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Estas ahí sentado. Descubres que los dedos de tu mano derecha llevan a cabo un tamborileo arrítmico y constante sobre tu rodilla, que empieza con el meñique, y en sucesión, hasta llegar al índice. Sabes bien que ésta es la señal, el pretexto perfecto para encender otro cigarrillo. Llevas años tratando de dejarlo: nunca lo dejarás. Notas el desgaste que al paso de los años ha ido mermando las sillas de la sala de espera. Notas como esa estructura metálica, negra, sobre la cual descansa el plástico naranja empieza a descarapelarse en formas irregulares y oxidadas.
Ya conoces la rutina. Sabes que los autobuses se retrasan veinte o treinta minutos. Odias el viaje. Odias cómo huelen los paisanos que se sientan a tu lado. Odias ese contraste de luz solar y aire acondicionado golpeándote en la cara: te fatiga los pulmones, te produce jaqueca. Odias esos recuerdos que te vienen a la mente cuando esperas en esas sillas naranjas. Y sin embargo estas ahí, esperando oír en cualquier momento esa voz nasal, opaca, que te diga que abordes el camión estacionado en algún andén. Te impacienta el ruido hueco que se escucha cuando encienden el micrófono para anunciar una salida. Ahí está la voz. Haces la fila para guardar tu equipaje en el compartimiento inferior del camión. Tratas de dormir un poco pero el volumen de la película y ese tiiiiiiiii en tus oídos te hacen desistir. No es un viaje largo, pero tú odias ese olor penetrante que inunda tus fosas cada vez que alguien abre la puerta del sanitario.
Llegas a la estación. Buscas tu equipaje sin hacer fila, abriéndote camino con los codos entre esa masa temblorosa de pieles morenas. Sales de ese lugar. Haces el camino a pie hasta el hotelucho viejo y cuarteado cerca de Santa Prisca. En ese lugar ya eres conocido. Te tratan con la patética amabilidad de los hoteles familiares de provincia. Un niño sube con dificultad tu maleta al cuarto. Prefieres hacerlo tú mismo. En la calle la gente empieza a amontonarse. Quieren ver esos espectáculos que a ti te parecen obscenos: cristos cargando cruces, hombres con el torso desnudo golpeándose la espalda. No estás ahí por eso.Tratas de dormir un poco, pero ese hilito que sale por tus oídos no se ha ido aún. Preparas tu ropa, el pantalón es viejo pero la camisa todavía conserva la etiqueta. Pensaste que era moderna. La señorita de la tienda dijo que te quedaba muy bien, no entendiste que quiso decir.
Es hoy, lo sabes, como cada año, como cada semana santa, como cada viernes, santo desde hace siete años. Entras al baño, el olor es similar al del camión. Observas en el espejo ese cuerpo flaco y correoso de tus casi cincuenta años. Recuerdas ese día en que platicaste a los compañeros de la oficina sobre esto. Se burlaron de ti. Marica, Pablito pocoshuevos. No te importó, nunca los has apreciado, te da risa recordarlo, no te importa lo que digan. Piensas qué te hubiera dicho tu padre, seguramente te habría atacado con una de sus frases severas e imperativas: ¡grandísimo pendejo!, por ejemplo. Llenas la tina. Las líneas de cemento que dividen los azulejos se ven mohosas. Aún así entras en ella. Tratas de recordar el rostro de mamá. Por fin lo encuentras, se difumina, se funde con el rostro de Sofía. Afuera escuchas una marcha funesta de lamentos, tambores, mujeres llorando, olor a incienso. Te recuerda a esas procesiones medievales que has visto en películas. Los primeros años disfrutabas de estas cosas. Llegabas un día antes, te perdías entre los turistas; en el centro, en Casa Borda, en alguna joyería para comprarle algo a mamá cuando aún vivía. Pierdes la conciencia por unos segundos. Te despierta el agua que entra por la boca y te hace toser. Esa sensación de asfixia te vuelve a la realidad. La procesión avanza ya a lo lejos. Una quietud dulce y silenciosa calma tu pulso y tu respiración. Te duchas para quitarte el agua jabonosa de la tina. El agua tarda en subir su temperatura y ese frio que se deja caer al principio te hace contraer los músculos. Sientes como la escasa carne de los costados se te pega a las costillas. Checas el reloj, hay tiempo. Llevas a cabo el ritual reservado para ese día, únicamente para ese día, los demás del año no cuentan, no existen en tu agenda de vanidad y pulcritud. Empiezas con los calzoncillos y los calcetines, desodorante, colonia, gel para peinar. Pasas el peine y alisas tus cabellos ralos, te pones la camisa, el pantalón, los zapatos, el cinturón. Tienes tiempo de llegar antes para darte valor con una o dos copas de vino. Sales de hotel. La señora gorda que está en la recepción se despide de ti agitando la mano, tú la ignoras, te das cuenta de reojo como la piel que cuelga del brazo se agita en forma desagradable y no te interesa ser cortés con esa mujer. Al salir te topas como siempre con esa caterva de idólatras que te dificulta andar con rapidez. El restaurante no está lejos, pero ese tumulto de personas se mueve a un ritmo aletargado. Respiras profundo, te tranquilizas, no quieres que la ansiedad te haga transpirar, piensas que sería vergonzoso llegar con las axilas y la espalda empapadas de sudor. Prendes un cigarrillo. Ves ya muy cerca la entrada al “mesón tasqueño”. Entras. Le das tu nombre a la muchacha que recibe a las personas, el lugar está repleto, escuchas cómo un centenar de gentes chocan los cubiertos, las copas, se llevan la comida a la boca, mastican. Todo ese ruido te aturde, te marea un poco. La señorita te lleva a tu mesa. El mesero tarda un poco en atenderte, pero cuando lo hace, de inmediato pides una botella de merlot. Te empinas la primera copa de un golpe, quieres calmar tus nervios. Te impacientes, miras el reloj, siete minutos más tarde que el año pasado, empiezas a jugar con los dedos. Notas que el mesero ya lleva unos segundos tratando de que percibas su presencia. Te pregunta si ordenarás algo, le dices que todavía no. Ahí está, sabías que no tardaría mucho en aparecer, nunca ha llegado más de veinte minutos después de las nueve. Guapa como siempre, acompañada de sus padres, supones que son sus padres, quién más podrían ser. Vinieron con ella por primera vez el tercer año, los dos primeros estuvo sentada en esa misma mesa sola frente a ti. Calculas que ya tiene unos treintaicinco años. Sofía. Sabes que se llama Sofía porque así la llamo el año pasado el hombre que crees es su padre.
No recuerdas que es lo que comiste ayer, pero podrías contar con exactitud cada una de las arrugas que rodean sus ojos, podrías dar un aproximado de los milímetros que han aumentado en longitud y espesor. Podrías describir en orden cronológico cada uno de los atuendos que ha portado año con año, las comidas que ha pedido, las veces que se ha parado al tocador a pintarse los labios. Podrías hacer una presentación completa con graficas y estadísticas de todos estos datos y presentarla en alguna reunión de la oficina. Te avergüenza a ti mismo la forma obsesiva en que registras todos estos detalles y les das vueltas en la cabeza durante todo el año, sacando conclusiones, imaginando su vida fuera de este lugar. Las tres copas de merlot empiezan a hacer efecto, sientes que estás preparado, te envalentona el calor agradable que recorre tu cuerpo. Has dejado pasar muchas ocasiones, pero hoy le diras algo, hoy cruzaras almenos unas palabras con ella. Te convences a ti mismo, piensas en la estrategia más efectiva. Te paras de la mesa, pero esos temblores y el frio en tu pecho te inhabilitan. Tienes que volver a la silla, respiras profundo, fijas la mirada en un punto inexistente. De reojo ves al mesero, te habla, te pregunta si estás listo para ordenar. Pides un rib eye, te quedas sentado, no será en esta ocasión. Tal vez el próximo año.

Texto agregado el 06-11-2013, y leído por 216 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-11-2013 Muy bien narrado. Con gran ritmo y manteniendo la tensión del lector hasta el final. Angel_de_Arte_Oscuro
06-11-2013 * Segunda persona, me equivoqué. La costumbre. Vientodelsur
06-11-2013 A pesar de los regionalismos mexicanos, o por ellos mismoa, es una narración encantadora en sus descripciones, en la sutil diferencia que hace entre la introspección y la tercera persona.. Muy buen texto. Hasta ahora de lo leído, el mejor. Vientodelsur
 
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