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Aún no se acaba mi vida... creo que me daré el placer de escribir mi última vivencia.
Hace unas semanas había ido a las montañas silenciosas a ver a el cuerpo de mi padre, que murió hacía ya años allí.
Encontrarlo sería fácil, ya que hasta ese entonces había sido el único humano en adentrarse por las obscuras quebradas que yacían allí.
Llevé mis audífonos y mi reproductor de música con varios repuestos de baterías.
Iba solo. Aún no puedo creer que nadie haya sido lo suficientemente valiente -o tonto- como para acompañarme, pero me daba lo mismo. Desde pequeño me entrené utilizando el pretexto de querer ser un atleta ante mi madre, pero la verdad era que esperaba a cumplir los dieciocho años para ir en busca de lo que quedara de mi padre.
No tardé en llegar a las primeras quebradas. Iba con un oído tapado por un audífono y el otro libre para escuchar en caso de que algo quebrantara el silencio.
No pasó mucho para que me lograra internar y perder contacto con todo ser vivo. Seguí sin dar importancia al monótono paisaje mientras escuchaba mi música.
Alcancé a avanzar por espacio de dos días antes de encontrar a mi padre. Encontrarlo fue emocionante. Lloré ante su cuerpo inerte efecto de una mezcla de pena y emoción. quedaba poca carne podrida en sus huesos, pero sentí como si algo estuviera vivo en él. Miré con detención su cara y sentí que mi reproductor de música se apagó. Una luz salió del interior del cuerpo de mi padre y un silencio mortal comenzó a acecharme... por el resto de mi vida. Comencé a ver ante mí la escena de la muerte de mi padre como si hubiera estado allí. Se había enterrado los dedos en los ojos, tenía la piel rasgada y en ese paraje se comenzó a rajar la piel del cuello en un acto de desesperación. Al parecer el espíritu del silencio lo atrapó tal como a mí. Solo que yo sobreviví.
Decidí emprender la vuelta y escribir en un cuaderno para mantener la cordura. Utilicé un lápiz grafito que afilaba con mi navaja cada vez que lo necesitara.
Volví al cabo de otros dos sufridos días en los que no podía ni siquiera escuchar mi voz. La desesperación por escuchar era tanta que en las noches comenzaba a llorar recordando las voces de mi madre y hermana.
En el pueblo se veía a la gente muy triste por mí. Al parecer se habían enterado de que partí a las montañas silenciosas. Nadie me fue a buscar por el temor que le tenían a aquellas montañas producto de lo que le pasó a mi padre. Fue por eso que, cuando llegué a mi casa, me topé con un velorio. Me habían dado por muerto.
Les dije que estaba sordo. No sé qué dijeron mi madre y mi hermana, pero se les veía preocupadas.
Llegué sordo, está bien, pero llegué vivo. Eso es lo que cuenta. Por lo menos aún puedo ver sanas y salvas a mi hermana y madre.
Pero lo que más valió la pena fue ver a aquel que se marchó para ser una leyenda, dejando a su esposa embarazada y con una niña aún pequeña bajo su amparo.

Texto agregado el 03-02-2014, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-02-2014 Es curioso que el silencio siempre haya sido una quimera para mí, recluido en una ciudad donde el verdadero demonio mesopotámico es el ruido: aullidos de perros esclavos, rugidos de autos, música cuasidiabólica por todas partes. Gatocteles
 
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