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El padre Maclovio se estrujó el punto de la frente donde confluían sus cejas canosas mientras inhalaba resignado para aguantar algunos minutos más las quejas de la venerable Alfonsa Nicolasa, la vieja que ya se había lamentado de los ataques recurrentes de las guajolotas de sus compadres “con todo y su cabrón pollerío”, y quien ahora pasaba a la parte donde pendejeaba desde su atalaya a cada uno de sus descendientes hasta la cuarta generación.

Alfonsa Nicolasa vació al fin las penurias de su alma y aguardó por la penitencia impuesta por el adormilado padre Maclovio, quien de nuevo le recetó media docena de padres nuestros y aves marías para limpiarle el corazón por lo menos hasta la semana siguiente.

La mujer inclinó el rostro contrito donde los ojos minúsculos ya se cuajaban de lágrimas ante la purificación de su espíritu, sujetó su bastón de bambú y salió luego de agradecer con fervor la gracia concedida.

Maclovio quedó solo mientras percibía el andar lamentable de la señora, que parecía dejarle su puesto al vuelo frenético de una mosca gorda de pelos atiborrados sobre el cuerpo prieto.

“¡Mosca jija del pingo!”, murmuró Maclovio para darle salida a su incomodidad; pero se arrepintió al instante y besó el crucifijo de su rosario a la vez que se valía de una oración a San Martín Caballero para capotear los exabruptos de su mente.

Sólo pasaron unos minutos para que Maclovio escuchara el avance del nuevo penitente, quien se detuvo unos segundos antes de entrar con ímpetu en el confesonario donde pareció recuperar el resuello.

Maclovio dio la bienvenida entonando la fórmula protocolaria, respondida por un muchacho esquelético que apenas alcanzó a despojarse de una máscara de estambre del Hombre Araña.

Maclovio reconoció la voz y se golpeó la palma en la frente haciendo un gesto de franco fastidio: “¡Otra vez este… hombre de bien!”, pensó al reconocer al recalcitrante Tranquilino, quien de nueva cuenta venía a solicitar consejo sobre cómo lidiar con los requiebros de su ánima al no disponer de los poderes “del Ispaiderman”.

Dicho y hecho, Tranquilino fue al grano: habló sobre su tormento por no ostentar los chorros de telaraña del héroe a quien imitaba desde pequeño, cuando lo descubrió en un televisor de bulbos de su abuelo Zacarías.

Tranquilino fruncía el rostro por el desconsuelo, apretando la máscara que le confeccionara su abuela Ramona Caridad, mientras el cura entornaba los ojos hastiados y apoyaba la papada y los cachetes apergaminados en las manos dispuestas como el cáliz de una flor vetusta.

Para ese instante ya habían pasado cinco años desde que Maclovio llegara al pueblo donde mandó a volar a Tranquilino la primera vez que le pidió consejo sobre cómo hacerse de la máscara de su arquetipo arácnido.

Bien que recordaba el padre cuando se arrepintió a las pocas semanas, pues varias plañideras intercedieron por Tranquilino, de quien todos sabían que “era un hombre bueno aunque le fallara la tatema”; tipo que ya se había entregado al alcohol a raíz del regaño de Maclovio.

Por esa razón aquella vez el sacerdote se mesuró al acercarse a un Tranquilino hasta las manitas de briago, en cuya espalda huesuda posó la mano para pedirle que regresara a confesarse al día siguiente.


Afuera la mosca hacía de las suyas, mancillando con su trasero oprobioso los rostros castos de algunos querubines mofletudos. Y adentro Tranquilino llegaba a la parte donde recordaba las dificultades de la vez en que trepó por la iglesia hasta el campanario, todo por no disponer de la telaraña que lo hubiera hecho subir “de un buen tirón hasta la meritita parte del mecate de la campana, padrecito”.

Tranquilino terminó de verter sus pesares y Maclovio se apretó la panza donde ya le escurría la bilis. Respiró hondo y cortó por lo sano al recomendarle al hombre que se abasteciera de sus buenas reatas de ixtle para librar su infortunio.

Lo que ya no le pareció muy buena idea a Tranquilino fue cuando Maclovio lo conminó a darle duro a la tejedera de las cuerdas para que al fin cumpliera con su destino. Tal vez por eso Tranquilino incrustó su rostro de caballo con mataduras en la máscara de ojos inmisericordes, y salió del confesonario amenazando que mejor buscaría consuelo en un buen tarro de mezcal, lo cual por esta vez “le vino guango” a Maclovio, quien pidió perdón a las potestades y salió de su reducto dispuesto a despanzurrar “de una bendita vez” a la mosca que ya lo abatía con tenacidad de kamikaze.

Texto agregado el 21-08-2013, y leído por 332 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
03-12-2013 La humanidad del cura. Rentass
26-08-2013 Hola, me he leído otros textos tuyos del mismo corte y la sensación es que te has estancado o te sientes en tu zona de confort por escribir estas ficciones tan ordinarias y redundantes, que si bien son entretenidas, no te hacen justicia pues en mi humilde opinión creo que eres sobresaliente y deberías buscar otras temáticas más inteligentes, Saludos! dromedario81
24-08-2013 Sobriedad y desenvoltura, respeto y empatía se refleja aquí. ***** Solo_Agua
22-08-2013 Pues sí, no me había parado a pensar lo difícil que tiene que ser la confesión para un cura, sobre todo en un pueblito con 'pecadores' recurrentes. Y muy bien escrito, muchas palabras no las conocía. walas
22-08-2013 Es la descripción más humana de un sacerdote. Tolerante pero fastidiado. Conozco tu debilidad por el héroe y lo que debiste disfrutar imaginando la máscara de estambre. Un placer leerte. umbrio
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