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Inicio / Cuenteros Locales / CabezaPerdida / Narraciones de Becaza Didarep, Parte I

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Una vez hace muchos años, un fanático devoto de aquel legendario anciano llamado Azabec Dipreda, consiguió llegar a una pequeña cueva oscura que colgaba bajo la sombra imponente de un extenso acantilado. Allí, deslizándose entre rocas húmedas y paredes frías, alcanzó una zona desgastada y hundida, donde unas arrugadas hojas del color del ámbar se iban deshaciendo sobre las piedras. Algunas letras se habían desparramado por el suelo y, así, parte del texto se había fundido sobre el terreno rocoso, como marcas entintadas que nunca se borrarían. El joven se arrodilló, con una vela negra derritiéndose sobre su mano y observó las letras, la caligrafía, la curvatura de las íes y el grosor de las eles. Aquello, como había predicho un antiguo cuentacuentos, eran sin duda, las hojas del diario de un viejo poeta, que narraba en sus versos melancólicos, algunos de los encuentros más increíbles que tuvo con el anciano. Las leyendas contaban que aquel poeta había sido el único capaz de afirmar el hecho de haber observado algo que fue capaz de truncar el camino interminable que el viejo había emprendido hacía añares, y que ese relato descansaba en aquel oscuro rincón del mundo. Becaza Didarep se hacía llamar el poeta, y por aquel entonces vivía solitariamente bajo el pie de una montaña violácea, refugiado entre las cuatro paredes de una casa de madera de roble. Su pluma escribió lo siguiente:


“Los copos de nieve caían aquella tarde sobre mi tejado y traían consigo la aureola fría de las alturas. Empujé la puerta con la delicadeza propia de los sueños de un poeta, y me enfrenté a los páramos helados que crecían a los costados de la entrada. Un camino manchado por la pureza blanca del invierno se expandía como un largo velo del que habían florecido pinos, arbustos y árboles que se perdían en el correr del viento y no del tiempo. Flotando mis pies por entre la escarcha pesada, fui en busca de madera para reavivar el fuego de la chimenea, pero fue en aquel momento cuando lo vi. Allá a lo lejos, entre dos pinos oscurecidos por las sombras. Su larga barba rompía con la monotonía casual del entorno, y sus ojos profundos me observaban, sin dejarse ver, bajo la penumbra de sus cejas pobladas. Cuando lo invité a pasar, su caminar era lento y caído, como derrotado, y las arrugas sobre su piel se habían profundizado, dibujado un rostro senil sobre un anciano que nunca envejecía. Cuando al fin dejó caer su cuerpo sobre una pequeña silla de madera cercana al fuego, le pregunté que le ocurría. No hizo falta decir nada, pues el viejo se sacó la camisola blanca que portaba encima y, abriéndose el pecho, me mostró como su corazón se había quebrado violentamente en dos grandes pedazos. Entonces comprendí que aquello que enturbiaba su existencia, era la presencia de una mujer, los únicos seres en la tierra capaces de derribar las fortalezas de cualquier hombre. Comencé a preguntarle qué era lo que había sucedido, pero él no quiso narrar su historia en aquel recoveco oscuro que nos protegía del frío, así que, salvaguardando nuestras almas de los vientos helados, nos vestimos con unos abrigos pesados y duros como la piel de un animal salvaje y salimos de nuevo al exterior, simplista y misterioso como él solo.
Al fin, y mientras pasábamos al costado de los grandes árboles milenarios de la zona, empapados en nieve, el anciano comenzó a narrar su historia, que comenzaba hacía unos meses atrás cuando decidió hacer un efímero descanso en un apartado pueblo que se topó en su travesía. Lo que llamó su atención, explicaba, había sido aquella gran torre de marfil fino que se alzaba hasta donde el cielo comenzaba a deshacerse en su negrura y el oxígeno perdía su razón. El anciano había atravesado el campo de maizales que le separaban de aquella estancia y, traspasando la gran obertura que era la entrada, penetró en el seno de aquella pequeña ciudad. La gente por las calles lo reconocía, y el viejo Azabec podía ver sus labios moverse, pero la mente del anciano se había monopolizado en un solo destino, la torre, o quizá, me contaba, no había sido la torre en si lo que lo había cautivado, si no lo que ella emanaba desde su interior, pues una sensación inigualable traspasaba los muros lisos de la atalaya y perpetraba en su alma como intruso al que no se le debe cerrar la puerta. Y así lo hizo Azabec, dejó que aquel dulce aroma invisible lo consumiese, perdió todo su peso y se desvinculó de la gravedad, flotando junto a él hasta arribar a las puertas del colosal monumento. Allí, alzó la vista, y, por primera vez se encontró con el causante de tal revuelo interno, y es que el aroma no era invisible, inexistente ni producto de su imaginación hilarante, pues el responsable de exhalar tal esencia cautivadora y alucinógena, era una mujer, una bella mujer de piel quemada y ojos anaranjados que, desde una ventana, se asomaba para observar a aquel hombre que en sus sueños se aparecía y cuyos andares misteriosos intranquilizaban su curiosidad insatisfecha.”


Así terminaba la primera hoja, pero en cuanto el joven intentó proseguir su lectura con la segunda hoja, una ventisca de viento frío revolvió el ambiente cálido que había adquirido la cueva, y se llevó con sus garras congeladas las hojas restantes que completaban la historia. El chico no lo dudó, pues el culto que rendía ante Azabec Dipreda, era tan grande que eclipsaba a la lógica, como la copa de un árbol eclipsa al sol, y decidido, se tiró por la ranura cercana al confín del precipicio por la que había entrado, confiando en que su fe y el destino jugasen ahora sus cartas.

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Texto agregado el 18-01-2014, y leído por 178 visitantes. (0 votos)


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