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Cuando, tras la larga travesía de los 30 años, el viejo Azabec Dipreda decidió sentarse a descansar a la orilla de un mar espumoso que bañaba sus pies arrugados, el anciano sacó de su mochila aquel cuaderno de color bordó desgastado, en cuyas hojas descansabas palabras, frases, cuentos, reflexiones e imágenes del inmenso viaje que había realizado. Lo curioso del asunto era que el viejo, simplemente abría sus oídos y dejaba que las palabras fluyesen a través de su mano hacia las hojas, manchadas por el color negruzco del grafito del lapiz. Pocas veces observó lo que había escrito, excepto que se diese alguna de aquellas situaciones en las que vivía algo que le marcaba el alma.
Al fin fue, en aquella fría tarde de finales de verano, cuando, después de tantos años como caminante, el anciano se decidió a abrir el baúl de recuerdos que habitaban el cuaderno. Éste se sentó sobre una roca lisa, observó fugazmente el mar embravecido, y a continuación no dudó en abrir la pequeña libreta por una hoja al azar, confiando en que el destino, sería el encargado de formularle una pregunta que ocuparía su cabeza y se apropiaría de sus pensamientos durante varias semanas en adelante.
Tal y como esperaba, el anciano abrió el cuaderno y se topó con una hoja cuya inmensidad estaba ocupada por el blanco de la nada, pero que en el centro de la misma, se erguía una bella reflexión que leyó atentamente bajo los últimos rayos del sol:
"Escuchando al increible trovador que me he encontrado en este pequeño pueblo empedrado, en medio de la nada, sentí que hubo algo en su dulce poesía que me quedó retumbando internamente. Con el paso de los días volví a buscarlo al centro de la plaza, donde la vieja fuente de plata seguía bañándose en el óxido del tiempo, y le supliqué que repitiese el número de ayer. Aténtamente, me senté a su lado y, mientras mis ojos admiraban sus dotes líricas, mi mano comenzó a escribir algo sobre el cuaderno. Cuando su espectáculo acabó, no pude hacer mas que levantarme y darle un fuerte abrazo, pues al día siguiente abandonaría el pueblo, y tal deleite sonoro e imaginativo no volvería a repetirse en mi vida. Al fin, casi a las puertas de la aldea, abrí la pequeña libreta por la hoja escrita y leí lo que había escrito la tarde anterior. Mi cursiva letra rezaba parte de la canción de aquel grandioso hombre: "[...]Oh, querido humano, que de tu naturaleza tu mismo rehuyes, proclamando con arduas leyes, rasgos artificiales que todo hombre debería poseer en sus filas para, así, ser aceptado como tal. ¿Donde quedó la verdadera vida? ¿Donde quedó el verdadero hombre? Oculto bajo el polvo que nosotros mismos generamos. Ahogados estamos y ahogados moriremos, pendientes de una verdad impuesta contra nuestra propia realidad. ¿Que me dicen del egoísmo? Aquel adjetivo que define al ser humano y que hemos intentado eclipsar. ¿Por que evitar lo que somos, proclamándonos en guerra contra aquello que nos define? ¿Por que insistir en ser misericordiosos y bondadosos con el otro? ¿Por que acatar normas que nos conducen a convertirnos en algo que no somos? ¿No es sino antinatural intervenir en el desarrollo de una especie animal, comparable a la intervención en el desarrollo de la vida del ser humano? ¿No venimos pues del animal, como cuentan los sabios? ¿Por que esforzarnos en convertirnos en algo que no somos? Lo antinatural nos rodea, aceptarlo pues, no es una opción, es una obligación. [...]"
El viejo Dipreda terminó de leer sus anotaciones y volvió a guardar el cuaderno en su mochila, reflexionando realmente sobre la verdad que ocultaban las palabras, puesto que, dado que razón tenía el trovador, el problema era aceptar aquella lógica planteada. ¿A dispuesto el humano de normas para ocultar rasgos propios? Y si así era... ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué entrar en conflicto con nosotros mismos para convertirnos en algo nuevo? ¿Es ese "algo nuevo" un "algo mejor"? ¿Lo es para todos? ¿Donde queda la naturaleza del hombre? ¿Vivimos en un mundo antinatural? ¿No es mas fácil la aceptación de algo que somos a la evolución de algo que no?
Tantas pensamientos en la cabeza del anciano, colapsaban su mente, así que, para despejarse, se levantó de la roca, y volvió a marchar, dejando sus huellas sobre la blanca arena, ignorante, de que estaba re emprendiendo una nueva travesía al rededor del mundo.
MGL.

Texto agregado el 20-08-2013, y leído por 220 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-08-2013 Esa es la pregunta eterna ¿De donde venimos, que somos y a donde vamos? Lo lógico es vivir la vida haciendo lo mejor que podemos sin con ésto abusar del otreo. Mas entre billones de humanos es un sueño imposible. Utopia no existe. Tenmos deseos, vicios, virtudes...es tanto lo que tenemos y con lo que vivimos que la pregunta de ese anciano no tendrá fácil respuesta, si es que existe. za-lac-fay33
 
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