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Mi nombre es Sebastián Juárez. Trabajo de periodista en el diario La Nación. Un día, mientras escribía mi columna como siempre, una carta dirigida a mi nombre cayó en mi escritorio. Debido a mi profesión, suelo ser una persona muy juiciosa al momento de tener que analizar algún escrito o documento que llegue a mis manos. Aquella carta, firmada a nombre de German Cortalezzi, consiguió hacerme replantear aquellos pensamientos.

“Solía sentarme con don Pérez a tomar mates frente a la vieja casa del barrio, que se decía estaba embrujada. Charlábamos como los dos viejos jubilados que éramos, contando historias de viejas épocas, y opinando de temas de actualidad. Era la rutina de todos los días. Me levantaba a las 8, calentaba el agua, llenaba el termo, agarraba las sillas playeras, y caminaba las 5 cuadras que separaban mi roído hogar del viejo caserón. A las 9, puntual como siempre, llegaba don Pérez y le daba duro al amargo hasta que cayera el sol.

La vieja costumbre comenzó en los tiempos en que llegué al viejo barrio de Flores. Venía de luchar en la guerra, y como buen veterano no cobraba un peso. Con suerte me alcanzaba para el alquiler y los impuestos de la casa, y me sobraba para no terminar desnutrido. Lo mismo no pensaba en volver a laburar, mi época de trabajador había pasado. Así que me dediqué a conocer el barrio, y en uno de mis paseos lo conocí a don Pérez, y con él la historia de la casa embrujada.

Don Pérez era conocido en todo el barrio. Había sido el dueño del almacén local, que había heredado de su padre y dejado a su hijo. En los últimos años había expandido el local, incluyendo una zapatería y una farmacia, pero ya estaba demasiado exhausto para seguir trabajando, así que le dejo la posta a su hijo, y dedicó su tiempo a vigilar la vieja casa. Fue ahí donde hablé con el por primera vez. También fue ahí donde escuché la historia detrás de las rejas.

Caminaba por el barrio en uno de mis paseos habituales, cuando lo vi a Don Pérez parado en medio de la vereda. Me acerque a él, y contemplé la casa al tiempo que me preguntaba qué hacía parado ahí afuera. Después de observarlo por un tiempo le pregunté qué era lo que miraba, y me contestó que esperaba que ladrara el perro. No entendí a lo que se refería, así que me interese por la casa. No se destacaba por nada, era una casa común y corriente, un poco descuidada. Tenía las ventanas tapiadas con maderas, y al techo le faltaban algunas tejas. El pasto estaba más alto que de costumbre y la reja, oxidada. Desde el frente se alcanzaba a vislumbrar un patio trasero a la derecha de la casa. Supuse que era una casa abandonada, y el hombre que la vigilaba, otro loco más. Me estaba yendo cuando el hombre me llamó y me contó la historia.

-En esta casa vivía una familia polaca, que vino en la época de la segunda guerra mundial, escapando de la tiranía de los nazis. Yo era chico, unos 7 años, y conocía a la familia sólo de vista. El padre se llamaba Armandek, por eso a veces lo llamaban Armando. Eran 4 personas, dos niñas gemelas de 5 años, la madre y el padre. Además tenían un ovejero alemán que cuidaba la casa. Se instalaron en el barrio y el hombre empezó a trabajar en el almacén. Parecía una familia feliz, pero circulaban rumores de la ferocidad del padre. Por lo demás yo lo veía trabajar en el almacén, y no lo consideraba un hombre violento. Él era el único que sabía español, lo suficiente como para seguir las órdenes de mi padre, por lo que su esposa y sus niñas pasaban gran parte del día en casa. Era rara la vez en que se veía a las dos chicas idénticas, blancas como la leche, rubias como el reflejo del sol. No iban a la escuela local, su madre les enseñaba en casa.-

El hombre hizo una pausa, aparentando recordar cómo seguía la historia, pero no le creí, intuía que la sabía de memoria.

-Todo iba bien, hasta que una noche empezaron a escucharse gritos en la casa. Parecía que la pareja discutía. Fue el comienzo de una época en la que, según los vecinos, las discusiones cada vez eran mas frecuentes y violentas. Para cuando terminó la época de discusión, y para tranquilizar los rumores crecientes alrededor de la familia, la pareja empezó a ir a la iglesia. Se mostraban como una pareja feliz, próspera en un país ajeno. Pero a las semanas el esposo empezó a faltar, y a ella se la empezó a ver cada vez más deprimida. A pesar de eso, no faltó un sólo domingo a la iglesia, hasta que sucedió la tragedia.-

-Recuerdo que era Julio, porque era un día frío y oscuro. El perro había estado ladrando como loco, pero los vecinos no se mostraron preocupados por eso. El esposo llegó a la noche después de trabajar en el almacén, entró a casa y a los 5 minutos se escuchó un disparo. Los vecinos, alarmados, fueron a ver lo que pasaba. Es hasta el día de hoy que lo vecinos no se animan a contar esta historia porque quedaron atemorizados. En el comedor encontraron a la mujer colgada de una soga, ahorcada, y a sus pies las dos niñas, con las cuencas de sus ojos vacías y sus tripas decorando el suelo. Revisaron las habitaciones, y en el cuarto del matrimonio encontraron al esposo y la pared manchada de sangre, el desgraciado se había volado la tapa de los sesos. Nunca entendimos qué fue lo que pasó, por qué la esposa se suicidó, ni por qué las niñas tenían las cuencas de los ojos así. Todavía suponemos que lo hicieron porque no soportaron ver lo que había hecho su madre. Después de eso la casa nunca más fue habitada, el perro fue dado en adopción, y nunca más se habló de la historia.-

La historia me dejó azorado, no pensaba que algo así podía suceder en un barrio como ese. Le agradecí que me contara la historia y seguí mi camino. Al día siguiente volví a pasar por la casa, y lo encontré de nuevo ahí. Y así el día siguiente a ese, y el siguiente al anterior. Al quinto día de encontrarlo parado enfrente de la casa, le ofrecí mi compañía y una silla para que se sentara. Le dije que nos encontráramos al día siguiente a las 9, y de esa forma nació nuestra “sana” costumbre de vigilar la vieja casa.

Nunca quiso jugar una partida de ajedrez, y cada diario que le ofrecí me lo rechazó, solamente quería conversar acerca de lo que ocurría en el barrio. Siempre acompañados del mate, ese bendito mate que decía saberle muy amargo, y a pesar de mi insistencia en endulzarlo, siempre me fue negado. Cada cosa que le ofrecía para comer o tomar me la rechazaba. De a poco fue creciendo una buena amistad que supimos mantener. A pesar de eso, nunca me animé a preguntarle qué era lo que esperaba ver o escuchar de la casa, solamente me limitaba a hacerle compañía y a escuchar lo que tenía para decir.

Al principio de nuestras reuniones, la gente que pasaba nos miraba raro, como si estuviéramos haciendo algo malo. Se lo comenté y me dijo que era posible que a la gente no le gustara vernos afuera de la casa de la tragedia. Con el tiempo, los vecinos que pasaban empezaron a acostumbrarse, y más adelante a saludarme, pero siempre omitían la presencia de Don Pérez. También le pregunté sobre este tema, y me dijo que era posible que la gente fuera rencorosa por un problema que tuvo con uno de los vecinos de la zona cuando atendía el almacén. Un día me harte, me parecía una descortesía de parte los vecinos no saludar a Don Pérez, así que a la primera vecina que paso la cuestioné por su irreverencia con mi amigo. Era Doña Carmen, vecina de la misma cuadra, y se mostró incómoda cuando la obligue a saludar a mi amigo. Emitió un saludo incómodo, y se fue con la misma rapidez con la que llegó. A partir de ese momento los vecinos empezaron a saludarlo.

Los meses se sucedieron uno tras otro, y lo que esperaba Don Pérez parecía no llegar. Hasta que una mañana de un frío Julio, mientras comentábamos algo sobre el nuevo párroco de la iglesia, escuchamos ladrar a un perro. Don Pérez se puso rígido en su asiento. El ladrido provenía del patio de la casa, y cada vez era más angustiante. Miré para los costados, pero ningún vecino hizo eco de los ladridos. De a poco llegó a nuestros oídos un sonido proveniente del patio trasero. Sonaba como dos chicas jugando. Una silueta comenzó a vislumbrarse en el patio trasero. Era una niña blanca como la leche, con cabellos rubios como el sol, con las cuencas de sus ojos vacías, que señalaba al lugar donde estaba sentado mi amigo. Don Pérez se levanto del asiento, abrió de par en par la oxidada reja, y salió corriendo al patio trasero mientras gritaba el nombre de una de las chicas.

Quise pararlo pero no me escuchó, y en cuestión de segundos lo perdí de vista. Espere un momento, pensando que Don Pérez saldría de vuelta para decirme que todo fue una simple ilusión. Los minutos pasaban y mi amigo no salía. Tampoco había rastros de la niña, pero el perro seguía ladrando. Decidí pedirle ayuda a alguno de los vecinos. El más cercano que sabia iba a ayudarme era Ignacio, el hijo de Carlos, amigo íntimo de don Pérez. Fui hasta su casa corriendo, y entre jadeos le expliqué la situación. Me miró con incredulidad, pero accedió a acompañarme a revisar la casa.

Volvimos a la casa corriendo, pero los ladridos ya no se escuchaban. Fuimos al patio trasero, y no vimos nada. No había señales del perro, la niña o Don Pérez. Ninguna ventana rota, o puerta abierta. La casa seguía igual desde el accidente. Unos vecinos fueron a ver que pasaba, y me miraron mal. Grité hasta el hartazgo, pero ninguno me hizo caso. No me creían nada sobre los ladridos, las chicas jugando, Don Pérez corriendo. Me trataron de loco, me pidieron que me fuera por donde había venido. Por poco me sacan a escobazos.

Yo sé lo que vi esa tarde señor Juárez, se lo que oí también. Era una niña, era una de las chicas muerta dentro de la casa. Sé que Don Pérez salió corriendo detrás de ella, y nunca más lo volví a ver. Lamentablemente ningún alma del barrio de Flores me creyó. Tuve que irme, porque desde aquel incidente el ambiente se volvió muy hostil para mí. Le escribo mi experiencia así usted pueda comprobarla. Limpie mi honor, limpie mi nombre. No estoy loco, y usted lo sabe.”
German Cortalezzi

A los pocos días de recibir la carta del Sr. Cortalezzi, fui al barrio de Flores a investigar. Aquella historia me había intrigado, sabía de una familia polaca amiga de mis padres que vivía en Flores. Decidí averiguar si la historia contada por aquella extraña carta era cierta, y qué tanta veracidad podía tener. Al preguntar por German Cortalezzi a los habitantes del barrio, más de uno se mostro molesto por mi presencia, y no quiso ayudarme. Fui a la casa, y la encontré como en la descripción, pero eso no me servía de nada. Me di por derrotado, y emprendí camino de vuelta, cuando mé tope con una señora, hija de doña Carmen, que me dijo haber presenciado todo el hecho.

-Si, yo estuve ahí, yo vi cómo el sr Cortalezzi llegaba esa mañana, como todas las mañanas e instalaba esas dos sillas enfrente de la casa. Vi cómo hablaba con Don Pérez, como lo vio salir corriendo a Don Pérez al patio de la casa, cómo salió corriendo en busca de ayuda y cómo pidió ayuda a gritos. Ya todos esperábamos esa reacción algún día, pero no nos cayó bien, ¿sabe usted? Un veterano de guerra que dice sentarse a tomar mates y a charlar con una persona que lleva muerta 10 años no le puede caer bien a nadie, ¿no le parece?

Texto agregado el 14-09-2013, y leído por 207 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-09-2013 Buenísimo. filiberto
14-09-2013 ¿Sera como dice la hija de doña Carmen?. jaeltete
14-09-2013 Vaya historia... Petecus
 
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