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EL MUDO GUA-GUÁ
Los cincuenta y tantos pobladores de aquel barrio, cuyo nombre nadie sabe, no tardaron en darse cuenta que el hijo número once que les había nacido a vecinos, que hace poco nomás llegaron del otro lado de la frontera y, que ellos los llamaban “peruchos” o “forasteros”, tenía algo especial.
-¿Y qué tiene de especial, la guagua?-, se preguntaban sin atinarle a la respuesta.
-¿Qué también será´pes?-, decían todos sin saber qué. Pero algo especial tenía ese niño, que los ojitos le bailaban como bolas de jurupe.
-Agraciado el muchachito-, decía la partera.
-Yo, le ayudé a parir a la mama. Y con unas fuerzonooones, que salió el muchacho pateándole la panza, y con una hambronooon de mudo salio´pes. Naciendo y no naciendo se pegó en los chuchos de su mama, shuctándole todita la leche hasta dejarla sequita-
-¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal! Las cosas que uno tiene que ver y pasar en este oficio-, decía, persignándose, la vieja partera.
Tuvieron que pasar tres años para que, recién, los taitas se dieran cuenta que el niño era mudo, completamente mudo, y se lo contaron a sus diez hermanos primero y a los cincuenta y tantos vecinos del barrio, después. Todos se pusieron tristes por la triste suerte de los forasteros.
Con el pasar del tiempo, los padres y los hermanos aprendieron a entender los gestos del pequeño, siempre tan risueño y locuaz.
-Una chulla palabra que ha aprendido a decir este niño: gua-guá, pero con eso es basta, él habla con sus ojitos y se hace entender de maravilla, no es sordo, ni es tonto, simplemente es mudo-, decían sus papás. Y la noticia se regó como el agua fresca en sus cementeras de reseco cascajo. Todos en el pueblo se llenaron de sorpresa y alegría.
Los vecinos, de tanto ir y venir por la casa de los peruchos, habían aprendido también aquella forma de hablar tan simple: gua-guá, y no utilizaban otra palabra cuando estaban con ellos. Hasta que se olvidaron de hablar y, para entenderse, lo hacían solamente por señas y el consabido gua-guá. Cuentan los viejos de esos lugares que hasta los chivos que pastaban debajo de los algarrobos y los faiques, habían aprendido a balar haciendo un sonido que sonaba así como gua-guá y los periquitos peruanos, que en bandadas llegaban del otro lado del río a comerse el maíz de las cementeras, también repetían el gua-guá típico de este bendito lugar del mundo.
En cuanto pudo, el muchacho salió de su casa y empezó a caminar por esas tierras secas y cascajosas. Pasaron los años; fue creciendo; se hizo mayor y, un buen día, despistado como era, se perdió del camino y muy pronto se encontró mirando a todas partes, parado en medio de la carretera.
Un enorme carro de pasajeros que pasaba por allí, se detuvo para que algunos de los viajeros hagan sus “necesidades”, y el muchacho de nuestra historia, entre asustado y curioso, se fue acercando poquito a poco a mirarlo. Nunca había visto algo parecido. Se trepó por un costado como quien se trepa en el burro de jatear el agua, se sentó sobre unos costales de maíz que estaban en la parrilla y desde allí miró todo el valle. El rato menos pensado, esa enorme máquina empezó a moverse, y el muchacho lleno de alegría gritaba a todo pulmón ¡gua-guá!, ¡gua-guá!
Después de varias horas de viaje, sucedió lo que debía suceder: llegaron a Loja y cada pasajero tomó su rumbo. Solamente él seguía en la parrilla del carro gritando emocionado ¡gua-guá!
-¿Y este, de donde salió?- dijo sorprendido el chulío del carro, que traía malas pulgas. De un empellón lo bajó y lo puso de patas en la calle.
- A ver, pagando, pagando-. Y, como única respuesta, vio que el chico levantaba los brazos y decía gua-guá, gua-guá señalando a todas partes.
-Jua´pta, mudo-e´mierda, ¿a qué hora te trepaste en el carro´pes? Una buena patada en el culo es lo que te mereces, carajo-. Y, de un empujón en la espalda, lo mandó de bruces contra los adoquines de la calle que se tiñeron de rojo con la sangre que le salía de la nariz.
Atontado y con una cantidad de preguntas que se apretaban en el mate sin poder salir por la boca empezó a gritar y gimotear gua-guá, gua-guá. Nunca antes había sentido dolor; nunca antes había llorado. Y las lágrimas que le caían de los ojos y la sangre de la nariz lo sorprendieron y confundieron.
-¡¿gua-guá?!
Y después de un rato empezó a sentir algo que tampoco nunca antes había sentido. Era como si tuviera un hueco en la panza, que cada vez se iba haciendo más y más grandote. Tampoco hasta ese momento sabía qué es tener hambre. Y eso era lo que le oprimía la guata y lo hacía bostezar.
-¡¿gua-guá?!.
Empezó a caminar y caminar buscando su casa, pero decepcionado de no encontrarla emitía de rato en rato, uno que otro “gua-guá” que sonaba a filosófico y existencial: ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?...
De pronto, allí, junto al río Zamora, encontró la generosa caridad de las vecinas lavanderas de ropa que, a esa hora, tomaban el “entredía”. Lo invitaron, a lo que él, en su lenguaje gua-guá, agradecía. De una se zampó los cuatro bollos, uno detrás de otro, y el jarro de café que fueron directo a parar en el enorme hueco que se le había formado dentro de la panza. Luego quiso seguir caminando y una de las lavanderas tomó la iniciativa.
-Espérate, espérate un tas, y nos acompañas donde la ña´Pepita que vive cerquita de San Francisco, allí vamos a entregar tres tongos de ropa limpia.
Mientras caminaban, él iba mirando las casas, las calles, los parques que antes nunca había visto y gritaba emocionado ¡gua-guá! Algunos lojanos salieron, curiosos, a las puertas y a los balcones. Ellos tampoco, nunca antes habían escuchado ese sonido tan extraño “gua-guá”.
La “ña´Pepita” y sus amigas, que a esa hora tomaban el té, después de observarlo atentamente convinieron que era, como dijo la suca María Virginia,
-Un demente inofensivo que al parecer había perdido la chaveta.
Apesadumbradas las matronas, dijeron a sus sirvientas que le den de comer las sobritas del almuerzo. Él volvió a comer como desaforado y a agradecer en su puro lenguaje gua-guá. Después las señoras sacaron un abrigo negro muy viejo y se lo hicieron poner, el reía a carcajadas gritando gua-guá.
-¿Yora qué hacemos con este “Mudo Gua-guá”?- comentó una de ellas, sin saber que estaba bautizando a aquel personaje que en poco tiempo sería muy conocido y querido en Loja; aquel hombre que no se sabía de dónde vino ni cómo se llamaba. Pero que inspiraba una gran ternura.
Y mientras estaban pensativas buscando una solución, otra de ellas dijo:
-Si lo dejamos aquí, nos va a arruinar la vida, ya han visto: traga como mudo, mismo.
-Ja, ja ,ja- corearon todas, hasta que la más vieja de las señoras alzó la voz para decir:
-¡Ya sé…! Llevémoslo donde los padres franciscanos, el padre Mejía es muy caritativo.
Y así fue: el “Mudo Guaguá” fue llevado y acogido por los padres de San Francisco, que le dieron membresía en el convento, una cuja angosta, y harta comida de por vida.
Todos los días el Mudo Gua-guá se levantaba de madrugadita a rezar con los legos. Después barría con una escoba de pichana todo el patio del convento y luego salía a pasear por el parque de la Catedral.
Pasaron los años, y en Loja ¿quién no conocía al Mudo Gua-guá? A menudo, se lo veía parado en la mitad de cualquier parque, mirando el cielo estrellado, escudriñando los más profundos arcanos del universo, emitiendo de rato en rato una sonrisa desdentada de bondad y su eminentísimo gua-guá tan incomprensible y misterioso, que impresionaba a todos. Tocaba los árboles del parque y ponía sus orejas en los troncos, y solo él, el Mudo Guá-guá podía oír, quien sabe que recónditos y enigmáticos secretos. Los vecinos de Loja también aprendieron a entender la filosofía, la retórica y la elocuencia de la chulla palabra del Mudo Gua-guá. Y de tanto verlo y oírlo habían aprendido también aquella forma de hablar tan simple, Hasta que dejaron todos, todos, de usar palabras. Los abuelos contaban a sus nietos que hasta los pocos autos habían en la ciudad, cuando pasaban por el parque pitaban un sonido así como gua-gua´ y cuando las campanas de las iglesias repicaban, repetían el gua-guá típico de este otro bendito lugar del mundo.


Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec

Loja Ecuador, 22 de julio de 2013

Texto agregado el 02-08-2013, y leído por 188 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-08-2013 conmovedora historia, llena de ternura que emociona. jaeltete
 
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