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Intento decirle que no es necesario que lo llame, que no olvidaré pagarle al director. No me hace caso, o no confía en mí, o se ha tornado peligrosamente obsesivo. Pero el asunto es que además de acordarme de pagarle al director, de llamarlo para satisfacer su manía a las doce del mediodía y por si fuera poco, debo recordar de pedir el recibo de pago. Y todo esto por una mezquina comisión. Tal vez si le hubiera hecho caso a mi esposa en tomar el otro empleo, quién sabe, quizá hoy sería encargado.
Ayer intenté convencerlo que no fuera a controlar el stock, que ya lo había hecho yo, pero no, el tipo tuvo que dejar su escritorio plagado de papeles y formularios amarillos, bajar al primer subsuelo, con planillas en mano y conmigo, como ciego y lazarillo, respirar hondo y comenzar a controlar cada una de las cajas. Ninguno de nosotros sabe por qué lo hace. Por qué no escucha. Insisto, ¿será manía?, o estará volviendose demente, no sé.
Seguramente mañana me pida cada recibo de los últimos seis meses, sí, yo me encargué de ordenarlos por fecha. Los del director son los más abundantes y con ellos tomé especial dedicación. Pero no creo equivocarme; a las nueve y treinta, con los lentes en la punta de la nariz, como esos maestros al que un mundo en época escolar odia, me pedirá, sólo con un gesto, la carpeta de recibos.
Algún día se dará cuenta que no se puede trabajar así. Espero que ese día sea mañana. Eso espero, nada más.
La verdad, le hubiera hecho caso a mis amigos y quizá hoy sería director.

Hace como tres años me llamó a su despacho, montado en cólera, su cara me recordó a un perro alemán. Entré a su oficina, y sin pedirme permiso, me regaló una caja llena de gritos, insultos y problemas además de trescientas solicitudes. Entre ellas, las selladas por el director. Me dijo que no estaban ordenadas, que era un inepto y que si seguía así, iba a terminar limpiando los depósitos. Pero yo me esmero. Ordeno los recibos, las solicitudes, las bajas de stock, las altas, las factura y además, ayudo a mi compañero cuando decide irse antes del trabajo. Y no digo nada, lo cubro y listo.
Al fin y al cabo, le hubiera hecho caso a mi madre y hoy sería un ejecutivo de cuentas.
El tipo no es mala persona, pero me parece que debiera tratar su cólera y sus manías. Y además le aconsejaría que me aumente la comisión, casi no me alcanza para el alquiler. Claro, todo esto si él estuviese menos enloquecido. Pienso que quizá la cantidad de trabajo lo supera y en realidad es buen tipo. Pero la manía seguro la tiene. Sí, debes ser eso. No se me ocurre otra cosa.

¿Y esos gritos?, esos que vienen del fondo del pasillo. Es él. ¿Oí mi nombre? ¿Será que le pasó algo? Está nervioso; si no fuese tan intolerante le preguntaría si necesita una aspirina…
Sí, oigo mi nombre antecedido de un insulto. Algo de mi madre, eso es raro, no la conoce… Ahí viene. ¡Señor! Una aspirina le caería de perlas.
Me miró fijo, con la cara enrojecida y siguió caminando. Qué raro. Hizo un gesto con el brazo como si matara una mosca. Creo que me pide que lo siga. ¿Habrá moscas?
Perdón, son las trece horas y me acabo de dar cuenta que olvidé llamarlo.

Texto agregado el 12-02-2014, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


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