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Jeremías no estaba ya para esos ajetreos. Pasaba de los setenta y lo traían del tingo al tango con el relajo de las posadas. El asunto había empezado desde el día de la virgen, cuando su esposa Clodomira lo había sacado de la pulquería “Las Babas” para que fuera a limpiar el altar de la morenita pegado a su casa de tabiques reciclados, donde convivían en armonía siete figuras de la virgen, que eran una y la misma Virgen de Guadalupe.

Así pues, Jeremías ni siquiera había saboreado como se debe el último curado de guayaba que el Guascas le sirviera en un tarro generoso, y debió alejarse resignado tras su furibunda esposa, que era de armas tomar, dispuesta a cumplir hasta sus últimas consecuencias sus deberes de fiel católica.

Ya lo esperaban unas señoras y varios teporochos ufanos en el acarreo de agua y flores. Alguien descubrió que habían violado la caja de las limosnas, por lo que mandaron a Jeremías a que trajera un candado que de veras sirviera. El viejo regresó después de una hora con un ejemplar macizo con el logotipo de un sujeto bien mamado con la mitad del cuerpo en forma de llave: era “El Gato”, el único a prueba de ratas.

A alguien se le ocurrió ir por una imagen de San Juan Diego que había pintado como manda, y que ya hasta había sido bendecida por el padre Tomasito. Las señoras vieron la efigie del indio de rostro hinchado y pelos hirsutos sobre el labio superior, y rehusaron incluirlo en el altar alegando que apenas y había espacio para el Niño Dios.

Las mujeres se fueron a dormir después de las mañanitas y del rosario, y Jeremías se quedó a montar guardia con los otros. Como el frío estaba bien cabrón, le dieron fuego a una olla de ponche que rezumaba tequila Jimador, con la grabadora prendida a todo lo que daba. A alguien se le ocurrió poner “El mono de alambre”, y como a varios no les causaron gracia las mentadas de madre implícitas en la canción, se trabaron a trompones, de modo que Jeremías amaneció crudo, descalabrado y con la chamarra de cuadros llena de manchas alevosas.

A los pocos días siguió el asunto de la posada. Tuvo que ir con Clodomira al mercado, donde lo cargaron como burro con jícamas deformes, mandarinas fofas, tejocotes atiborrados de gusanos, cacahuates enmohecidos y hasta naranjas con cáscaras de cuero. Todo, de lo más barato, para que alcanzara.

Como si no bastara con eso, también le enjaretaron unas ollísimas prietas llenas de grietas, con las que harían las piñatas.

Llegando a la casa Jeremías no se aguantó las ganas y le entró a una anforita de Don Pedro, a la que siguieron “nomás otras dos”; de manera tal que amaneció con una cruda de condenación que no se pudo curar por orden expresa de Clodomira, encabronadísima con el “vicio maldito” de Jeremías.

Así las cosas, en la tarde Jeremías debió cargar unos peregrinos inmensos, que le confirieron a su rostro todos los colores del espectro solar. Y encima de los cohetones y las palomas que parecían detonarle en las orejas, varios buscapiés sorpresivos lo sobresaltaron con si debiera la vida de cincuenta y cuatro monitos tarseros.

El suplicio no había terminado. Cuando apenas se tendía en el petate luego de curársela con alcohol del noventa y seis rebajado con Pepsi, y mientras acomodaba el ánima en el pellejo, Clodomira llegó como alma escapada del Purgatorio: que rápido, que se estaban robando la piñata.

El caso era que un grandulón había hecho trampa a la hora en que le amarraron el paliacate, por lo que le metió sus buenos fregadazos a la piñata, de tal modo que los demás tuvieron que apresurar el canto de “ya le diste una, ya le diste dos, ya le diste tres y tu tiempo se acaboó…” Pero fue inútil. El chamaco rompió la olla y se apropió de la mayor parte entre empellones contra los demás niños, abrazándose a ella como si en eso le fuera el honor.

Así que Jeremías tuvo que tomar medidas drásticas. Le sorrajó tal chingadazo, que al chavo hasta le brincaron las lágrimas de la pura inercia de la acción.

Jeremías sujetó la olla y esparció su contenido entre los chiquillos, que de inmediato olvidaron el incidente, lidiando sobre el suelo en busca de las frutas y colaciones revueltas en confeti.

El viejo dio la vuelta con la dignidad de un Pope bizantino y ahora sí se fue a jetear, pues debía agarrar fuerzas para matar a un guajolote garraleto que desde días antes no lo dejaba dormir; pero no por venganza, sino para la cena de Navidad.

Texto agregado el 29-01-2014, y leído por 320 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
29-01-2014 Increíble este texto tan bien redactado y utilizando un discurso tan autóctono y popular. Lo disfruté muchísimo!! Clorinda
29-01-2014 Mexicano, verdad, necesito un candado de esos FEHR
29-01-2014 Eres muy bueno para arrancar el folclore del pueblo. Es como ver escenas de mi infancia. Cuánto tengo que aprender, afortunadamente eres pródigo. un abrazo. umbrio
29-01-2014 Buen texto, felicitaciones. Fue un plaser leerte. Saludos. esclavo_moderno
29-01-2014 Riquísimo texto amigo, el buen Jeremias cumplidor, como no. Ahora a retorcerle el pescuezo al pipil. Cinco aullidos felices yar
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