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Le gustaba caminar de noche por las calles solitarias; salía del trabajo poco antes de las once y las seis o siete calles que lo separaban de la estación más próxima del metro, las recorría despacio, sereno, procurando ir atento a que nadie más caminara junto a él o detrás suyo, porque las más de las veces se perdía en sus pensamientos. La soledad lo atraía irremisiblemente con su silencio, su libertad para pensar, su no compañía. La oscuridad lo hacía sentirse protegido, libre de miradas curiosas o mal intencionadas; su timidez menguaba y podía entonces, contemplar sin temor y con naturalidad todo lo que le rodeaba. Las sombras agazapadas en cada rincón, en cada recoveco, semejaban fantasmas imaginarios que vigilaran su paso, protegiéndolo de cualquier peligro. La noche le infundía valor, seguridad, la fuerza necesaria para generar soluciones que resolvieran sus problemas cotidianos.
En los pocos minutos que duraba aquel trayecto, pensaba en infinidad de cosas: en su vida, en cómo los años se le habían ido acumulando sin haber sido capaz de concretar sus sueños, en su empecinada pasión por convertirse en escritor, en sus escasos amigos y lo poco que los frecuentaba, en lo crecidas que estaban sus hijas y el papel cada vez menos relevante que representaba en sus vidas, en la mujer que amaba y que la mayoría de las veces, apenas sin chistar, estaba ahí para apoyarlo, para empujarlo si dudaba, para brindarle su cuerpo tibio en las noches de insomnio y de frío.
Esta noche hacía tanto frío, que el aire helado casi cortaba la cara y se metía por entre las ropas buscando cualquier intersticio desprotegido, para penetrar hondo y mordiente. El hombre, envuelto en una gruesa chamarra, atento a sus pensamientos, apenas si se dio cuenta de la mujer que se acercaba y se le plantó enfrente tapándole el paso.
-¿Me das para una torta?- dijo ella.
La miró sin verla y todavía tardó algunos instantes para reaccionar y comprender lo que le estaba pidiendo.
-No traigo nada- balbuceó confuso.
Entonces la observó con más detenimiento. Le calculó alrededor de unos treinta y cinco años. Tenía las mejillas y los labios pintados de un rojo intenso, que le daban un aspecto de muñeca barata, algo grotesca. No era nada fea, pero con el cabello todo despeinado, el maquillaje excesivo y las ropas estrafalarias que vestía, parecía más bien una mujer de la vida fácil salida de algún antro cercano y dispuesta a desvalijar al primer hijo de vecino que se dejara. El largo y holgado Eabrigo a cuadros negros y blancos que portaba cerrado hasta el cuello, no dejaba adivinar que ropa llevaba debajo. Las zapatillas negras de tacón alto y unas piernas largas sin medias, completaban aquel cuadro un tanto absurdo, ridículo.
-Discúlpame, ya entiendo. Tú eres el jefe, no tienes que ver nada con alguien como yo- y la mujer dio un par de pasos para alejarse.
El hombre se alertó por fin del todo. Comprendió de golpe, que con tres breves palabras acababa de cerrar cualquier tipo de relación que pudiera haber existido entre aquella mujer y él; sin embargo, le llevó apenas un par de segundos atraparla por un brazo y decirle:
-No te vayas. No te marches aún.
La mujer, sorprendida, se detuvo. Expectante, lo miró a los ojos. Lo que el hombre vio o adivinó en esa mirada, en esos ojos verdes (porque eran verdes) que lo observaban extrañados, lo desarmó completamente. Adivinó el intenso sufrimiento, el desamparo, la frustración, el desamor, la inmensa soledad contenida en ellos. Se quedó estático, sin saber qué hacer o qué decir. Sólo atinó a murmurar:
-Espera un momento.
Seguramente acostumbrada a esos encuentros, la mujer aguardó. Se le veía desenvuelta, desparpajada.
Sin quitarle la vista de encima, el hombre buscó en sus bolsillos y extrajo un billete de cincuenta pesos. Sin decir nada se lo tendió a la mujer. Ella lo agarró con naturalidad y en el mismo movimiento cobijó la mano de él entre las suyas.
-¿Quieres pasar esta noche conmigo?- le dijo al hombre.
Él se hundió en aquella mirada verde. “Verde que te quiero verde…” Estoy hechizado, se dijo. Y la tonada de “I put spell on you”, rondó de inmediato por su cabeza.
-¿Qué?- dijo ella,-¿tengo bichos en la cara o fea y todo te gustó?...
Sonrió. Entre sus labios rojos, aparecieron una serie de dientecillos blancos, perfectos.
-Eres muy bonita. ¿Por qué no te pones menos mejunjes en la cara?
-¿Así no te gusto, verdad?
Él no respondió. Sólo se le quedó mirando. Sí, le gustaba, y mucho; pero bien sabía que no se iba a quedar esa noche con ella. “Ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sóis alabados, ¿por qué si me miráis, miráis airados?”…recitó para sus adentros.
-¿Ya te vas, no?- insistió ella.
-Sí, ya me voy.
-Gracias por ayudarme- dijo la mujer con ternura.
Sin agregar más se acercó a él y lo besó en los labios; luego, echó a caminar con rapidez, alejándose. El hombre la miró irse, mientras acercaba una mano a su boca, que guardaba aún la sensación cálida de los fríos labios de ella. Se enjugó los suyos con la lengua para quitar los restos de bilé que habían quedado en ellos. Prosiguió su camino pensando en la mujer. Ni siquiera le había preguntado su nombre. ¿Pero, para qué?¿importaba acaso saberlo?...¿De haber pasado la noche con ella, habría podido darse alguna relación más duradera de aquel encuentro fortuito?...Nunca lo sabría...

Texto agregado el 16-01-2014, y leído por 328 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
16-01-2014 Interesante. Un breve encuentro que da para el recuerdo. Un abrazo!***** MujerDiosa
16-01-2014 Esos encuentros fortuitos tienen encanto... glori
16-01-2014 Un encuentro bien descrito y narrado. Me encantó la sencillez de tu relato que lo hace más agradable aún. En cuanto a lo de vida fácil, nada de fácil; es bien dura la vida de esas mujeres. Un abrazo enorme y contenta de leerte. SOFIAMA
16-01-2014 Encuentro en la noche de dos que soportan sus tormentos y la soledad, sin embargo cada uno siguio su camino,Muy lindo, me gusto. jaeltete
16-01-2014 me encantó************* yosoyasi2
 
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