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60 SEGUNDOS

Tenía diez años entonces, quizás once; pero no más que eso. Mi madre intentaba levantarme de la cama desde las ocho de la mañana de ese día. Recuerdo bien ese instante, negándome a salir de entre las sábanas argumentando un fuerte dolor de estómago, o algo as...í. El miedo al dentista a esa edad debería ser tema para debate en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. ¡Sí! Debería existir una ley que sancione a los padres que obligan a sus hijos pequeños, mediante métodos reconocidos de hostigamiento, a ir al dentista.
Por supuesto que mi madre uso uno de esos métodos reconocidos para hacer su voluntad esa mañana; le bastaron dos dedos en uno de lo pabellones de mis orejas y jalar hacia arriba, para dar de alta y en sólo un segundo, mi excelente actuación del dolor estomacal.
Cuando uno es niño, vive sumergido en un mundo de obediencias forzadas. Otro tema para un serio debate en la misma cámara.
Lo cierto es que así salimos aquella mañana de casa. Cinco cuadras con mi madre arrastrándome de la mano hacia la parada del colectivo.

El bajo Belgrano es un barrio tranquilo, como cualquier otro de Buenos Aires; pero se convierte en un infierno ni bien uno asoma la nariz a la Avenida del Libertador. Otro sufrimiento gratuito.
A los lloriqueos esperaba junto a mi madre en la avenida, la llegada del 29, que baja desde Olivos y corta toda la capital hasta La Boca. Nosotros íbamos al microcentro, muy cerca del obelisco. Era ahí, donde atendía el maldito dentista de la mutual.

De niño, cuando viajaba por los extensos recorridos serpenteantes de los colectivos, pegado a la ventanilla imaginaba que cada calle selvática de Buenos Aires, era invadida por un ejército de zombis atropellados. Miles y miles de almas silenciosas atacando cientos y cientos de aceras, calles, y avenidas con distintas imprudencias intentando llegar primero; vaya a saber uno a que lugar. Me sentía navegando dentro de un río atronador de bocinazos, histerias y humo. Sumergido en lenguas infinitas de automóviles disímiles. Fantaseaba durante todo el recorrido, con esos gigantes monumentos a los próceres, imaginándomelos como vigías inamovibles de una selva mecanizada. Así era el viaje para mí. Atravesar una selva adulterada de millones y millones de ladrillos apilados; miles y miles de cascarudos con rueditas, uno detrás del otro como hormigas; decenas y decenas de árboles sin hojas, de quince, veinte, treinta pisos y ruido; mucho ruido, neurastenia y humedad.
Y en medio de esa jungla de alienados. Yo, yendo a sacrificar mi dentadura a un maldito asesino de dientes. Mi vida no podía ser más calamitosa. Todo era un calvario ese día.
Ya no quiero recordar como conocí ese diablo vestido de blanco, por lo que no diré más sobre ese encuentro.
Lo cierto es que volvía del dentista enojado hasta el fin de mis días, con mi madre. Regresaba con los ojos rojos por el llanto, la simpatía en los tobillos y con una de mis manos tomándome el mentón, por la sensación a dolor que depone la anestesia. Así, reaparecía mi humanidad para atravesar otra vez la misma jungla. Observaba por la ventanilla del colectivo a todos esos zombis saturando los trazados selváticos de cada arteria gris; y no veía a nadie sufrir como yo sufría en ese instante. El mal humor que deja un dolor de muelas no tiene precedentes, mucho más, cuando uno tiene diez años y todo se multiplica para luego exagerarlo.

Entonces sucedió. En medio de todas mis desgracias, el 29 se detuvo en un semáforo, y al instante, el ruido precipitado de otro cascarudo frenaba a centímetros de mi ventanilla. Me impresionó estar tan cerca. Podía ver todos esos zombis casi pegados a mí, amontonados y silenciosos hasta que el colectivo se detuvo por completo y en la ventanilla que quedó de frente a la mía, inesperadamente se plantó el recuerdo más extraño y hermoso de todos mis recuerdos. Supongo que tenía mi edad. Parecía una luciérnaga iluminando todo ese paisaje latoso. Quedé observándola hechizado, su pelo lo anidaba una maraña resplandeciente de hebras amarillas, incluso algunas no me permitían observar con claridad sus enormes ojos claros, hasta que ella las jaló hacia un costado con un movimiento suave de ambas manos. Toque el vidrio con las yemas de mis dedos como acariciándola al advertir la amplitud celestial de su encanto.
No podía entender el contraste que ofrecían mis ojos.
Cincuenta centímetros como mucho, separaba una ventanilla de la otra. Cuando me sonrió, todo mi mundo se quedó sordo y ciego para el resto. Desde el otro lado, me preguntaba con gestos recargados si me dolía mucho la muela. Asombrado por su intuición y más por impulso que por respeto, dije que sí como pude y me reveló como a ella, le faltaba uno de los dientes de su sonrisa. Toda su carita parecía un solcito de sopetón, menos un diente. Luego su rostro quedó reflexivo y dijo algo más que no pude interpretar, absorbido, atolondrado por la rebelión que causo en todo mi cuerpo. Una reacción revolucionaria de los sentidos que jamás volví a experimentar hasta hoy.
¡Qué minuciosos pueden ser a veces los recuerdos de alguien!
Los dos miramos a los frentes boquiabiertos cuando intuimos que ambos colectivos, se preparaban para seguir cada cual con su recorrido. Algo pasó dentro de cada uno, lo vimos reflejado en la llovizna que filtraron los ojos. Alguna célula se frenó. Alguna fibra se rompió. Algo martilló el corazón de los dos puesto que los dos, nos miramos con el desconsuelo de la misma flecha. La corazonada era más que certera; jamás volveríamos a estar otra vez, tan cerca uno del otro. La misma vida que nos visó; declaraba sentencia.
Ella me sonrió saludándome con su mano dejando ver en su reacción, un sabor a desánimo, y yo sentí que moría. Hasta intenté levantarme de mi asiento en un impulso inconsciente, pero mi madre volvió a sentarme de inmediato. Su colectivo dobló de repente ni bien cambio el semáforo de la avenida, y la envidia violenta del destino, se la llevó en la emboscada más cruel que recuerde.
No volví a verla jamás.

Cuando tenía dieciocho años, fui hasta el lugar exacto donde la conocí y controlé el tiempo que transcurre desde que ese semáforo de la avenida queda en rojo, hasta que vuelve al verde.
Sólo sesenta segundos y todavía veo su rostro como si estuviese frente a mi en este mismo instante.
Un suspiro me bastó para recordarla hasta hoy.
Sólo sesenta segundos duró esa vida. Un soplo. Un amor.

Hace treinta años que ese recuerdo vive conmigo. Es sólo eso, un recuerdo de algo que ocurrió en un niño. Algo que la vida, simplemente va dejando de lado. Pero siempre me pregunté que hubiese sucedido si en alguna parte de mi vida, la hubiese encontrado nuevamente en ese tirón del corazón. Tal vez por eso, un recuerdo como ese; dura una eternidad. Seguro, por la ilusión que deja cuando uno reconoce que la vida que está viviendo, en realidad no es ni el diez por ciento de como la imaginó.

Hoy pude venir en mi auto. Evitar toda esa histeria de siempre en el tráfico porteño; con calefacción, paciencia y buena música. Pero quise volver a subirme al mismo colectivo, el 29. Hacer el mismo recorrido serpenteante como el de esa mañana con mi madre, dado que casualmente, voy bastante cerca del consultorio del dentista que me atormentó la infancia.
Mirando por la ventanilla, recuerdo esa imaginación de niño cuando veía a toda esa gente invadiendo las calles, las avenidas, como un ejército de zombis atropellados, silenciosos. Apurados por llegar primero vaya a saber uno donde.
Y ya no recuerdo cuanto hace que me convertí en uno de ellos.
¿Por qué será que el presente siempre es tan ingrato a los recuerdos?

Un abogado me espera en tribunales para tratar el pedido irrevocable de divorcio de mi esposa. Y me pregunto cuando fue que esta vida mía, me pasó por encima.

Como quisiera volver a ese dolor de muelas. Empezar de nuevo. Volver por el mismo recorrido. A veces, tener el coraje para doblar en una esquina impensada, puede salvarnos la existencia.

Texto agregado el 22-06-2013, y leído por 140 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-06-2013 Un buen cuento sobre la nostalgia en el sentido estricto de la palabra: "el dolor por el regreso". Gatocteles
 
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