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La tarea era escribir un cuento de ciencia ficción. Bajo ese estrambótico título quise describir un futuro no muy lejano de mi país, influido por los acontecimientos vividos en ese momento.
PERDON POR LOS PALABROS

http://loscuentostontos.blogspot.com.es/2013/05/21-el-apareamiento-de-los-selaceos.html

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El apareamiento de los seláceos abisales

—¡Para quieto, Hispanio!, no husmees los desinfectantes—, reprendía a su rubio y saltarín hijo una acicalada señora vestida con un rutilante traje de hilo de antracita.

—¿Has oído cómo se llama ese niño?—, inquirió Asturio a Ilerdina, su madre.

—Sí hijo, ya me he dado cuenta. Deben de ser de familia heráldica. Lo raro es que estén utilizando este dispensador, en el meridio de la gilípolis. No me extrañaría nada que, cuando cumplas los cuarenta y cinco y consigas la licencia para servir, ese niño rico, u otro como él, se prestara voluntario para realizar sin estipendio la función que se te haya asignado y a ti te enviaran al estacionamiento de inactivos.

—Eso nunca va a ocurrir. Me iré con papá. Seguro que él me proporciona una buena licencia y nadie me arrebatará mi función.

—Como se están poniendo las cosas, Asturio, nadie te la arrebatará si es una función que no quieran desempeñarla ni los chimpates, o si la libras en el rincón más abrupto del más lejano de los planetas asociados.

Madre e hijo abandonaron el dispensador, después de recoger de la cadena distribuidora, entre otras adquisiciones, la pieza de repuesto que habían encargado hacía unas semanas, y pasar el anillo de hidroitrio por el lector de saldos.

A la salida se encontraron con una pequeña trifulca. Dos hombres de desfigurado aspecto, uno alto, con restos de pelambre ambarina, y el otro achaparrado, moreno de piel y de pardusco cabello, discutían por una loseta donde implorar caridad.

—Déjame este espacio, me corresponde. Tú eres un advenedizo—, reclamaba el alto, mientras empujaba a su adversario.

—Tengo tanto derecho como tú. Mis antepasados llegaron a esta gilípolis centurias ha—, replicaba con fuerza el chaparro.

—¡Quietos! —gritó, mientras detenía su motocabina un voluntario, posiblemente de familia heráldica, que habría arrebatado su función a algún guardián de paz; seguro ya en el estacionamiento de inactivos.

Asturio, que había insistido a su madre para que pagara por ver el espectáculo, miraba la escena con gran interés.

—Enseñadme vuestros anillos. Esos no, los de hidroitrio. Por lo que veo, te llamas Siberio —manifestó al talludo—. Tus predecesores llegaron hace una treintena de lustros. Tu estirpe —reveló al moreno— se presentó hace docena y media de décadas. La loseta te corresponde a ti, Guayaco.

Madre e hijo marcharon, después de que el árbitro dispersara a los espectadores, previo abono de los derechos de contemplación.

Una vez en la vivienda familiar, colocaron las adquisiciones dentro del almacén intervecinal, en los cajones accesibles desde el habitáculo, excepto la pieza que debían reponer en la cápsula de televacíado.

—¿Ya estás preparado?—, apremió Ilerdina a su hijo, una vez reparada la cápsula.

—¡Sí! Me llevo los anteojos de platino, con ellos se ven mucho mejor las especies abisales. Ya puedes abrir la trampilla.

—Acuérdate de lo que tienes que decir a tu padre.

Pasaron una quincena de segundos, desde que la madre cerró la portezuela, hasta su apertura, en el interior de una cámara acristalada, en lo más remoto del Ártico, a seis mil metros de profundidad.

­—Pero que alto estás, Asturio, ya se te queda pequeña la cápsula; tendré que hacerte una más grande. Menos mal que habéis podido repararla ¡Deprisa! —apremió Titulcio a su hijo—, que falta poco para que se apareen los seláceos abisales, y esto sólo se puede ver cada tres años.

Pasadas un par de horas, después de dar cuenta de una suculenta merienda, con comestibles orgánicos, como se hacía un par de siglos atrás, se despidieron padre e hijo. Cuándo éste iba a introducirse en el reducido artilugio, se volvió hacia su padre.

—¡Ah! Dice mamá que, si no quieres, no vuelvas a la gilípolis, pero que no se te olvide que también eres mi padre, y que con una merienda de vez en cuando, no me alimento todo el año.
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Texto agregado el 30-09-2013, y leído por 146 visitantes. (2 votos)


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