano.

“No manche, abuelo, apenas son las nueve”.

“Es que tengo harta hambre. El rechinadero de tripas no me deja en paz la panza…”

“Chingados… Pásele, pues”.

El viejo volteó haciendo molinetes que alejaron a los perros escuálidos en mitad de nubecitas de polvo, y se metió con destreza.

Se acomodó en una mesa repleta de tazas y libros, con las manos asoladas por el temblor de la perlesía sobre el mango del bastón. Se dispuso a esperar, encogiendo aún más el cuerpecillo dócil mientras los ojos alertas hurgaban entre las imágenes del interior.

Pericles se dirigió a una estufa cochambrosa donde colocó una cazuela con lentejas que puso a calentar cerca de un pocillo con leche a la que le quitó la nata cubierta de polvo.


Pericles había llegado a San Juan de los Tecolotes meses atrás en busca de datos sobre sus abuelos, los cuales habían nacido y muerto allí. Era hijo único y no había conocido a su padre, por lo que al menos deseaba saber de sus ancestros maternos, de quienes guardaba recuerdos raídos por los sueños.

Se acordaba de él mismo, pequeño y andrajoso, soplándole con enjundia a unas ramitas encendidas junto a un montículo de rastrojo que intentaba prender… Luego ante unos gatos rejegos que asomaban sus carillas aterradas de unas ollas sin orejas y llenas de agua, donde los bañaba. Nada más.

El viejo que aguardaba ante la mesa había aparecido unas semanas antes al enterarse que el muchacho era nieto del legendario Pedro el Herrero, el compañero de su infancia y juventud con quien se había ido de juerga para asolar fiestas en las que no eran invitados por revoltosos.

El anciano apareció un día, luego del canto matutino de los pitacoches que desquiciaban los pirules y tepozanes; blasonado por sus perros y con un hambre canija raspándole la panza. Se presentó y aludió a Pedro el Herrero, por lo que Perico lo hizo pasar y lo atosigó con preguntas de aquel que sólo era una referencia en los archivos de la parroquia.

Y así empezó todo. Desde entonces hasta el momento el viejo se presentaba cada mañana por su porción de sopa, sus tortillas a falta de gordas con chile, y su ración de leche de la que traían diario, recién extraída de las ubres de unas vacas garraletas.

Por su parte, Pericles había ido a ese pueblo aprovechando una beca de una escuela de creación literaria. Su objetivo era reconstruir y novelar la historia de sus abuelos; pero había decidido instalarse un buen tiempo ahí quizá por influencia de los astros.

Así que despertaba con los pájaros y dormía aletargado por avanzadas de grillos desaforados, en medio de noches purgadas del ruido brutal de la ciudad.

Cuando las lentejas ya hervían, Pericles tomó una cuchara despostillada y la introdujo en el líquido borboteante, soportando el vapor intenso. La probó y vio que todavía estaba buena, a pesar de sus dos días de añejamiento. La sirvió en unos platos de barro y calentó unas tortillas en un comal tiznado, hasta que se resquebrajaban al ser hechas tacos. Al final sirvió dos jarros de leche.

Llegó a la mesa con el desayuno, haciendo un claro al desplazar los tiliches con el codo. El viejo puso su bastón a un lado, se descubrió la cabeza y apretó los ojitos acuosos al santiguarse con resignación; luego le entró con ganas al menjurje.

Mientras comía con su visitante, Pericles observaba la calva del viejo, donde se aferraban unos cuantos cabellos, junto a manchas tenues que avanzaban hacia las orejas robustas, donde asomaban algunos pelos ásperos.

Cuando terminaron la comedera, Pericles se estiró y tomó una libreta sobre el piso, con una pluma de monitos en medio de la espiral. “Ora sí, abuelo, ¡échele…!”

El viejo se cubrió la cabeza, tomó su bastón y entornó los ojos en busca de sus recuerdos: “Pos sí, éramos de los de adelante. Sí desbaratábamos algunas bodas. Estaba el bodón, boda maciza. Entonces que le alcanzo la puntada al Pedro y ai vamos. Cerquita de los magueyes, nomás nos palmábamos uno al otro y brincábamos la cerca, y de a carajazo por pelao…”

Texto agregado el 21-02-2014, y leído por 316 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
18-03-2014 Su estilo y su cuento son excelentes. mis felicitaciones. lopecito
07-03-2014 Me ha gustado. muy limpia en cuanto a redacción, puntuación y ortografía. Las imágenes bien plasmada. Logré ser testigo de la historia....******+ Saludos. pithusa
26-02-2014 Gran ejercicio técnico y de estilo. Al final casi se me escapa la historia, aunque seguramente fuera lo de menos. Egon
22-02-2014 Tienes la rara habilidad de plasmar con claridad extraordinaria la vida rural. Me parece estar en la casa de cualquiera de mis amigos. No solo disfruto de la calidad de tu prosa también las evocaciones. Un abrazo. umbrio
21-02-2014 Me llevaste a ese mundo, como si lo estuviese viviendo yo mismo. Me encanta este tipo de historias. Excelente redacción. luis_oviedo
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