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Los rostros expectantes de los “na-towe-ssiwak” firmes en sus monturas no insinuaban el flujo de emociones en sus centros de equilibrio. Pero ningún sioux requería palabras para entender en su corazón el momento definitivo en que muchos confrontarían la muerte.

El sol que expresa la magnificencia del Gran Espíritu Manidowkama parecía meditar sus rayos en el oriente, desde donde venían los perros ladrones Wasikus que profanaban las sagradas Colinas Negras Paha Sapa en busca de oro, luego de arrebatar los territorios de los Dakota-santee, Nakota-wiciyela, o Lakota-teton.

Para esos momentos los espíritus de muchos bravos ya habían dejado las praderas donde cazaran los bisontes arcaicos como hicieran sus abuelos y sus ancestros desde el principio de los tiempos.

Nadie desconocía los episodios sangrientos donde sus hermanos cayeron bajo las balas de los enemigos embrutecidos por “el agua de fuego” y las pepitas de oro que rescataban de los ríos como quien recolecta dientes divinos. De hecho en todos estaba presente aún el asesinato de Oso Conquistador por el wasiku John Grattam, quien entrara en el teepe del jefe para reclamarle la muerte de una vaca; o la masacre de años antes en Washita, donde el jefe cheyenne Marmita Negra había muerto defendiendo a una aldea de la que no se salvaron ni los viejos, las mujeres o los niños.

Pero a nadie le extrañaba la barbarie que exudaban las entrañas de unos invasores que años antes igual se destruyeran entre sí, y que ahora parecían unirse para exterminar a todas las tribus: desde los habitantes del Lugar de las Aguas Celestes hasta los sotaeo cheyennes o los comanches de El Pueblo Numunuu.

Ninguno se sorprendía por esa guerra incubada desde mucho antes, aunque todos sabían que ahora se libraban las batallas definitivas ya vaticinadas por la voz solemne del Bisonte Macho Sentado Tatanka Yotanka, quien efectuara un día completo la Danza del Sol con la espalda pintada de azul y los brazos de rojo, a tono con la sangre de la carne desgarrada que el jefe ofrendaba al Gran Misterio Wakantanga mientras bailaba sobre la punta de los pies con el cuerpo encorvado y la vista levantada hacia las inconmensurables entrañas de los astros.

Aquel día los pueblos de la pradera habían esperado con respeto el mensaje del hombre de conocimiento cuya boca siempre se curvaba hacia abajo como si le sonriera a la tierra. De manera que la voz exhausta de Tatanka Yotanka propiciaría el estallido de un festejo que hizo vibrar hasta la compacidad del aire untado en las colinas, pues el líder hunkpapa había tenido la visión de cientos de wasikus despeñándose del cielo como insectos.

Hacía rato que el sol ya se había despojado de su placenta difusa y ahora subía diluyendo el crepúsculo. Pero nadie se movió de los sitios donde parecían enraizados en la tierra, como si abrevaran del núcleo de energía donde aguardaban los jefes Tatanka Yotanka, “Cola Manchada” Sinte Galeshka, y “El que tiene un Caballo Loco”, o Tashunka Witko.


El frío del amanecer había cuajado en el rocío sobre una hierba entre la que se escabullían las hormigas y los escarabajos dispuestos a seguir con sus manías instintivas, pero a diferencia de Tatanka Yotanka, Tashunka Witko en ningún momento precisó de un pellejo de bisonte para cubrir su piel no desnuda, sino cubierta desde la frente hasta los tobillos por una pintura azul ornada con violentas franjas negras como tajadas a las ingles del demonio “Tierra Tenebrosa” Unk Cegi.

Algunos vieron de cerca aquella ocasión al joven Ogle Tanka o Líder Guerrero sólo vestido con un taparrabos, y no detectaron ni siquiera el mínimo temblor en su rostro dignificado por el cabello suelto hasta la cintura, y surcado por un relámpago amarillo en la mejilla, a tono con el polvo que ya cubría sus partes vulnerables por recomendación de los Seres del Trueno Wakiyas que muchos años antes encarara en Paha Sapa.

Aquella ocasión fija para siempre en la memoria de la tribu, el pequeño Tashunka Witko recibiría el nombre de su padre, luego de que el niño tuviera la visión de los Wayikas que le designaran al Búho Blanco como su tótem al entregarle una viruta de cuerno para dar fuerza a su caballo, y un canto sagrado de Manidowkama para convertirlo en protector de su gente.

A lo lejos se distinguió la irrupción de un guerrero de tronco erecto sobre el lomo del bruto de belfos espumosos que cabalgaba desbocado. La ansiedad palpitó entre los sioux, quienes vieron de soslayo los semblantes firmes de los jefes y sintieron vergüenza.

El bravo tardó pocos minutos en llegar hasta los líderes, para informar del avance de las fuerzas del “Gran Padre Blanco”, encabezadas por varios “Jefes”, entre los que destacaba el sanguinario “Pelos Largos” Pahuska.


A sus 36 años, el general George Armstrong Custer no sentía como un elogio el sobrenombre “Pahuska” que le dieran los sioux, pues para él valía más el reconocimiento del General Philip Sheridan, con quien compartía su desprecio por unos indios a los que se creía capaz de expulsar a latigazos si así lo deseaba, pues ya era verdad sagrada entre todo el elitista Séptimo Regimiento de Caballería la frase con la cual Sheridan resumía la mentalidad de sus hombres: “un buen indio es un indio muerto”.

Pero Custer sabía que su empaque físico no era el que idealizara en su mente veinte años atrás, cuando ingresara a la academia militar West Point seis años antes de la fratricida Guerra de Secesión entre las Fuerzas de la Unión donde participaría en contra de los Confederados.

De hecho, si algo le desagradaba a Custer era su cuerpo, cuya delgadez apenas y se disimulaba por el uniforme con estrellas en el cuello y en la cúspide de una cruz que ornaba su corbata roja, como aquellas de los 500 soldados que liderara a los 24 años en la batalla de Winchester.

Pero si había una molestia con su persona, bien que la disimulaba Custer, considerado un mito viviente por unos hombres que no reparaban en su semblante: el rostro anguloso cubierto de paño, la cordillera formada por la nariz prominente entre las cejas que aplacaban los diminutos ojos helados, la boca oculta bajo el bigote en cascada, o la barba que hiciera famosa Búfalo Bill.

Esa era la estampa de Custer aquel 25 de junio cuando llegó a Montana al frente de 850 hombres luego de separarse del resto del ejército bajo el mando de tres generales, habiendo obtenido el permiso del general de brigada Terry para conformar la avanzada.

De modo que Custer segmentó a sus once escuadrones: tres para el mayor Reno; tres al capitán Benteen y cinco bajo sus órdenes. Luego ordenó a Reno que acometiera a los supuestos 1,500 indios hacinados a 25 kilómetros, según le aseguraran tres días atrás sus fieles guías crow Cuchillo Sangriento y Mocasines Peludos, quienes lo acompañaban desde su salida de Fort Lincoln un mes antes.


Pasaron las horas y los hombres de Custer comenzaron a inquietarse por la ausencia de noticias. Poco después se escucharían los clarines de alarma al ver a la distancia el avance como de una manada de búfalos de miles de sioux, cheyennes y arapahoes encabezados por Tatanka Yotanka y Tashunka Witko.

No hubo tiempo para reflexionar en que si los guerreros habían llegado ahí era porque las fuerzas de Reno ya no existían. Custer se plantó frente a sus hombres y los arengó con el brío que lo había caracterizado en la docena de combates que librara durante la Guerra de Secesión, cuando arrostraba a la muerte sin los resquemores de sus superiores McClellan, Pleatoson o Sheridan.

Los soldados de Custer se sintieron imbuidos por la soberbia que emanaba su líder y espolearon a los caballos para enfrentar a “los indios haraposos” que ya disparaban sus flechas primitivas en medio de los alaridos que parecían apuntalar la figura señera de Tashunka Witko.


Bastaron pocas horas para que sucumbiera el Séptimo de Caballería. Al final de la contienda varios caballos aún trotaban desconcertados en mitad de los cuerpos convulsos: guerreros contorsionados sobre la tierra; soldados agonizantes erizados por flechas en tanto los sioux victoriosos les tajaban el cuero cabelludo con sus tomahawks chorreantes de sangre; hombres con los sesos reventados por su propio revólver para no caer bajo sus enemigos.


El cuerpo erguido de Tashunka Witko descollaba en mitad de un grupo de bravos de tendones templados por El Gran Silencio de Wakantanga. El guerrero levantaba el rostro de granito hacia un sol nuevamente ensangrentado, luego de arrancarle los tímpanos a Pahuska para que su espíritu atestiguara por una vez el avance de las almas al más allá.

Texto agregado el 11-06-2013, y leído por 351 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
21-06-2013 Fantástico amigo, al final de la guerra fueron sometidos los bravos guerreros. Me recordaste a Jack London. Cinco aullidos en la pradera. yar
12-06-2013 Tu narración es de un gran valor estético. No solo aludes y nos refieres un hecho histórico, sino que el hecho se siente animado a cada una de las palabras y oraciones que lo cuentan umbrio
11-06-2013 Gran narración de la batalla de Little Big Horn. Un trocito de historia realzado con tu particular estilo. Como siempre, un gusto. kone
 
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