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Mark observó atentamente a la mujer que sostenía la pistola. No precisaba su documentación para saber quién era. No necesitaba consultar sus propias notas para conocer todos y cada uno de los detalles de su biografía. En cuanto el embajador italiano había puesto en conocimiento de las fuerzas de seguridad inglesas las amenazas que estaba recibiendo, él se había puesto al frente de la investigación. Había reunido información de todos y cada uno de los sospechosos. Desde los datos más superfluos a los más relevantes, todos se hallaban convenientemente ordenados en carpetas de cartón marrones que descansaban sobre su desordenado escritorio. Todos estaban, asimismo, correctamente organizados en los compartimentos correspondientes de su cerebro. Sobre todo aquellos que hacían referencia a la principal sospechosa. La mujer que, precisamente, tenía ante él en ese instante.

Jane Mary Smith. Veintinueve años. Única hija de un matrimonio de abogados. Había nacido y se había criado en Oxford. Había acudido a un colegio católico próximo a su domicilio. Estudiante ejemplar, la habían besado por primera vez un día de diciembre. El afortunado, un niñato engreído que aspiraba a convertirse en neurocirujano y del que ella se había enamorado perdidamente. Poco después, él había desaparecido y ella se había trasladado a Londres siguiendo la pista de ese amor frustrado. Había estudiado enfermería y sólo unas horas después de graduarse, ya era enfermera en el King Edward VII Hospital Sister Agnes.

Allí había atendido al embajador cuando éste había estado a punto de perder la vida en un trágico accidente de coche. Durante meses, había sido su cuidadora, su protectora, la que había afrontado junto a él los que, probablemente, habían sido los peores momentos de su vida. Había permanecido a su lado, infatigable, hasta que el hombre se había recuperado por completo. Y aunque, posiblemente, para ella no hubiera sido más que parte de su trabajo, el embajador no había tardado en enamorarse perdidamente. Había sido tal la fijación del hombre que había prometido poner fin a un matrimonio de más de treinta años con una de las mujeres más influyentes de la alta sociedad inglesa, si la joven enfermera lo aceptaba.

Jane había rechazado sus avances y Mark no podía culparla por ello. Aunque fuerte y todavía atractivo, aquel tipo tenía edad suficiente como para ser su padre. Sin embargo, el tiempo parecía haber actuado a favor de las intenciones del embajador pues, meses después, Jane parecía haber cedido a sus avances. Pese a que no tenía pruebas fehacientes de ello ni testigos claros, todo apuntaba a que ambos había comenzado una relación que, tal vez, no hubiera terminado hasta esa misma noche.
Mark apartó la mirada de la joven y contempló el cuerpo sin vida que descansaba sobre el frío mármol blanco de una de las salas de la embajada.

De la noche a la mañana, la cómoda pero discreta existencia de la enfermera había cambiado radicalmente. Jane había abandonado su pequeño estudio de Notting Hill y se había trasladado a un lujoso ático de Belgravia. Había dejado a sus antiguos amigos y compañeros y había empezado a codearse con la flor y nata de la sociedad. Fiestas, viajes y coches de lujo, la joven había comenzado a disfrutar de una vida que los ingresos de una simple enfermera jamás podrían financiar.

Sin embargo, el embajador jamás había abandonado a su esposa. Y Mark sabía mejor que nadie que una promesa incumplida a una mujer ambiciosa era motivo suficiente para desencadenar su venganza. Una venganza que, en ocasiones, podía acabar con la muerte.

Su mirada escrutadora regresó a la mujer que, inmóvil, todavía sostenía la pistola. Una Walther P99 de nueve milímetros. Era evidente que la chica sabía elegir.

En realidad, aquel parecía un caso resuelto. Una mujer despechada. Un crimen pasional. Ella no había logrado abandonar el lugar del crimen a tiempo y el agente O’Brian la había cazado. Caso cerrado.

La recorrió con la mirada una última vez. Era pequeña y parecía terriblemente frágil. Su apacible rostro no semejaba el de una criminal pero, a menudo, las apariencias engañaban. Los peores asesinos jamás parecían serlo.

Entonces la miró a los ojos. Unos enormes ojos azules de cervatillo asustado. Unos ojos que lo vieron sin mirarlo. Parecía ida, perdida, como si su mente se hallara a muchos kilómetros de distancia. Y Mark supo que no había sido ella. No había llegado a ser quien era fiándose de las apariencias. La intuición era, para él, mucho más importante que las pruebas y en ese momento le decía que aquel caso era mucho más complicado de lo que parecía. La mujer no era más que una víctima que se había encontrado en el lugar erróneo en el momento equivocado. Se lo decía aquella mirada perdida. Se lo aseguraba el temblor de aquella mano que sostenía el arma. Se lo confirmaba el hecho de que él sabía mejor que nadie quién era ella.

La dulce Jane. Su dulce Jane. La niña a la que había perseguido incansablemente. La joven cuyos labios habían despertado sus fantasías de adolescente. La mujer a la que había abandonado en cuanto sus sentimientos por ella habían comenzado a ser demasiado fuertes. Una decisión de la que se había arrepentido durante todos y cada uno de los días que habían pasado desde entonces.

Con decisión, dio un paso adelante. Era demasiado tarde para ellos. No tenía sentido mirar hacia el pasado ni lamentarse por lo sucedido. No valía la pena soñar con un futuro juntos. Él había cambiado. Aquel niño que aspiraba a salvar vidas se había convertido en un monstruo que no se detenía ante nada, que hacía lo que tenía que hacer, estuviera dentro o fuera de la ley. Un perro que se levantaba cada día para seguir un rastro, para alcanzar un objetivo. Asesinos, violadores y ladrones le acompañaban la mayor parte del tiempo. Prostitutas, estafadores y sicarios le servían de confidentes. Una mujer como ella no duraría ni un minuto a su lado.

—Suelte el arma —gruñó, levantando su propia pistola y apuntándole al pecho.

La joven pareció no oírle, pues permaneció inmóvil.
Con paso decidido, Mark se acercó a ella y le arrebató el arma.

—Queda detenida por el asesinato de Massimo Arena —murmuró mientras la esposaba con la apatía de quien realiza su trabajo mecánicamente—. Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal.

Los ojos de la mujer se encontraron con los suyos. Más próximos. Más grandes. Más azules de lo que él los recordaba.

—Tiene derecho a consultar a un abogado —continuó mientras sentía como, en su interior, algo se rompía— o a tener uno presente cuando sea interrogada. Si no puede contratar a un abogado, le será asignado uno de oficio.

De repente, ella pareció cobrar conciencia de lo que la rodeaba. El hombre. Las esposas. El cadáver tendido en el suelo. Un pánico irracional se apoderó de ella y comenzó a luchar con las esposas mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

Mark la observó con aparente indiferencia, sin mover ni un sólo músculo para calmarla. Aunque ella se revolvió y forcejeó, él sabía que, en realidad, no pretendía escaparse. Era, simplemente, la reacción normal de una persona confusa, acorralada, envuelta en una situación que escapaba completamente a su control. Todavía tardó unos minutos en calmarse y, para cuando lo logró, sus muñecas estaban ya en carne viva. Cualquier hombre mejor que él hubiera sentido remordimientos aunque, en realidad, cualquier hombre mejor que él no hubiera permitido jamás que ella se encontrase en esa situación. Pero no él. Él la había herido tantas veces que ya ni siquiera podía sentirse culpable. Él la había dejado tantas veces que había perdido el derecho a arrepentirse.

—No pude —el fantasmal susurro de ella llamó su atención de nuevo—. No pude detenerlo.

Ahí estaba, la confesión que él esperaba. Las palabras que más había temido desde que se había dado cuenta de que ella no había matado a aquel hombre porque, si bien dejaban claro que Jane no era la culpable del asesinato del embajador, la involucraban en una situación más peligrosa todavía. Como único testigo del crimen, la situaban en el punto de mira del asesino. Y, ahora, él era el único que podría protegerla… Hasta que llegara el momento de abandonarla de nuevo.

Texto agregado el 20-07-2013, y leído por 138 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-07-2013 El resultado es bueno. Narración prolija, con escenas bien logradas. Descripciones finas. Mínimos detalles por mejorar que no demeritan un muy buen trabajo. Un abrazo. umbrio
 
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