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Aquel que observa

Dedicado a mis intentos de superación/
a mi insistencia de tomarme en serio.


La estatua rígida que corona la estantería donde se guardan los platos para ocasión especial abre los ojos cuando nadie la ve, despereza sus músculos anquilosados y pasea su quieta mirada fija por el comedor mientras la última mano apaga el interruptor del cuarto iluminado por la luna llena pues olvidaron correr las cortinas para que sol no dañe la madera de la mesa al despuntarla mañana. Una vez que oscuro el silencio encumbra la soledad de los cuartos, la estatua dice, es hora de los muñecos, y pipa en mano toca la puerta del cuadro que está colgado en la pared de enfrente y que representa el domingo cualquiera de un pueblo que gasta su día libre yendo y viniendo en el mercado semanal junto a la iglesia para hacer sus compras entre las gallinas y las carretas con paja y los chismes, mientras ella se pasea a través de los gritos de los marchantes buscando tabaco y no fuego porque ya es suyo, como lo es de los hombres. Ella sabe que ahí siempre es de día aunque lo visite durante la noche. Por eso no va al otro cuadro, al que está en la otra pared celebrando alrededor de una fogata, a pesar de que disfruta lo nocturno, porque en ése, que siempre está teñido de noche sin luna, no es bienvenida pues alguna vez se propasó con unas indígenas jovencísimas aunque en realidad sólo estaban jugando, según ella; y ahora cada vez que se acerca a la fogata, las brazas crujen y chisporrotean las pavesas en las estacas de la turba de indígenas que la persigue gritando agitada en un dialecto ancestral ¡ahí viene el demonio!, y ella se ríe porque no es fantasma sino estatua. Cuando se aburre de ir siempre al mismo cuadro, recuerda que un día debería de ir al grabado platinado que está junto a la puerta de la cocina y regañar a la niña que le pegó a su hermano para quitarle la muñeca con la que jugaba, pero lo piensa dos veces porque no se atreve enfrentarse al padre, borracho rural de los que nunca están y sólo se aparece cuando mancillan su honra que él mismo desafila cada vez que desenvaina la daga creyendo que su esposa se acuesta con otro y que su hija no es de él sino del loco, porque es un poco violento. Decide que es mejor entrar al domingo perpetuo mercado y caminar siempre en busca de tabaco y coquetear con la hija del usurero que se siente doncella para ver si pasa algo interesante y por eso espera paciente todos los días a que la luz se apague y el rescoldo final brille en sus ojos y despierte aletargado de su largo día inmóvil el cuerpo contradictorio que parece estar quieto aunque la intención creativa era la contraria pues ella representaba la pasividad del pensamiento gracias al cincel acucioso de un escultor que no la vio moverse nunca y la tituló “Aquel que observa”.

Texto agregado el 26-11-2013, y leído por 182 visitantes. (0 votos)


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