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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / La Leyenda del Holandés Errante, capítulo 16.

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Capítulo 16: “Alguien Que Solía Conocer”.
Nota de Autora:
Ahoi a todo el mundo, disculpen la tardanza en subir capítulo, pero he estado un poquito ocupada estos cuatro días actualizando los dos fanfics que estoy escribiendo: “Foruldum” y “Más Allá de los Sueños”, en los que venía debiendo el capítulo desde principios de mes y ya me estaban matando.
Bueno, ya he dejado contentos a mis lectores de Fanfiction.net y puedo ponerme a tipiar el capítulo dieciséis de La Leyenda del Holandés Errante. Si no actualizo pronto, se debe a los siguientes motivos: me estoy terminando de leer La Comunidad del Anillo, estoy actualizando los fanfics o me he puesto a ver películas, lo cual es algo muy probable tratándose de mí…
La canción para este capítulo es “Somebody I Used to Know” del australiano Goyte.
Capítulo dedicado a dromedario81 por regalarme el primer comentario que he recibido en varios meses. Añado mis respetos a los Tuareg y a quienes padecen esquizofrenia.

Aquella mañana abrió los ojos con el sol en la cara. En un inicio desesperó. No sabía en qué parte estaba, sólo entendía que la luminiscencia del astro rey se colaba por entre la suave y gastada tela de una carpa en la que estaba. Se preguntó qué hacía ella en esa carpa de tonos ocres y con ornamentos tan bellos, como los que aparecían en las teleseries que retrataban el Oriente Medio.
La mente se le aclaró. Recordó haber sido llevada a rastras ante el líder del grupo de nativos en el que estaba prisionera. El anciano la miró de arriba abajo, eso recordó. Recordó la mirada conocedora y a la vez asustada que el hombre no había podido disimular. Recordó las frases que intercambió con la pareja, frases que no había podido entender y la mirada preocupada que le dirigía a cada fonema.
Sintió de pronto el viento llegarle de golpe al rostro y entumecerla pese a estar con el cuerpo cubierto por la colcha de lana. El polvo intentó colársele por los ojos y estornudó.
Sintió que la voz de la mujer de la noche anterior le hablaba con dureza, firmeza, casi rabia. No entendió nada de lo que le dijo, pero ¿qué importaba? Aunque le entendiese, no podría descifrar su significado.
El frío le caló los huesos, poco acostumbrada como estaba al viento de aquellas zonas desérticas. Se arrebujó con la tapa aún más. La mujer avanzó hasta ella y se la arrancó con violencia. Le gritó algo más.
Ivanna entendió que probablemente se refería a que debía levantarse. Así lo hizo. La mujer le colocó un lienzo de tono azul en las muñecas y se lo ató con saña hasta hacerle doler. Sintió cómo la sangre se le agolpaba en las muñecas y las manos se le helaban.
La mujer le colocó la mano izquierda a la altura de los omóplatos y con la derecha le retuvo de la amarra que antes le había puesto. La empujó y la hizo caminar, sacándole de la tienda. Al salir, el viento la recibió en la cara y los múltiples fragmentos de los rayos del sol la cegaron por unos instantes, en los cuales su carcelera no tuvo piedad y la hizo caminar a los tropezones.
Recién despuntaba la mañana y hacía un frío horrible. Varias mujeres se afanaban en encender una fogata a la mitad del campamento. Algunos muchachos y muchachas vertían hojas de té en agua fría dentro de unos odres, botellas y tarros metálicos de color negro. Los hombres fueron en grupo a ordeñar las vacas y las camellas para poder tener leche caliente a esas horas de la mañana. El día despuntaba entre los Tuareg. Algunas mujeres ya volvían montadas en asnos tras ir a buscar agua a los pozos.
Cuando el fuego estuvo listo todos comenzaron a acercarse más para así mitigar el frío, cubiertos con gruesos charlones. La mujer llevó a Ivanna hasta el tumulto y la sentó sobre un atado de bolsos, dejándola a cargo del hombre de la noche anterior.
El viento helado hizo tiritar a Ivanna. Llevaba ropa de verano: una camiseta azul de tirantes, shorts verdes y zapatillas. El hombre la miraba, pero no decía nada. Las mujeres pusieron a calentar sobre unos trípodes el té, el cual estuvo muy pronto listo para ser servido.
El hombre fue a por dos. Dejó ambos tarros en el suelo, dijo algo frotándose los brazos por el frío y la desató. Le puso entre las manos un tarro de estaño que llevaba una insignia grabada a un lado. East India Trading Company rezaba el logo grabado.
Ivanna pensó. Recordaba haber oído hablar de esa Compañía. Bueno, el nombre era en inglés. ¡Ah! Esa había sido una compañía de comercio en Inglaterra. Eso significaba, que la tribu con la que estaba tenía tratados comerciales con los ingleses y que tenían que saber hablar inglés para poder entenderse con los británicos. Quizás si les hablaba en inglés y se daba entender que no iba a atacarles, podrían ayudarla y dejarla ir. Lo malo es que nunca había sido muy ducha con los idiomas, inglés incluido.
Con esas ideas se bebió su té y luego, tímidamente, hizo acopio de todo su valor para decir:
-May I talk to the leader?-.
El varón se mostró confundido, así lo demostró su cara. La mujer al volver le preguntó qué le pasaba y él atinó sólo a decir que la muchacha hablaba de una forma muy parecida a esos tipos esclavizantes con los que hacían negocios. La mujer le dirigió una mirada enardecida a la chica, quién sólo atinó a repetir su pregunta en un inglés no muy fluido. La mujer optó por llevarla donde el líder, no porque entendiese lo que decía, sino que porque él era el único de los presentes que entendía esas lenguas extrañas de los forasteros que les recibían mercancías en el mar.
Dejó el recipiente en el suelo arenoso, ató a Ivanna de nueva cuenta con el paño azul y la llevó hasta el líder.
La mañana del 10 de agosto de 2008 Aliet vio el amanecer. Sentada en la banqueta a la cabecera de la cama de Sophie no pudo evitar dirigir sus pensamientos a Ivanna. Por supuesto que ella no sabía que su hija estaba despertando técnicamente a la misma hora en mitad del Sahara en un campamento Tuareg y que intentaba hacerse entender con ellos.
¿Dónde estaría Ivanna? ¿Habría perdido la razón al igual que Sophie? ¿Cómo estaría? ¿Tendría para comer? ¿Estaría buscando la forma de regresar? ¿Estaría viva? Su alma de madre le hacía plantearse todas esas preguntas sin respuesta y rogar desesperada e impotentemente que su hija estuviese bien, poder volver a verla, a abrazarla, decirle que no importaba ya que fuesen una familia de tres y no cinco.
Se puso de pie para abrir la cortina y poder apreciar mejor la salida del sol. Los pájaros cantaban sin cesar y la habitación estaba más luminosa, ese era el único indicio del amanecer. Abrió la cortina y todo se volvió más claro. Regresó a la banqueta y desde ahí observó el despunte de los primeros rayos del sol.
El destello áureo bañó con sus tonos de oro todo Ámsterdam y la habitación de Ivanna y Sophie Van der Decken.
Sophie se removió inquieta en la cama y curvó de su lado derecho. Arrugó el rostro y abrió los ojos.
Abrió los ojos a todo lo que le dieron y gimió completamente asustada. Lanzó un chillido angustiado y aterrado. Corrió hacia la ventana.
-¡No! ¡Es de día, de día!-gritó afirmándose de la baranda-. No… ya se ha ido, ¡se ha ido!... Se fue anoche… No, ¡día, ayúdame a detenerlo!-rogó y de la nada, su rostro se ensombreció, revelando una personalidad pérfida-. ¡No! El día no hizo nada ayer para evitarlo, quería acabarse y se acabó. ¡Día testarudo! ¡Vete!-gritó con frenesí, como si estuviese discutiendo con su peor enemigo-. ¡No quiero verte! ¡Me haces ver todo lo que perdí y no me ayudaste a retener! ¡Día egoísta! ¡Tú les puedes ver! ¡Ahora están lejos! ¿Por qué no te tardaste? Así se hubiesen ido después y yo hubiese podido detenerles. Pero no, como yo no brillo como tú, no me ayudas. ¡Arrogante! ¡Arrogante! ¡Vete! Ya no te quiero más por aquí, tu luz no me hace ver lo que yo quiero ver.
Enmudecida, consternada y conmovida hasta lo más profundo de su alma, Aliet se puso de pie. Ahora Sophie lloraba como una niña pequeña con pataleta y lanzaba puñetazos contra el aire, gritándole al día que se fuese, que se acabase, que ya no le servía, que no quería que le causara más envidias.
Caminó hasta su hija. A veces no sabía qué hubiese sido mejor: dejarle ir junto a Ivanna y que se perdiesen en un destino incierto al otro lado del mundo, o haberle rescatado de ese camino para hacerle caer en la locura. Fuere como fuere no podía protegerla… no, ya no podía protegerla. Protegerla hubiese sido evitar su locura.
Se paró detrás de Sophie, quien no paraba de llorar. Le tocó el hombro. Su expresión era amable y compungida, casi culpable, pero los ojos de Sophie no lo vieron así. Para la muchacha, la mirada de su madre estaba cargada de odio. Sus cabellos volaban con un viento frío. Estaba pálida y emanaba un aura de poder y crueldad. Alrededor de ambas todo se veía borroso y grisáceo.
La chica retrocedió espantada, meneando la cabeza en un gesto de constante negativa. Su madre la asió de los hombros con ambas manos. Para Sophie, Aliet sacaba de una capa negra los huesos descarnados y sin piel que ahora eran sus brazos. Eran fuertes, muy fuertes, no podía separarse de ellos. De pronto, para su percepción, su madre se comenzó a volver una calavera de aspecto aterrante y que intentaba cogerla de todas las formas posibles.
Retrocedió asustadísima hasta que chocó contra la pared y la ventana. Miró del otro lado del vidrio y sólo vio un vacío muchísimo más profundo que la distancia que le separaba de la primera planta en realidad. Y desde atrás de su espalda y a sus pies la envolvía un vacío negro como la noche sin estrellas ni luna.
-Hija, ven a mí, no te alejes-le susurró Aliet.
La chica meneó la cabeza completamente aterrada. La voz de su madre era vacía y sin vida; grave y descarnada, preñada de odio y crueldad.
-¡No me lleves!-chilló despavorida y pataleó y batió los brazos para zafarse-. ¡No quiero morir! ¡No me lleves! ¡Me llevarás al infierno! No, una eternidad de sufrimientos por dejarle ir sería demasiado. Estoy arrepentida, me siento culpable, ¡culpable! Mamá, déjame en paz, ¡vete! ¡Vete! Anda a descansar, te pido perdón, pero no me lleves al infierno que ya cargo con mi culpa-gritó para largarse a llorar amargamente.
Aliet no lo pudo soportar más y la abrazó con toda su alma. Ese fue el éxtasis de la desesperación de Sophie, quien viéndose atada a un castigo demoníaco por su propia madre que era un espíritu del mal ahora, se quedó completamente quieta, jadeando.
-Vete, por favor-rogó llorando.
-¡Cállate, Sophie!-le dijo su madre-. Tienes que descansar, yo te voy a curar, yo te voy a ayudar y seremos felices como antes-dijo entre lágrimas.
Sophie no atinó a contestar, eso sonaba demasiado sarcástico para ella, que antes había sido la chica de humor más negro que Aliet hubiese podido imaginar. Era demasiado irónico, era una condena demasiado cruel para ella. Ya no le quedaban fuerzas para rebelarse a tan pérfido juicio y prefirió nadar dentro de los mares de su palacio interior.
Aliet la transportó hasta su cama, completamente sorprendida por su cambio de humor: había pasado de ser extrovertida y gritar y desesperar a estar en un estado de introspección y calma. Eso no quería decir que fuese una sorpresa grata, como erudita del área que era, tenía conocimiento de las variables de la esquizofrenia y entendió que la enfermedad no hacía sino comenzar para crecer cada día más y más y pasear de una modalidad a otra para volverse inatrapable e inalcanzable de curar.
Aliet, conmovida y enternecida con su hija a más no poder, la arropó con calma y dulzura y comenzó a acariciarle la cabeza y a juguetear con los cabellos rubios y sedosos entre sus dedos.
Los minutos que siguieron fueron una completa tortura para la pobre Sophie. Veía cómo su madre, un espectro horrible y poderoso para sus ojos la acariciaba, la tocaba y todo eso sin que ella lo pudiese evitar. Sentía en esos dedos descarnados la energía de la muerte y las miles de torturas infernales. Sentía cómo cada fibra de su ser, como cada cabello de su cabeza y cada célula de su cuerpo absorbía esa pócima de maldad. Percibía cómo se volvería un espectro cruel, demoníaco y torturador para con la gente si continuaba absorbiendo esa dosis de maldad. Pero ya no había nada que pudiese hacer para evitarlo, ya no podía hacer nada por resistir. Eso es lo más malo del mal: es terriblemente poderoso y las gentes no pueden hacer nada por resistírsele, ya sea porque conquistó sus almas con dulces y zalameros ofrecimientos o porque la conquistó con las armas de la más pérfida crueldad. Así lo veía ella.
La mujer se apersonó ante la carpa del líder de la caravana de los Tuareg, se coló dentro y tras saludarle respetuosamente y decirle unas palabras en la lengua targuí se retiró, dejando a Ivanna dentro maniatada y a solas con el anciano.
Él se sentó en un montón de cojines, la muchacha permaneció de pie y cuando ya estuvo cómodo para oírle le indicó con un gesto que comenzase a hablar.
Al ver el gesto, Ivanna Van der Decken sintió una oleada de nervios por primera vez en sus trece años de vida. Tomó aire y dejó que las palabras en inglés fluyeran en su boca, deseando que en ningún momento de la plática le sucediese la difícil y penosa situación de no saber cómo decir algo.
-Hola, mi nombre es Ivanna Van der Decken, tengo trece años y soy de Holanda-se presentó más por romper el hielo que por cualquier otra cosa.
El hombre se acomodó el turbante que sólo permitía verle los ojos y se dirigió a ella:
-¿Dónde queda Holanda?-preguntó en un inglés con acento y poco fluido.
Ella tomó aire, sintiendo que aquella conversación sería una tortura si ninguno de los dos interlocutores conocía bien la lengua en la que intentaban comunicarse.
-Cerca de Inglaterra-contestó a sabiendas de que el hombre sí sabría más o menos de dónde le estaba hablando.
De inmediato sintió deseos de darse una bofetada mental: el líder de la caravana se mostró bastante molesto cuando ella mencionó la palabra Inglaterra. Si no fuesen tan buenos comerciantes los ingleses, no dudaría en cortar todo vínculo con esos tiranos.
-Pero no vengo de parte de ellos, no se preocupe. ¿Sabe usted que mi situación es de veras complicada?-preguntó en un desesperado intento de calmar los ánimos. El hombre demostró interés por lo que ella decía y sintiéndose un poco más satisfecha continuó, sin saber cómo explicaría los detalles mágicos de su historia-. Mi papá es navegante y soldado, como era tan bueno en su trabajo decidieron dejarlo a cargo de un barco y al día siguiente de que lo premiaron tuvo que partir a un lugar muy peligroso. Mi hermana mayor quería ir a ese lugar en una misión de paz y se metió en el barco a escondidas de mi padre-dijo y tomó aire para lo que vendría luego.
El líder de la caravana Tuareg la miró con cara de aburrimiento y de no entender cuál era el problema tan grande al cual se refería la extraña muchachita que tenía en frente. Ivanna lo notó y se aprestó a continuar.
-Pero el barco era muy tecnológico y la tecnología que tenía no la habían probado aún. Mi hermana sin querer activó esa tecnología-hizo una pausa e hizo acopio de todo su valor para relatar lo que vendría-. Señor, yo provengo de tres siglos en el futuro-soltó con los ojos cerrados y deseando terminar pronto de decir esa frase.
Está de más decir lo obvio: el líder de la caravana Tuareg abrió los ojos como charolas y todo rastro del aburrimiento que antes había evidenciado se disipó como polvo en el viento. Saltó de los cojines como si estos hubiesen comenzado de un momento a otro a arder en llamas. Desenfundó la cimitarra y manteniendo la mirada y el arma apuntadas hacia la muchacha holandesa dijo:
-Esto debe ser obra del diablo…-confesó con pasión-. Y como servidor de Alá y Mahoma debo acabar con esta pérfida obra-dijo antes de lanzarse sobre la muchacha.
Por una fracción de segundos, Ivanna Van der Decken deseó estar en Holanda y en el siglo XXI, tranquilamente en clases y jamás haber visto en el Espejo de Grecia junto a su hermana.
-¡Paz! ¡Paz! ¡Paz, señor! No vengo con mala intención, vengo sólo a pedirle ayuda-gritó con los ojos cerrados sin deseo alguno de ver si el hombre continuaba con intenciones de atacarle.
-¿Pedir ayuda?-se mofó él-. ¿Crees que un servidor de Alá y del Profeta le prestaría ayuda a una emisaria del mal? ¡Ni lo sueñes! Por ahora me podrás decir que eres una pobre niña indefensa, pero los emisarios del diablo toman las formas más exquisitas para tentar a las almas más débiles… ¡Y yo no soy débil!-dijo para volver a apuntar el arma y colocarla en el cuello de la desesperada muchacha.
-¡Paz, se lo suplico!-pidió desesperada pero sin soltar ni una sola lágrima-. ¡Sólo vengo por ayuda! Le juro por Dios que no le acarrearé a usted ni gozo ni desgracia-juró.
-¿Lo juras por Él?-preguntó-. ¿Por qué no por Alá?-preguntó perspicaz.
-Porque yo no creo en Alá, yo creo en Jehová-le dijo la muchacha.
La honesta respuesta conmovió al anciano Tuareg y enfundó el arma. Bien la muchacha podría haberle dicho que lo juraba por Alá y zafarse de todo el enredo, pero había sido honesta, algo que él valoraba por encima de cualquier creencia. Sumado a eso estaba que ella era de una religión hermana a la suya.
-Le escucho-dijo arrojándose a los cojines de nueva cuenta.
La muchacha suspiró aliviada y se dispuso a proseguir su historia.
-Mi hermana mayor activó la tecnología que no había sido probada y esa tecnología reaccionó enviando el barco con tripulación y todo, trescientos años en el pasado. Eso sucedió hace dos meses ya y nos enteramos de que habían viajado trescientos años en el tiempo cuando mi hermana gemela y yo vimos en un espejo de una adivina, desesperadas por la desaparición de nuestro papá y nuestra hermana. Eso fue hace dos días. Nos enteramos así también de que nuestro padre había muerto y que nuestra hermana corría peligro junto a la gente del barco. Entonces conseguimos transportarnos al pasado para venir a ayudarles. El problema es que mi mamá se enteró e interrumpió el ritual, mi hermana quedó en el futuro y yo viajé hasta caer aquí ayer-terminó su confesión.
El hombre la sopesó con la mirada y, tras deliberar mentalmente, le miró a los ojos:
-¿Qué pueden hacer los Tuareg por ti?-preguntó.
Ivanna no pudo evitar suspirar y dejar caer los hombros en un gesto de relajación y tranquilidad.
-¿Hacia dónde van?-preguntó ella.
-La costa oeste del desierto-dijo él.
-¿A cuánto de viaje está?-preguntó ella.
-Tres meses, muchacha, pero aún no me has dicho qué podemos hacer por ti-dijo.
-Déjenme viajar con ustedes, por favor. Necesito seguridad y comida si pretendo salir con vida de aquí. Luego de que lleguen a la costa no me verán más. A cambio, prometo ayudarles a hacer negocios con los británicos al llegar a la playa y ayudarles a ustedes en las tareas que me encomienden-dijo y como un pantallazo le llegó el recuerdo de su juramento y añadió:- Con las manos, no magia.
-Un placer hacer tratos con usted-dijo él, estrechándole la mano y desatándola.
Ivanna Van der Decken sonrió complacida, por aliado no tenía ni más ni menos que al líder de la caravana Tuareg con la que estaba viviendo. Con semejante protección, nada malo podría sucederle hasta llegar a la costa.
De más está decir que Aliet no tenía ni idea de que su hija Ivanna había estado en ese mismo instante bajo peligro de muerte, a riesgo de morir decapitada por uno de los mismísimos Hombres Azules.
Cuando se cansó de acariciar la cabellera de Sophie, se puso de pie y se sentó en la banqueta a observar con un ojo más crítico a su hija.
Interiormente, Sophie sintió un alivio enorme cuando aquel espectro dejó de infectar con su pérfida maldad su cabellera y su mente, cuando se alejó de ella y dejó de tocarle. Sin embargo su felicidad y calma hubiesen sido mayores y completas si el mencionado espectro de su madre se hubiese ido, si hubiese desaparecido de la habitación dejándole en paz. Pero no, parecía que eso sería imposible: allí estaba atormentándole de nueva cuenta, sentada de pierna encima y sin quitarle la vista de encima. No podría vivir en calma si no quitaba aquella bestia, aquel demonio de su camino. Tendría que acabar con él a toda costa, sería lo mejor para ella deshacerse del espíritu metamorfoseado de su madre.
La nana caminó por el pasillo que conducía hasta la habitación de las gemelas. Se sorprendió enormemente. Hacía aproximadamente una hora que había amanecido y hace un día Sophie había armado un alboroto feral a esa misma hora. Sin embargo, aquella mañana entre sueños había sentido un pequeño escándalo y luego de unos minutos, absolutamente nada. El silencio inundó sus oídos.
Caminó y golpeó la puerta. Aliet dio su consentimiento y la mujer ingresó en la habitación. Se sorprendió enormemente de que todo estuviese completamente calmo y que, sin embargo, la muchacha estuviese despierta.
Sophie estaba sentada sobre su cama y cubierta de las tapas. La frazada evidenciaba por los bultitos que ambas piernas estaban completamente extendidas. Estaba con la espalda completamente derecha, pero separada varios centímetros del respaldo de la cama. Las manos entrelazadas a diez centímetros de altura de las piernas y los brazos extendidos hacia adelante. Miraba fijamente al frente a la altura de la televisora. Sus ojos vedados por la cortina de la demencia reflejaban que estaba navegando sus mares interiores: en un completo estado de introspección.
La nana intentó cubrir su pasmo para la niña, pero al darse cuenta de que para la chica la sala parecía vacía de más gente que ella misma, no dudó en expresárselo a la madre.
-¿Qué le sucede a la niña, señora Aliet?-preguntó en voz baja.
-Es otro tipo de esquizofrenia. El paciente vive en un estado de introspección y silencio. No habla, no come, no hace nada. Si respirar fuese voluntario, no respirarían. No se mueven. Su consciencia está activa, pero su aspecto físico es terriblemente dañado por la enfermedad. En el caso de Sophie ni siquiera es posible decir que su consciencia esté activa, porque ya ves cómo razona ahora-le explicó Aliet a la nana.
La mujer del servicio doméstico se limitó a asentir aún medio pasmada, entre que asustada y sorprendida.
Aliet notó con tristeza cómo ya ni se cubría la boca. En aquellos días habían cambiado tantas las cosas y todo había sido culpa de su depresión y de la falta de atención que había brindado a sus gemelas después de que se enterara de la desaparición de Niek y Liselot. Si les hubiese puesto atención, no hubiesen hecho el ritual para poder viajar al pasado y estarían las tres juntas, sanas y bien… dentro de lo posible.
-¿Qué quiere desayunar, señora?-preguntó la nana, sacándola de sus cavilaciones.
-¿Yo? Lo de siempre. Para Sophie lo mismo, ¿podrías traerle jurel?-preguntó.
-En seguida-contestó la mujer, preguntándose por qué jurel a la hora del desayuno.
Se retiro tras hacer una genuflexión con la cabeza y Aliet volvió a cerrarse en sí misma: como su hija lo hacía ahora.
De más está decir que Ivanna se sentía feliz de la alianza que estaba forjando, por pura buena suerte no conocía la situación en que estaban ni su gemela ni su madre, sino hubiese caído en la desesperación y no hubiese sido capaz de reaccionar de buen modo a su confusa plática con el líder.
Lo que sí sabía de cierto era que ahora que estaba desatada tenía que salir, estaba en completa libertad de ir y venir por entre el campamento Tuareg, tenía obligaciones al igual que todos sus miembros, etc.
-Ve por tus cosas. El campamento se levantará y partiremos dentro de una hora. Esta noche se te asignará una tienda para dormir-la despidió el anciano.
Ivanna caminó a por sus cosas. La mujer le dirigió una mirada extrañada al verla salir tan campante y sonriente de la tienda de su líder, quien se limitó a indicarle con un gesto que la muchacha era libre de ir y venir cuando quisiera, era técnicamente una más.
De la nada, la gente comenzó a levantar las carpas y a enrollaras, hasta volverlas un atado de tela duro y firme, con algunos troncos en el centro, con los cuales luego volverían a dar forma a su hogar. En unos sacos y telas comenzaron a empacar las pocas pertenencias que tenían en sus tiendas hasta que pronto no quedó rastro del campamento. La temperatura ascendía rápidamente, así que algunas personas se acercaron a apagar la fogata.
Unos muchachos de no más de doce años fueron no muy lejos, hasta el afarag o corral y liberaron las vacas, bueyes, los camellos, cabras, ovejas y uno que otro caballo.
Entre todos se dispusieron a cargar a los animales e incluso algunos pudieron subirse para andar el trecho del día montados.
Ivanna observó extasiada los camellos, que eran los que más abundaban. Todos ya iban cargados. Un grupo de hombres adultos arreaba el resto del rebaño y las mujeres cargaban la nimia cosecha que habían obtenido en esa seca estación de lluvias. Todos abrigaban las esperanzas de que al llegar más a la costa algunos de los suyos tuviesen una buena plantación para poderse abastecer.
Los camellos llevaban sobre su joroba unas preciosas sillas bordadas, sobre las cuales ya había un jinete en la mayoría de los casos. Notó que estaban castrados y que llevaban la nariz agujerada. Por los agujeros de la nariz pasaba una cuerda de cuero, la rienda.
Algunos llevaban incluso dos personas y un buen cargamento de cosas, tales como las rudimentarias tiendas, odres de agua, pertenencias de los jinetes y demás.
Alrededor de Ivanna algunas personas ya comenzaban a traspasarse los caballos. Se preguntó por qué hacían eso. Bueno, es obvio también que ella no sabía que hasta doce personas podían ser propietarias de un mismo caballo y que, dependiendo de la cantidad de partes del animal que les perteneciese, tenían que rotar el uso de éste en un mes o tres. Varios habían hecho rotación al iniciar la temporada de lluvias, hacía un mes, y ya tenían que despedirse de su medio de transporte. Algo bastante injusto si se considera que igual tenían que alimentarlo… Eran bienes escasos en el árido desierto.
Las mujeres, en su mayoría, iban montadas en asnos. Los más pobres del campamento, también. Aún así, la mayoría de los mencionados animales iban cargados a más no poder, cada uno llevaba palos, estacas, varios odres de agua y las especias que pretendían comercializar al llegar a la costa.
Un hombre se acercó a Ivanna y le tocó el hombro, la chica viró asustada. Él levantó los brazos, en un gesto de paz y le señaló un camello que sostenía de las riendas, invitándola a subir.
Ella agradeció con un genuflexión de la cabeza e intentó subir, sin conseguirlo. Él la cogió de la mano y le ayudó a impulsarse hasta que la tuvo sentada, completamente segura, sobre la montura.
Él la guió de las riendas y su mirada le indicó a ella que le estaba sonriendo. Anduvieron así hasta llegar a una extensa fila de quizá doscientas personas. Y la caravana comenzó a moverse lentamente al bamboleante, suave y seguro paso de los camellos, asnos y caballos.
Dejaban atrás el sitio donde ellos habían acampado desde inicios de julio en busca de unas buenas lluvias y una buena cosecha. El líder y su clan se aproximaron a la vanguardia y guiaron la caravana a paso seguro. Llegaron a una confusión de dunas, ya apartándose del claro y las montañas de roca sólida en la cual había estado. El viento sopló de este a oeste y la caravana viró según los canales que formaba la arena, pese a estar mezclándose de un sitio a otro.
Bordearon una duna pequeña y enfilaron por detrás de ella, por la parte que ella pretendía cortarles. Siguieron así la cordillera de dunas. Las ondas en la arena les eran conocidas, indicaban la dirección en que había soplado el viento y ellos, conocedores del clima y de los vientos de la época del año en que vivían, sabían guiarse por ellas.
Las dunas del lado norte se volvieron más pequeñas hasta desaparecer. Ni una montaña se veía. El sol golpeó poderoso como siempre. Eran no más de las nueve de la mañana y ya habría quizá veinticinco o treinta grados de temperatura. La luz del astro rey perfiló las sombras de la gente en la arena rojiza del flanco izquierdo. Las dunas y las ondas de la arena se encargaban de deformar esa imagen, entregándola difusa a quienes veían su reflejo. Así lo entendió Ivanna y dejando de mirarse en la arena miró hacia el frente, concentrándose en el camino y los nuevos peligros que habría de enfrentar…

A esa misma hora, pero en la rada de New Providence, Liselot Van der Decken se reponía de la batalla campal que había vivido hacía tan sólo unos instantes. Tomó aire y se observó las heridas. Ninguna era de gravedad, por fortuna. Sus armas estaban gastadas y hubiese mentido soberanamente si hubiese dicho que le quedaba aunque fuese una bala sin usar. La verdad, se le había acabado hace rato.
Alarmado por el ruido y por el desequilibrio que se había producido en el navío con la caída de los botes salvavidas y la retirada de los leales, Lowie Sheefnek subió con los suyos a cubierta. Los piratas también subieron a la luz del sol.
-¿Funcionó?-formuló la pregunta más absurda de su vida.
Jack Rackham le salió al encuentro.
-Aye, muchacho-le dijo palmeándole el hombro amigablemente.
Detrás de Rackham apareció Liselot Van der Decken.
-¡Liss!-Lowie no pudo evitar la interjección al ver a su mejor amiga en semejante estado.
La muchacha estaba cubierta de sangre y polvo. Había permanecido con los piratas durante todo el motín, por eso no se habían visto y él incluso la había dado por perdida.
Corrió hasta ella y la apretó contra su cuerpo. Ambos gimieron de dolor ante el contacto. Él, para distender el ambiente, deshizo el abrazo y la miró a los ojos.
-¿Estás bien?-preguntó preocupado.
-Sí, lo estoy-contestó ella.
-No, no lo estás; estás herida-dijo él, jurándose matar al que le hubiese dejado en esas condiciones.
-¿Qué me dices de ti, Lowie? Igual estás herido-dijo ella, sintiéndose preocupada.
La verdad, es que el aspecto de Lowie era terrible: tenía ambos flancos heridos, un brazo baleado, ardía en fiebre por las heridas, estaba deshidratado y parecía a punto de desmayarse. El frenesí de la batalla había pasado y con él, la adrenalina se iba.
John Morrison subió la escalera a paso cansino. Lucía aún peor que Lowie. A través de la rasgada camisa blanca se perfilaba la espalda lacerada por el látigo. Ardía en fiebre, su frente y sus mejillas rojas y la mirada perdida así lo evidenciaban. Tenía los flancos heridos por cuchillos y un par de balas que no sabía cómo no le habían hecho desmayarse le habían perforado. El sudor le pegaba el cabello a la cara. Pero eso no era lo más terrible: como un collar se perfilaba en el borde inferior de su cuello una fina herida de cuchillo. Estaba perdiendo mucha sangre.
Lentamente llegó hasta Lowie, Liselot y Rackham. Afirmándose los costados se detuvo resoplando. Liss se cubrió la boca completamente alarmada y sorprendida.
Hasta ellos llegó Sheila junto a unos de sus hombres, enfundando campechanamente el arma. De pronto, todos los amotinados y los piratas estuvieron en cubierta.
Sin embargo esa era una batalla en la que no había ni vencedores ni vencidos. No, quizá sí había vencidos y esos no se dividían ni en amotinados ni piratas ni leales, en esa afrenta todos eran vencidos.
A Liselot Van der Decken aquella le pareció la peor masacre que jamás hubiese visto en su vida. Chorros de sangre mojaban y se secaban en las barandillas, los lanzatorpedos, los escudos, las antenas y los mástiles, el piso, las escalerillas, todo. La mayoría de las cosas estaban rotas a su alrededor. Las armas yacían en el suelo tiradas, inutilizables. Había hendiduras por todos lados. Y lo más terrible: los cadáveres de amotinados, leales y piratas se esparcían por toda la cubierta y la muchacha estimó que probablemente así sería a lo largo y ancho de todo el bajel.
Le entristeció enormemente ver cómo los sobrevivientes al motín, piratas y amotinados, se paseaban de un lado a otro con aire lúgubre por entre los cadáveres y se detenían al lado de este o aquel intentando descifrar los rasgos ahora irreconocibles tras la batalla para cerciorarse de que no era alguien querido. Todos guardaban esa esperanza: de que sus amigos estuviesen sanos y salvos en alguna parte del navío. Sin embargo la ocultaban en lo más profundo de su ser, la realidad era más fuerte: si no habían aparecido charlando y moviéndose, habrían de estar muertos.
Le fue imposible describir luego cómo había evitado las lágrimas que le produjo ver cómo algunos piratas y tripulantes del Evertsen lloraban alrededor de varios amigos. Les cerraban los ojos y hacían la señal de la cruz. Hacían como si estuviesen durmiendo. Les hablaban como si estuviesen vivos y sus palabras les fuesen a despertar. Vio en el fondo a Linda Freeman llorar ante el cadáver de un hombre que no era sino su hermano menor, muy querido por ella y que había resultado ser leal a Sheefnek. Pese a la falta de consciencia de él, ella continuaba queriéndole y le rogaba que despertase.
Lodewijk se movió despacio. Las bajas de ambos bandos eran enormes, pero el grupo que contaba con más muertes y heridos graves era el de los amotinados. Se habían visto reducidos a la quinta o sexta parte de lo que en un comienzo habían sido.
Caminó a paso lento por una especie de camino que había entre varios cadáveres. Todos o al menos la mayoría tenían los ojos abiertos y eran de leales a Sheefnek. Miraba sin ver. Liselot le siguió despacio, desde unos pasos por detrás para asegurarse de que no le vería caer.
De pronto un cadáver con los ojos cerrados llamó la particularmente la atención de Lodewijk. Miró el rostro y negó con la cabeza. No, no podía ser. No podía ser que una persona tan inocente estuviese muerta. Se dejó caer de rodillas ante el cuerpo. Liss corrió hacia él, pensando que había perdido el equilibrio. Lowie tomó desesperado el pulso de la persona en frente de él para no encontrarlo.
-Aloin-susurró-. ¡No!-exclamó en un murmullo apenas perceptible.
Gritó como jamás había gritado en su vida. Era un grito de rabia, de impotencia. Apretó los puños, los cuales se erguían al cielo a la altura de los codos pegados al tronco. Liselot se detuvo en seco y contempló conmovida y asustada la escena. Por supuesto que reconoció a Aloin.
Por primera vez en su vida, Lodewijk Sheefnek se atrevió a llorar en público y no en silencio como solía hacerlo a solas, sino que a todo volumen. Lloró desconsolado, porque aunque no quería reconocerlo, quería muchísimo a Aloin y se había jurado a sí mismo protegerlo. No quería reconocerlo, pero lo consideraba un gran amigo, un compañero de correrías. En su tiempo no había querido reconocer que su interés por él iba más allá de querer manipularle para derrocar a Sheefnek. No había querido reconocer que con su inocencia y su ternura, al igual que Liselot, se había ganado su corazón.
Había fracasado miserablemente en su intento por proteger al muchachito dulce, ingenuo e inocente que era Aloin. Liselot se acercó un poco más y puso su mano izquierda en el hombro izquierdo de Lowie. Con la diestra hizo la señal de la cruz con sumo respeto y tristeza. Lodewijk se quedó así un rato: llorando a todo lo que da, con la mano derecha aferrando la mano izquierda de Aloin y la surda afirmando la mano de Liselot.
De pronto comenzó a susurrar una oración católica, lo suficientemente audible como para que Liselot pudiese escucharle pasmada. Desde que se volviese ateo hace unos cinco años, Lowie había renegado todo tipo de cristianismo. Le acompañó, rezando ella también.
Un aullido de pasmo corrió como reguero de pólvora por toda la tripulación. Lowie y Liss voltearon sólo para toparse con un desmayado John que estaba siendo transportado escaleras abajo por dos hombres.
Eso fue demasiado para Lowie; las heridas, el motín, el fragor de la batalla, descubrir a su amigo muerto y ahora quedarse sin líder era más de lo que su cuerpo podía resistir y sin quererlo, cayó en un sueño comatoso. Liss se lo quedó mirando pasmada y sacando fuerzas de flaqueza ordenó a dos más que pasaban por allí que lo llevasen escaleras adentro y le atendiesen las heridas.
¿Dónde estaba Sheila? Ahora que se le necesitaba, no aparecía por ninguna parte. Caminó a tranco rápido, algo raro en ella, hasta Rackham.
-No tenemos líder, la otra jefa de amotinados no sé dónde está y necesitamos atender a los enfermos y sepultar los muertos. ¿Crees que debería dar la orden?-le preguntó entre que tímida y asustada.
-Da la orden, es hora que te prepares para ser su digna capitana-le dijo él sonriéndole.
Sin esperar la respuesta de la pasmada muchacha, se subió en la barandilla y vociferó ante el miedo de ella:
-¡Caballeros, déjense de lloriquear y escuchen a su jefa que tiene algo que comunicar!-y añadió cuando todos se hubieron volteado-. Gracias-e indicó con un gesto de la mano a Liselot que era tiempo de hablar.
-¡Atención todos! Todo aquel que pueda tenerse en pie, de un paso al frente-gritó, no muy segura de lo que hacía.
Tanto piratas como amotinados obedecieron al mandato y, tras ponerse de pie, dieron un paso al frente.
-Uno, dos, tres…-por unos segundos lo único que se escuchó fue el leve murmullo de la voz de Liss que los contaba uno a uno atentamente.
Cuando ya iban a volver a cuchichear entre ellos, ella volvió a tomar la palabra. En total había veinticinco hombres sanos en cubierta, contándolos a ella y a Rackham.
-Bien. Los dividiré en dos grupos. El primero de doce y el otro de once. Los doce que están a la izquierda irán con Jack a curar y cuidar de los enfermos. Los otros vendrán conmigo y me ayudarán a preparar a los caídos para un pequeño funeral y darles sepultura en el mar-indicó.
De inmediato el reducido grupo se dividió en dos y siguieron a sus respectivos líderes.
No fue tarea sencilla para los hombres que fueron con Rackham el hecho de ver tantas heridas que desarmaban sus estómagos, ni tener que limpiarlas ni bajar fiebres ni bajar heridos ni nada.
Al cabo de unas tres horas se habían organizado en turnos bajo el mando del pirata británico para cuidar de las gentes que estaban en las sub cubiertas.
A su vez, los hombres de Liselot descubrieron entre los caídos a varios marineros desmayados y heridos, pero con vida. De inmediato se los llevaron a Rackham, quien se había atrincherado en el comedor para brindar el mayor espacio posible a los enfermos y poder tenerlos juntos para atenderlos.
En el intertanto de ese rato, los hombres bajo el mando de Liselot limpiaron las heridas de los caídos y los adecentaron, sin importar al bando al que perteneciesen en vida. Los limpiaron del polvo. Colgaron crucifijos a sus cuellos y los envolvieron en sábanas blancas que encontraron en el depósito del bajel.
Algunos bajaron a New Providence a conseguir flores y un párroco. Adornaron el bajel con flores blancas y colocaron los cuerpos en fila. La mayoría de los hombres saludables bajo cubierta subió al funeral al cabo de cuatro horas.
Cantaron al inicio el Himno Patrio de Holanda, el Himno de la Zeven Provinciën y el Himno de Inglaterra fue entonado por Rackham y sus tripulantes para venerar a los piratas caídos.
Se procedió a orar, pedir por la recepción de las almas en el Paraíso, a entonar cánticos religiosos y a dedicar palabras a los fallecidos.
Luego, dos hombres, uno del Evertsen y otro del Tresaure se acercaron a la fila. Las sábanas estaban acomodadas de tal modo que permitían ver los rostros. El primer caído era un amotinado del Evertsen: Aloin. Liselot se acercó a la borda y dedicó unas palabras al muchacho. Cuando terminó, el párroco arrojó agua bendita al rostro del chico, hizo la señal de la cruz en la frente y tapó la cara con la sábana. Los dos hombres arrojaron el cadáver al agua, la cual chapoteó suavemente. Luego venía un pirata del Tresaure, la única variación fue que ahora Jack Rackham fue quien habló a su tripulante, no Liselot. Así fue hasta que concluyeron con el último.
Los asistentes, vestidos con las mejores galas que tenían de uniforme, se repartieron las flores y comenzaron a arrojarlas al mar. Los cuerpos flotaban, las flores le seguían, se hundían y desaparecían, polvo en el viento eran. Que el hombre recuerde que del polvo viene y al polvo volverá.
Con ese pensamiento, Liselot Van der Decken regresó a su camarote y se miró al espejo. Se encontró cambiada. ¿Quién era ella ahora? No se reconocía. Y la única respuesta que encontró viable para darse a sí misma era que ella era alguien que solía conocer… ya no lo era. Había cambiado tanto que ya no se conocía a sí misma. Tenía mil facetas, mil aristas que le tomarían muchísimo tiempo reconocer, modelar y aceptar. Solía ser dulce, infantil, alocada e inocente. Completamente reconocible y simple de carácter. Ahora era toda una guerrera, una marinera digna de la Zeven Provinciën que le había denegado un lugar en su dotación. Era una líder nata que peleaba en un motín con tal ferocidad que era imposible reconocer a la chica tierna que solía ser. Ya no era de juegos, había madurado. Su personalidad ya no era sencilla de entender y hasta su aspecto lo revelaba.
Algo similar sucedía con su hermana Ivanna a esa misma hora, al mediodía. Con el campamento Tuareg se habían detenido a almorzar. Pensaba quién era ella, era alguien que solía conocer y era algo desesperante no reconocer la personalidad que solía atribuirse con tanta naturalidad en sí misma. Solía ser arrogante, irónica, burlesca y frívola. Ahora sin embargo estaba viviendo austeramente, pasando hambre y calor, viviendo con gente que no conocía y le merecía respeto, implorando por su vida hacía tan sólo unas horas. No se quejaba, no tenía cara para quejarse y eso era lo que más la extrañaba. Se esforzaba por complacer a los demás y eso la volvía irreconocible.
Aliet almorzaba a esas horas en el cuarto de sus gemelas y se planteó la misma cuestión y llegó a la conclusión de que era alguien que solía conocer. Lo más triste era ser una psicóloga, cambiar y ser incapaz de reconocerse. Solía ser ejecutiva, una buena madre, alegre y paciente, amable. Ahora había pasado por todos los matices de la depresión y la culpa hasta llegar a ser ahora alguien dependiente del humor de su hija Sophie, triste y de un profundo sentimiento de culpa por lo que había sucedido. Una persona apagada.
Algo similar se podía aplicar a Sophie. Había pasado de ser una chica alegre, bromista, dulce y de un fuerte humor sarcástico y contagioso, a ser una muchacha apagada y que vivía aterrorizada por los matices de su enfermedad que había relegado su consciencia hasta donde ni ella misma la veía. Su madre decía que no la conocía, que era alguien que solía conocer.
Lo mismo se aplicaba a Niek, quien había pasado de ser el activo Almirante del Evertsen a un cadáver en el fondo del mar.
Cualquiera que hubiese visto al clan Van der Decken ahora hubiese sonreído triste y hubiese dicho “Ellos son alguien que yo solía conocer”.

Texto agregado el 03-02-2014, y leído por 123 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-02-2014 leído kpalomar
03-02-2014 No he ledo lo anterior. Entré por curiosidad. Aprecio la simplicidad de tu escritura, en el sentido de precisión en las frases; digamos se va al hueso. Buen camino para tu joven edad. kpalomar
 
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