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De niño jugué con bloques de madera. Estaban pintados y mis favoritos eran los verdes. No sé bien por qué, pero recuerdo que mi abuelo me hablaba de los colores y me contaba que sólo eran una percepción en mi cerebro. Yo no quería creer en eso. Me fascinaba armar estructuras apilándolos, y me tomaba el tiempo necesario para combinarlos por sus formas y sus tonos, no era aleatorio ni casual. Augusto se acercaba y me acariciaba la cabeza; yo jugaba en su sala de libros.
Más tarde, con esa sonrisa interminable, se alejaba y se sentaba a leer sus libros cerca de mí, quizá como compartiendo los colores, pero él, desde las historias que leía. Mientras tanto mi padre trabajaba en sus textos, siempre estaba a un paso de editar un libro nuevo.
Mi pasión por la lectura comenzó luego de la muerte de mi abuelo. Una tarde fui a su biblioteca y quedé fascinado con los tonos de los lomos de sus libros. Estanterías repletas, algunos con encuadernaciones en cuero, otros en la rústica original. Todos acomodados con un estricto orden alfabético y por las casualidades de este mundo, los colores combinaban a la perfección como en los bosques de montaña en otoño. Nunca me había percatado de ese espectro y de la cantidad de volúmenes esperando ser leídos nuevamente.
Hechizado, me encontré parado en el medio de la sala mirando hacia todos lados, girando lentamente mí cabeza como un paneo cinematográfico. Me hipnotizaba la cantidad de libros y me colmaban de asombro.
Me llamó la atención un libro, escrito por mi padre hacía unos años, que estaba apoyado en una mesita antigua junto al sillón donde Augusto solía leer. Me acerqué, me senté en el sillón y tomé el libro. Inmediatamente comencé a leerlo casi inconscientemente.

[…] Al despertarme, noté que el sol se enredaba entre las ramas desnudas de los álamos. Había dormido toda la noche sin sobre saltos. La mañana fresca me llenó de convicciones y rápidamente retomé el trabajo del día anterior.
Los árboles son los testigos de un silencio atávico que habita en mi mente y en la casa. Ella es siempre igual, no importa si soñada o recordada o vivida. Ella es como el tiempo. Yo soy quien sigue esperando y escribiendo hasta que la noche vuelva a abrazarme. Se bajó del auto y me quedé mirándola. No dudó. Sin llorar esperé varias horas en la entrada del pueblo, quizá por si volvía o tal vez queriendo hundirme en la oscuridad de la noche. Ella es como el universo. Inexorable es mi vacío. Yo soy como el silencio. Soy el silencio.

[…] Habían pasado muchas semanas y yo seguía esperando su regreso, aún sabiendo que no sucedería. Los álamos comenzaban a echar sus nuevas hojas y retoños. Era la época del año en que los pájaros coreaban temprano los cantos renovados, el cielo se volvía diáfano y mi silencio menos hiriente.
Ya había terminado el último capítulo del libro y estaba decidido a llevarlo a la editorial y rogar por su publicación. Me había llevado muchos meses de trabajo narrar la partida de Emma…

Augusto le había enseñado a papá el amor por la literatura y la música. Y a mí me había enseñado el arte de contemplar las tonalidades en las cosas. La muerte no disipa los colores y los recuerdos no los opaca. Recordé el de sus ojos que era el mismo al del humo de su pipa, los de los frutos de su huerta y recordé el color de sus manos minutos antes de su muerte. Recordé a mi padre llorando junto al blanco de su rostro.
Me enseñó el abuelo que el silencio también tiene color.

[…] La primavera había traído consigo un nuevo silencio. Las noches ya no eran grises ni marrones y el silencio, cada día, era verde, pálido, como las nuevas hojas de los álamos. La soledad había quedado encerrada en las palabras del nuevo libro, había podido trascender a Emma y su partida. El color naranja que traspasaba por los árboles en cada atardecer me recordó que el hecho de vivir no estaba sujeto a su regreso, o no. Emma ya no estaba, había decidido irse y yo, ahora, había decidido ver los colores del silencio…

Cuando los hechos más simples los vivimos desde el amor verdadero, se transforman en experiencias humanas difíciles de olvidar. Son los recuerdos que de ancianos nos llevan a sentirnos aliviados.
Ahora contemplo callado a mis hijos mirándome; mi padre, recordando las cosas vivas desde el sitio de los muertos. Contemplo a mis nietos acariciando mis manos y mi frente, me llaman abuelo Feli.
Los miro a los ojos. No lloro. Es el momento de comenzar a recordar.
Quizá mi padre escribió la historia de Emma y supongo que ella era mi madre. Los recuerdos sólo tienen formas de cosas vividas. El color del recuerdo de mi madre es negro azul. La vida la evoco en los bloques de madera, en los libros y en las manos de mi abuelo. El resto lo dejo para cuando vuelva a la casa.

Texto agregado el 17-02-2014, y leído por 80 visitantes. (1 voto)


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18-02-2014 ***** edu485
 
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