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Hace mucho, mucho tiempo, en el poderoso y extenso reino de Quito, vivía Jaki, princesa otavalina hija menor del gran señor Capac Wari, cabeza de los territorios de Cayambe, Carange, Caranquis y Otávalos, tierras privilegiadas del reino. Era una mujer delicada, de piel suave, cobriza como el color de las tierras bajas de los valles. Sus ojos parecían dos llamaradas del volcán Pichincha, sus trenzas dos cascadas de agua brillante en noche de luna. Sus virtudes y el halo de misterio que emanaba de su mirada le ganaron el amor del pueblo. Causaba regocijo entre los habitantes del reino que no podían dejar de admirarla cuando pasaba ante sus ojos llevada en litera de oro por sus súbditos.

Poseía todo lo que una mujer desearía tener: belleza, poder y riqueza; belleza para atraer la atención de todos los varones, poder para decidir sobre el destino de su pueblo y riqueza para ser dueña de todas las tierras que aparecieran ante su vista. Pero había algo que ella no podía comprar, que no se adquiere ni siquiera con toda la riqueza del universo: el amor. Jaki carecía de alguien a quien entregar su corazón. Ella sentía que ese sentimiento era la fuerza más poderosa sobre la tierra, tanta como el fuego interminable de los nevados y el calor inacabable del suelo que observó alguna vez en “el valle de los volcanes”.

No era feliz y la tristeza invadía su vida. La gente la llamaba “la princesa triste”. Sus hijos Omali y Duna, aliviaban su nostalgia… los amaba, por ellos seguía viviendo la ficción de su vida.


Jaki se había casado con Titu Kusi, cacique de los Caranquis, hombre guerrero y valeroso. Su matrimonio fue arreglado por sus padres desde su niñez. Las razones del reino, el amor y respeto a su padre decidieron el matrimonio. Nunca pudo amar Jaki a Titu Kusi. Alguna dama de su corte le dijo que tuviera paciencia, que el tiempo haría que el amor nazca en su corazón, la consejera añadió que debía conocer primero las bondades que poseía su esposo, que eran muchas. No demoró en darse cuenta que ese consejo no contiene la verdad ni es útil cuando se tiene un corazón apasionado como el suyo. Entendió con el tiempo que el amor trata de virtudes y bondades pero que es sobre todo magia y sensaciones indefinibles que nacen con la mirada inicial, con las primeras palabras. Supo que el amor no crece si no tiene la semilla instalada en el corazón, que es una fuerza invisible que no tiene explicación racional. Que aparece el rato menos pensado, el instante menos esperado envuelto en las formas más extrañas e imprevistas.

Nunca pudo desarrollarse entre ellos el vínculo que une a los amantes eternos, apenas un cariño tenue unido por el crecimiento de los niños siempre radiantes. Titu Kusi permanecía con frecuencia ausente del palacio guerreando en las fronteras del reino. Cuando retornaba de sus campañas continuaba ocupado en sus ejércitos y visitando sus territorios extensos. Apenas veía a sus dos pequeños hijos. Con los años la alegría de Jaki se marchitó, su sonrisa se tornó apenas en una mueca triste que todos veían y comentaban. Lloraba en silencio por las noches; dejaba a los niños en sus habitaciones y se sentaba en el ventanal de su aposento frente a la cordillera oscura recortada en el horizonte por la luz de la luna. Miraba las estrellas y derramaba lágrimas de pena y ausencias. Entonces su rostro se dibujaba contra los colores del cielo y el agua de sus lágrimas regaba un jardín de quinuales que florecían bajo su ventana.

Omali y Duna, dos preciosos y obedientes pequeños la acompañaban con frecuencia en sus viajes por el interior del reino visitando los dominios que heredaría de su padre. Gozaban de esos viajes, conocían cada día nuevos climas, animales exóticos y territorios extensos que se perdían en el infinito. Jaki los cuidaba con amor y se ocupaba personalmente de su aprendizaje. En esos viajes la mirada de Jaki se perdía en el horizonte tratando de escuchar a los espíritus de los volcanes contestándole acerca de la interpretación de su existencia. Esas voces nunca pudieron explicarle las razones que ella pedía. Les preguntaba por qué el extravío del amor para ella cuando otras mujeres del reino con menos poder y belleza habían logrado hallar al hombre de sus sueños. Los espíritus que daban vida a los volcanes hablaban con su voz de trueno y fuego:


- No sabemos gran señora, las razones por la que no pudo encontrar el amor…

Ella callaba y los espíritus terminaban diciéndole.

- Nunca es posible saber las razones de la existencia, tampoco podemos saber de su destino. Cada uno hace y construye sus tristezas y felicidades. Está en sus manos cambiar su soledad por compañía. Solo sabemos que su vida cambiará si usted lo desea, gran y amada señora.

Titu Kusi se enfrentaba en esos días a una nueva campaña guerrera. Esta vez las luchas eran en el sur del territorio, espacio de los temibles incas quechuas con quienes mantenían continuas disputas en las fronteras que dividían sus naciones. Llegaron informes a la corte que el poderoso Inca Whayna Qhapaq se había puesto a la cabeza de su ejercito para dirigirse hacia el territorio del reino quiteño y ampliar sus dominios por esas fronteras. Partió desde el Cusco, ciudad de leyenda que decían aumentaba el brillo del sol con las planchas de oro que cubrían las paredes de las casas y palacios. Afirmaban los viajeros que la habían visitado que era tanta la luminosidad del oro que enceguecía a los visitantes desacostumbrados.

El ejército imperial era comandado por el general Humaq Sinchi, apuesto y experimentado guerrero que ansiaba alcanzar mayor fama y prestigio conquistando los territorios del reino de Quito propiedad de Capac Wari, gran señor, padre de Jaki.

La campaña fue sangrienta y los incas cusqueños se acercaron a muy poca distancia de la fortalecida ciudad de Quito, orgullosa capital del reino nunca conquistada por ejército alguno. Las fuerzas principales se posicionaron en el cerro que ahora se conoce como “el panecillo”, elevación hacia el sur de la ciudad. Desde allí enviaban a sus soldados de avanzada por el camino que conducía hasta el palacio principal por calles que hasta hoy pueden caminarse. Encontraron los cusqueños siempre la defensa cerrada y valerosa de los soldados quiteños y sus capitanes. El sitio duraba ya varias semanas y las batallas se sucedieron una tras otra sin dar la victoria definitiva a ninguno de los dos ejércitos. El Inca Whayna Qhapaq impaciente solicitó refuerzos al Cusco. Ordenó que el ejército de sus fronteras del Este se dirigiera hacia Quito. Fue después de esa decisión y seguro de su triunfo que señaló se organizara una delegación que impusiera la rendición de las fortalezas quiteñas. A la cabeza del grupo puso a Humaq Sinchi, su valiente y experimentado general. Con banderas y señales de paz la delegación se dirigió a la ciudad donde fue recibida en su palacio por Cápac Wary, quien dispuso que recibieran a la comisión de paz con respeto y consideración.

Cuando el general ingresó al palacio real observó la exquisitez y lujo en el que vivía la corte. Oro y piedras preciosas adornaban el vestido del monarca. A sus costados ricamente ataviada con finas vestiduras, joyas y metales preciosos… su hija Jaki y su esposo Titu Kusi, herederos al trono. Humaq Sinchi inclinó la cabeza ante el señor de los reinos de Quito. Al erguirse, su mirada se cruzó con los ojos llameantes de Jaki que lo observaba con disimulo. Fue solo un instante que sus miradas se detuvieron para observarse. Fue suficiente. El diálogo de sus ojos fue fugaz, incandescente. De sus corazones surgieron voces escondidas, que se oyen nada más cuando se habla de sentimientos intensos. Ella se dio cuenta que estaba viviendo el momento que nadie sabe cuando llegará: el instante del amor. Observó la mirada de Humaq y vió en ella todos los sentimientos, todas las virtudes que buscó en un varón por tanto tiempo. No necesitó ver más de él para saberlo, su corazón le indicó que estaba frente al ser que siempre imaginó. Se dio cuenta que Humaq poseía en su piel las señales que siempre había soñado observar. Serenidad, temeridad, paciencia y valor se asomaban por su mirada.

Jaki desvió su rostro cuando se dio cuenta que sus reacciones no eran adecuadas a su investidura, con súbditos observándola y con su esposo parado junto a ella. En medio de su desorientación Humaq, con voz grave varonil, empezó a hablar y envolvió a Jaki en sensaciones de ensoñación nunca conocidas por ella:

- Señor de los reinos de Quito, admirado y valeroso señor - dijo Humaq-, vengo con el mensaje de paz de mi gran Inca y amo: Whayna Qhápac que no quiere causar más daño que el producido hasta hoy. Guerreros nuestros están arribando de muy lejos para reforzar a nuestras fuerzas e iniciar la batalla final. Habrán muchos muertos, señor. Queremos evitarlo
- General, -contestó imponente, altivo, Cápac Wari -, nosotros no acostumbramos rendir nuestras ciudades. Peleamos por ellas para triunfar o morir.

Luego de estas palabras un silencio total ganó la gran sala del trono. Cápac Wari, concluyó:

- Dígale a su señor que he escuchado su deseo pero nosotros defenderemos la ciudad y venceremos.
- Lamento señor la decisión, -dijo Humaq, el general, sin dejar de observar la belleza de Jaki, que no lograba disimular su turbación-, es nuestro deseo que usted salve la vida de tantas mujeres y hombres valerosos que serán nuestros mejores aliados en el futuro.
- Es todo lo que tengo que decir, -señaló tajante el señor de los reinos de Quito, indicando con un gesto imperioso de sus dedos que su tiempo había terminado. Jaki, Titu Kusi, -dijo alzando la voz- acompañen a los visitantes hasta las puertas de palacio

Humaq inclinó la cabeza de nuevo y se retiró seguido de sus capitanes y embajadores.

Humaq se retiraba sintiendo culpa de haber fracasado en su misión pero con el corazón desbordado de ilusión por caminar junto a Jaki. Era la oportunidad de hablar con ella. Recorriendo los pasillos del palacio sus figuras se confundían reflejadas en los espejos de oro y plata que adornaban las paredes, mientras se encaminaban hacia las escalinatas exteriores. Fue el momento en el que Humaq, escapando de la mirada de Titu Kusi, sacó de su fino y multicolor manto de lana de vicuña una bolsa donde guardaba la coca para sus ceremonias religiosas y se la entregó a Jaki. Ella no rehusó el obsequio, miró a los ojos de Humaq con ansiedad y mantuvo el regalo en su mano tensa. No pudieron intercambiar palabras, solo acudieron al mensaje de sus almas que se decían que el milagro del amor había ocurrido.

Se despidieron de acuerdo a los ceremoniales establecidos para la ocasión y descendieron por las escalinatas del palacio. El corazón de Jaki sintió que con Humaq se iba una ilusión, una sensación de haber volado hacia el amor, de haber besado sus labios. Vio el rostro de Titu Kusi, observándola preocupado.

Humaq hizo el camino de retorno a su elevado campamento, pensando, recordando los detalles de su misión y reteniendo en sus recuerdos la mirada de Jaki, su rostro, sus dedos recibiendo el tejido con las hojas sagradas. Sentía de nuevo las sensaciones que le había producido conocerla. Su voz delgada y penetrante despidiéndolo en las escalinatas del magnífico palacio resonaba en sus oídos. Pensaba en lo que tenía que hacer para volverla a ver.

Informó a Whayna Cápac de su misión y le pidió le autorizara un ataque nocturno al palacio del señor de Quito que –dijo- estaba seguro debilitaría las defensas del adversario.

- Señor, déjeme ingresar al palacio de Cápac Wary. Traeré hasta aquí a Titu Kusi y a su esposa Jaki.

El Inca, pareció no comprender...

- Explica tus pensamientos, general - le dijo el Inca
- Si, mi señor, a cambio de la libertad de ambos el señor de Quito evitará seguir en la lucha y rendirá su reino.

El Inca luego de escuchar la idea tornó su mirada hacia su padre el sol que se ocultaba en el horizonte. Reflexionó un instante y contestó a su general:

- Estamos a las puertas de recibir guerreros invencibles. No es conveniente desatar las iras del señor de Quito. El preferirá sacrificar a sus herederos y conservar su reino intacto. Evitemos un disgusto que lo haga enfurecer y torne más difícil y sangrienta nuestra victoria.

Humaq aparentó entender las razones, quedó en silencio pensando que sus planes de traer a Jaki hasta su campamento no estaban equivocados, que esta vez su amado Inca estaba errado. Su plan, pensó, serviría para atender los intereses de su Imperio y también los suyos, sus sentimientos. Su experiencia de guerrero de mil victorias le decían que sería muy difícil vencer las extraordinarias defensas quiteñas que había observado de cerca. Y además no podía dejar de pensar en los llameantes ojos de Jaki, en su rostro triste, su voz de matices misteriosos y en el amor que había suscitado en él. Tenía que volverla a ver antes de la batalla final. Nunca una mujer había logrado despertar en él las sensaciones de esa mañana.

Caminó por los alrededores del campamento hasta llegar a un lago cercano. Sus aguas celestes como el cielo se hallaban rodeadas de empinadas elevaciones coronadas de nieve. Se sentó en las orillas pensando en la manera de llegar hasta ella para escuchar su voz y sentir su presencia. Mirando su rostro en el espejo celeste de las aguas tomó una decisión que sellaría su destino. Retornó al campamento y reunió a sus capitanes. Les dijo que había decidido ir al campo quiteño y raptar a Jaki princesa del reino y a su esposo Titu Kusi. Sus capitanes se miraron extrañados. Les explicó las razones. Les dijo que así evitaría un derramamiento de sangre inútil y que el Inca, siempre justo, apreciaría los resultados de ver terminada la guerra sin más sangre derramada.

Los capitanes luego de unos minutos de indecisión decidieron seguir a su intrépido general y planearon la operación que se ejecutaría esa misma noche. En medio de la oscuridad un grupo de guerreros selectos burlaron la vigilancia de las primeras líneas de defensa y se introdujeron por los muros del palacio hasta llegar al salón donde esa mañana conociera a Jaki. Allí se hicieron de dos rehenes que los condujeron hasta los aposentos de Titu Kusi y Jaki que dormían en habitaciones separadas. Cubrieron sus rostros y fueron sacados de palacio sin que nadie se diera cuenta del hecho. Todo había sido meticulosamente ejecutado. Retornaron al campamento. Quitaron las cubiertas de los prisioneros. Humaq se encargó de sacárselas a Jaki. Sus miradas se cruzaron por largos instantes expresando sus sentimientos en silencio. El tocó su cabellera y acercó su rostro al de ella. Se retiró ordenando que liberaran de sus ataduras a Titu Kusi, su esposo.

Instantes después, advertido de los hechos, apareció el Inca en medio de la tienda real.

- ¿Qué significa todo esto general Humaq Sinchi?, bramó el Inca, intuyendo lo que había sucedido. ¿Me quiere explicar de inmediato quienes son estos señores?
- Son los herederos al trono del reino de Quito, señor. La princesa Jaki y su esposo Titu Kusi, señor.

Humaq de inmediato se dio cuenta por la expresión del rostro, que el Inca no perdonaría la desobediencia de sus órdenes. Reparó en su error. El señor del imperio no podía ser benévolo en medio de una guerra y ante la presencia de todos sus generales. Esperó lo peor.

- General ha desobedecido mis órdenes. No importa lo exitoso que haya sido en su intrépida acción. Incumplió mi decisión.
- Perdone señor mi acción, tome mi vida si es necesario pero entienda que lo hice por servirlo mejor, por evitar más muertes y por el amor de la princesa Jaki, que robó mi corazón ayer en su palacio. Entiéndame señor y luego haga lo que deba hacer.

Jaki, que observaba la escena, no pudo contener sus emociones y se desvaneció sobre los lujosos mantos que cubrían el suelo. Humaq, muy cerca de ella, acudió a auxiliarla cuando observó que se desplomaba. Titu Kusi, el esposo, confundido, inmóvil, con el rostro pálido y ausente, empezaba a entender lo que estaba sucediendo. En segundos se liberó de sus captores y arremetió contra Humaq que sostenía a Jaki entre sus brazos. Mientras Humaq la cubría con su cuerpo la guardia del Inca reaccionó con rapidez, atacando a Titu Kusi con sus makanas y dándole muerte en segundos. Cuando Jaki recobró el conocimiento observó el cuerpo de su esposo tendido en medio de la gran tienda, al pie del Inca. Se acercó a cerrarle los ojos dándole un beso en sus mejillas ensangrentadas. Lloró en su regazo invadida por sentimientos de angustia y esperanza.

El Inca sereno, que había superado los momentos de violencia protegido por su guardia y sin perder su señorío y majestad, volvió a hablar:

- General, lo condeno a pagar su desobediencia. Usted nunca más podrá comandar un ejército imperial ni volver a la ciudad del Cusco. Lo destierro de por vida. Se dirigirá hacia las tierras del norte lejos, muy lejos, donde se oculta mi padre el sol. Allí vivirá hasta su muerte. Le otorgo esta oportunidad en pago a sus servicios y a la valentía que siempre demostró en todos sus actos. Usted merecía la pena de muerte.

Humaq escuchó las palabras del Inca en calma, replicó:

- Señor amado, hijo del sol, nada hice sin pensar en el bienestar del imperio. Reconozco mi error y pagaré por ello. Me iré resignado sabiendo que he conocido el amor y que él me acompañará por el resto de mi vida, esté donde esté, camine por donde camine.

Jaki que escuchaba la sentencia habló con el rostro de Humaq muy cerca de ella.

- No mereces ésta pena, Humaq, general cusqueño. Si yo fui la causa de tu coraje y arrojo, quiero yo caminar contigo hacia esa tierra desconocida. No dejaré que te vayas solo ahora que te he conocido.

El Inca abandonó la tienda y dejó en manos de los servidores que su orden se cumpliera.

Al atardecer una delegación de la corte imperial acompañaba al general invencible a despedirse de sus soldados y capitanes. Junto a él Jaki y sus niños Omali y Duna. Luego se dirigieron hacia los caminos que se perdían en las cordilleras, siguiendo la ruta del sol. Sentía paz interior, tranquilidad. Sus años de experiencia y sus conocimientos de la vida le habían enseñado a nunca arrepentirse de sus actos si son motivados por la verdad, la sinceridad y el amor; que siempre había una mañana nueva al día siguiente. Jaki caminaba a su lado tomada de su brazo, lenta, con el rostro mostrando tensión e ilusión en el futuro.

Se detuvieron en las orillas del lago. Se abrazaron los dos y se sentaron al borde de las aguas. Mientras los niños jugaban por los alrededores Jaki y Humaq derramaron lágrimas de pena y felicidad. Dos sensaciones distintas pero congruentes en ese instante en que sus vidas se habían visto sometidas a cambios intensos en corto tiempo. Los súbditos de la corte que veían se cumpla la sentencia, observaron que el agua se tornaba roja a medida que los amantes derramaban sus lagrimas en las aguas celestes.

“¡Yawarcocha!”, “¡Yawarcocha!” exclamaban, admirados.

Calmados los dos seres solitarios, señalados por el amor, junto a los niños, partieron sin voltear la mirada, hacia las tierras del norte, hacia el valle de los volcanes, territorio que a Jaki siempre le había parecido su morada natural. Allí hicieron su hogar, fundaron una dinastía y vivieron juntos hasta su muerte.

Los viajeros que hoy visitan el lago oyen que el nombre “Yawarcocha” se conserva como también el color rojo de sus aguas. Algunos, que aún poseen la mirada y el corazón de niños, afirman haber visto en el fondo del lago el hogar que los dos amantes construyeron con sus lágrimas. Observan que Omali y Duna juegan protegidos por el amor, junto a peces dorados teñidos por las eternas aguas de color rojizo.








Texto agregado el 18-01-2014, y leído por 231 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-01-2014 Amigo Hugo, qué narrativa tan bien estructurada. Cuántas imágenes bien elaboradas para homenajear a los dos personajes principales de esta hermosa historia que fue tejida como las joyas de filigranas tan exquisitas que elaboran en Quito. El vocabulario de altura, como nos tienes acostumbrados, y obvio que hubo documentación para recrear una historia tan excelsa. Te felicito Hugo y mis respetos por tan digna creación. Un re abrazo. SOFIAMA
18-01-2014 Lindo texto, y una leyenda mejor que la conocida para Yahuarcocha, que es lago de sangre, por una masacre que tuvo lugar ahí. Creo que me siento un poco Jaki. PiaYacuna
 
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