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Mientras iba subiendo por la estrecha escalera de cemento, hacia la sala de proyección, sabía que entraba a un universo mágico. Desde allí se proyectaba otro mundo para toda la gente que abarrotaba el cine. Un cine ubicado en plena plaza de armas de la ciudad, con capacidad entre la platea y la galería para dos mil personas. Simplemente se llenaba el cine. Venían personas de los distritos cercanos: Acobamba, Palca. Venían en la línea San Pedro, unos buses marca Ford, pintados de color rojo y azul. Los choferes dejaban dos o tres buses estacionados cerca de la plaza y también entraban al cine, junto con sus pasajeros. Al término de la última función, regresaban a sus lugares, comentando entre bromas y chanzas la película de turno.

Cuando traspasabas la puerta metálica de la caseta de proyección, entrabas al reino de Hugo, el operador oficial. Era un hombre de una edad indefinible, a pesar de su incipiente calvicie y su mirada entre burlona y bonachona. Fumaba interminables cajetillas de aquel cigarro nacional “Inka” sin filtro. Su ayudante: el chino, un muchacho de unos 23 años, lo ayudaba con la presteza que tiene alguien que desea aprender todos los secretos del oficio. Aunque muchas veces, lo traicionaba su afición al trago y más de una vez lo dejo plantado. Lo suspendían una y otra vez, pero siempre lo volvían a admitir.

Las películas de 35 mm de aquella época, venían en unos fardos que contenían unas 6 a 8 latas de películas. Si eran de largometraje podías llegar a 9 o 10. Las películas para la función del día siguiente, pasaba por la meticulosa revisión de Hugo, y allí lo veías de pie frente a la rebobinadora, revisando a contraluz la película, con una habilidad extraordinaria para hacer girar la manizuela e ir avanzando y retrocediendo a su gusto. Y dónde había un problema, procedía a hacer el corte con una pequeña tijera, hacía un corte limpio, luego usando una hoja de afeitar guillet, raspaba los bordes y los unía usando acetona. Aún puedo sentir ese olor peculiar en el aire. Los fines de semana, cuando se exhibían dos películas en la función de matiné el trabajo era más arduo.

Cuando entraban a la caseta, su santuario, dónde Hugo y su ayudante eran amos y señores. Se colocaban unos mamelucos y prendían las luces del cine, colocaban un buen Long play y la música iba invadiendo la inmensa platea y galería del Cine. Luego sacaban los dos primeros rollos de película y lo iban colocando en la máquina de proyección: una RCA Super-Simplex de 35 mm, colocaban los carbones en sus respectivos lugares, ubicaban la película en la parte superior y luego jalando de un extremo de la película la iban colocando entre los engranajes de la máquina, perillas, piñones, sprockets y otros mecanismos y al final lo enganchaban en el plato inferior de la máquina. La máquina estaba lista para funcionar. Se apagaba la música, se alzaba el telón, luces afuera y se empezaba la proyección. Y de una manera casi mágica, el público empezaba a ver desfilar frente a sus ojos a sus artistas favoritos. Durante una hora y media o más. Todos se olvidaban de sus problemas, de sus pequeñeces y miserias y se zambullían en el mágico mundo del séptimo arte. No había nadie que los sacara se esa suerte de viaje maravilloso a un mundo donde al final casi siempre ganaba el joven de la película.

El mundo mágico del Cine, de las épocas de las diferentes películas. Las seriales, dónde cada domino se pasaban un capítulo y luego continuaba el siguiente domingo.



Las antiguas películas de vaqueros norteamericanas, los western italianas, cine Hindú, películas de artes marciales, cine mexicano, en fin una serie de épocas y etapas de películas.



Cuando llegaba la Semana Santa, bajaban las comunidades campesinas ubicadas alrededor de la ciudad para hacer las famosas alfombras de flores en las calles de la ciudad y en esos días se solían pasar ya no las tres funciones habituales, sino 5 funciones por la enorme afluencia de público. Y las películas preferidas por ese público campesino eran las antiquísimas películas en blanco y negro y muchas veces mudas de la Vida y Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.





Cuando habían huaicos y se interrumpía la llegada de las películas a la ciudad, entonces se teníamos que alistar las 10 0 15 fardos de películas que teníamos acumuladas, buscar una camioneta y en compañía de unas 7 personas hacer el viaje, hasta donde el río se había llevado el puente. Allí dejábamos estacionada la camioneta, cada uno se echaba al hombro un fardo de película que pesaba por lo menos sus 20 a 30 kilogramos y a trepar varios centenares de metros hasta llegar a la línea férrea que corría muy arriba, luego seguir la línea del tren, atravesar un par de túneles y a ratos caminar al borde de precipicios que acobardaban al más osado. Luego nos encontrábamos con los que venía de la capital con nuevas películas y hacíamos el intercambio. Y volver a hacer el camino de regreso. Todo ello para que la función no se interrumpiera, para que nuestro público se escapara de sus vidas rutinarias y aburridas y pudieran gozar de la magia del cine. Y así se hizo durante 50 años o más, todos los días en tres funciones diarias.





Durante la época de lluvias, mientras afuera sonaban los truenos y la lluvia golpeaba fuertemente las calaminas del cine, nada importaba…todos estaban ensimismados en la trama de la película.



Cuando el haz de luz de la máquina de proyección lanzaba sobre el inmenso écran del cine, todos, absolutamente todos, nos transportábamos a otro mundo. Atrás quedaba el universo chato, mísero de cada persona. Por casi dos horas, éramos parte de ese mágico mundo que se desplegaba en la pantalla. Nada ni nadie podía quitarnos ese pequeño placer, esa evasión que nos brindaba esa enorme máquina Super-Simplex que se encargaba día tras día, en tres funciones diarias de pasar kilómetros de películas. Hugo, sentado en un banco alto, junto con su ayudante el chino, dirigían todo desde su inaccesible e impenetrable reino: la caseta de proyección.

Texto agregado el 18-01-2014, y leído por 128 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-01-2014 Imaginé y disfruté la historia paso a paso. Bello relato. ***** girouette-
 
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