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CRÓNICAS DE LA CABAÑA

No sé a quién se le ocurrió que fuéramos de vacaciones a un pueblito zopilotero, según porque era necesario probar algo nuevo y no sólo estar yendo a las playas y zonas turísticas manidas, donde cada temporada subían los precios de sus servicios como si atendieran a príncipes corintios.

El caso fue que acabamos recluidos a la orilla de un río, en una cabaña que supongo había servido de establo, pues en varias partes había restos de boñigas de vaca o burro, quién carámbanos podría saber.

Por aquellas fechas los miembros del laboratorio de investigaciones biológicas éramos puros jóvenes, y el asunto nos causó gracia a la mayoría; incluso las tres mujeres que acudieron al llamado de los tres tipos que íbamos tomaron el asunto a la ligera, y hasta usaron los residuos secos para prender la fogata que serviría de fondo para nuestras historias de espantos y misterios terribles, a tono con la luna obstruida por las nubes.

El primer día de la semana que permaneceríamos ahí acomodamos las cosas organizando cuáles zonas fungirían de baños para unos y otras. Igual acudimos al pueblo engullido en el gañote de las montañas. Compramos algunas provisiones y platicamos un poco con el señor de la tienda, un viejito como esos que salen en el documental “Del olvido al no me acuerdo”, de Rulfo.

El segundo día determinamos buscar chapulines para al fin probar el platillo que degustó Moctezuma. Lo malo fue que nadie tenía idea de dónde se podrían esconder los animalillos suficientes para hacer una docena de tacos, por lo que retornamos sólo con algunos insectos guardados en frascos como reliquias luego de una incursión absurda en el monte.

El tercer día las mujeres ya se habían convertido en amigas entrañables, y nosotros sellamos nuestra alianza mediante una borrachera a puro tequila con limón, cantando rolas desgarradoras de José Alfredo.

El cuarto día supuraron las emociones ocultas, de modo que Juan Anselmo al fin confesó que se le cocían las habas por llevarse a la cama a Lourdes, una chaparrita de tetas descomunales que en el trabajo siempre se mostraba recatada, contrario al temple desmadrozo que le conocimos de pronto.

El quinto día Ruperto atrapó un conejo con técnicas de cazador ancestral, y lo compartió con la tribu ya fastidiada de frijoles de lata y atunes con galletas Marías a falta de saladas.

El sexto día nos pusimos una briaga desaforada con las mujeres, y acabamos bailando “La puerta negra” y “La del moño colorado”, bien repegaditos al ritmo de los acordes de una grabadora vieja abastecida con pilas Águila Negra.

Mucho después me enteré que yo me había quedado jetón luego de vomitar mientras Beto fajaba con Chabela y Juan Anselmo al fin cosechaba los frutos de su labor paciente durante la semana con Lourdes, a quien le obsequió flores e incluso le escribió poemas vergonzosos donde la mostraba como “más brillosa que la luna”.

El caso fue que llegó el último día de nuestra estancia en esa cabaña cuya renta nos había salido en mil pesos, y Juan Anselmo ya era pareja formal de Lourdes, mientras que Beto resultaba ser “amigo con privilegios” de Chabela.

Yo tuve que hacerme justicia por mi propia mano por no atreverme a tirarle los canes a María Antonia, cuya risa estridente podía pasarse por alto ante la generosidad de su trasero. Igual, debo confesar que no había nadie como ella para montarse en la pierna en el baile de caballito, luego del cual me había transformado en la versión dolorosa de un hombre-burro.

Retornamos a la ciudad después de bañarnos haciendo malabares sobre las piedras del río. Ahora los grupos monolíticos de hombres y mujeres se habían mutado en tres parejas, la última de las cuales aún está por amarrarse, nomás es cosa de que me anime a declararme a María Antonia, a quien de pronto le he descubierto cualidades virginales, por lo que no dudo que cualquier día de estos acabe haciéndole un poema donde elogie “sus ojos negros y su boca más fogosa que la lumbre”, según me aconsejó Juan Anselmo.



CRÓNICAS MEFÍTICAS

Gervasio se concentraba en el excusado a las tres de la mañana con la frente añosa comprimida por el rollo de papel mientras evacuaba el torbellino infame en sus tripas: sufría las consecuencias de embutirse unos roles de canela con un jarro de chocolate luego de un caldo de pollo.

Antes de acostarse horas atrás había visto una película intrascendente acompañada por la melcocha mercantil del “día del amor y la amistad”, cuyo referente ancestral era la fecha que hacía milenios servía a los romanos para festejar al Lobo Macho Lupus-Hircus.

Gervasio asumía el talante de un mártir mientras el espectro luminoso recorría su rostro desplegando en su mente las secuencias donde los sacerdotes de los lupercales sacrificaban en una cueva a un perro y un macho cabrío, a los que despojaban de tiras de piel o “februa” en mitad de una carcajada ritual para luego salir del sitio, desnudos y arremetiendo con los colgajos purificadores que evocaban al miembro viril y por lo tanto eran símbolo de fertilidad.

Un nuevo retortijón hizo que Gervasio se restregara el rollo en la frente y le mentara su madre a las hordas de bichos que hacían de las suyas en sus intestinos.

Vivía solo desde hacía unos años, luego de que su esposa lo abandonara con sus hijos ya adolescentes al descubrirlo saliendo del hotel con Frodoncia Estéfani, una muchacha morena como ídolo zapoteca que despachaba las tortillas en la colonia. De modo que desde entonces Gervasio se las había arreglado para atender su café internet compartiendo algunas noches con Frodoncia Estéfani, la Venus neolítica que apenas y sabía escribir su nombre.

El que Gervasio todavía tuviera batería para satisfacer a una mujer joven ya era un triunfo consumado a sus sesenta y ocho años. Pero no contaba con los reclamos de Frodoncia Estéfani a causa del dichoso día de San Valentín, festejado en honor de un santo olvidado.

Gervasio sintió que desalojaba hasta lo que no debía. Se levantó de la taza y jaló la palanca, soportando el hedor con un aire de fatalismo al que se acostumbrara desde hacía mucho. Salió del baño, cerró la puerta y tomó aire “para limpiarse los pulmones”.

Llegó al dormitorio donde Frodoncia Estéfani roncaba acurrucada como albóndiga. Se acomodó con cuidado para no despertarla, pues ya sabía de sus arranques de cólera desde que era consciente del poder de su vientre húmedo.

Gervasio trató de conciliar el sueño con la mano posada sobre su calva en una pretensión pueril de curación reiki. Pensaba en la manera de limpiar sus computadoras de la porquería que les dejaron entrar varios emos al bajar malware infausto escondido en corazoncitos endulzados con los “gusanos Nuwar OL y Valentin. E”.

Gervasio agradeció a San Martín de Porres y a San Judas Tadeo por inmunizarlo contra los estados de “demencialidad temporal” y de “obsesión compulsiva” generados por los desatinos químicos del amor cuando violenta al hipotálamo. Y justo entonces un nuevo estrujamiento del duodeno lo hizo incorporarse callando una maldición.

Se incorporó y avanzó con el cuerpo combo al baño, mientras Frodoncia Estéfani se estiraba como si estuviera en la playa y aún dormida extendía el brazo severo contra el intruso que yaciera a su lado.

Gervasio abandonó los miramientos y abrió la puerta del baño con furia. Se bajó el pijama y se sometió a su penitencia, mientras la mujer despertaba soltando tal palabrota, que Gervasio apenas alcanzó a refrescársela entre dientes, con el propósito firme de tomar medidas sin importarle las amenazas de la hembra de abandonarlo.

Una andanada de improperios de Frodoncia Estéfani acabaron por zarandear la panza abatida de Gervasio, quien evacuó con la conciencia clara de un escalofrío como geco reptando desde el bajo vientre hasta su rostro deformado en una mentada a la musa a quien estaba dispuesto a cobrarle todas juntas nada más que se repusiera tantito de su martirio.


CONTROL MENTAL

La obra de teatro ya mero terminaba y yo hacía rato que sentía la vejiga inflada como esos globos que los niños llenan de agua para jugar a las guerritas.

El problema era que estaba en los asientos de hasta adelante, donde Elena no me quitaba el ojo de encima, toda nerviosa luego de invitarme a ver su debut como actriz en aquella versión Región 8 de “La Celestina”, llevada a cabo por obra y gracia de una maestra que así calificaba el curso de Literatura en la prepa.

Para ser sinceros, lo mejor que tenía Elena era el porte de princesa escandinava, y el rostro que evocaría a una Madonna renacentista de no ser por el cuerpo voluptuoso como moldeado para el pecado.

Por eso y no a causa de su interpretación adocenada de Melibea era que yo me mantenía con rigor espartano en mi asiento, apretando las piernas como si efectuara una danza posmoderna para contener las ganas de orinar.

Por entonces Elena al fin había aceptado andar conmigo luego de semanas de estarle ayudando con las materias donde no daba una. Pero ¿a quién le interesaba que ella no fuera un dechado de intelectualidad?, si nada más con morder sus labios carnosos yo sentía que se me endurecía a la brava mi alter ego retenido como bestia indómita bajo el bóxer.

No sé cómo le hice, pero soporté los últimos minutos en que mi cabeza fue invadida por los colores macabros patentados por el Pato Lucas. Y no sólo tuve el aplomo de aplaudir con ahínco al término de la infame representación, sino que hasta me acerqué a Elena para felicitarla y avisarle que tenía que salir de volada para reclamarle al maestro de Ética sobre mi calificación.

“Maestro de Ética”, ¡mis narices, qué! Lo primero que hice fue apelar a la profunda concentración mental que me permitía resolver ecuaciones de tercer grado en mitad de un clásico Chivas-América. De modo que me retiré con porte de Agente 007 luego de presentarse como “Bond, James Bond”, y anduve con serenidad hasta los baños, donde recuerdo cada instante como las secuencias en cámara lenta de las películas de cine mudo que otro tipo alucinado nos obligaba a presenciar.

De manera que traspuse la puerta abollada y avancé como sobre huevos de caguama en extinción por el piso marcado con las huellas lodosas de mil y un pies profanos.

Me detuve ante el mingitorio que apestaba a meados, abrí el pantalón y saqué con sumo cuidado mi artefacto completamente cohibido por la tensión que tenía. Luego fue la liberación, lenta y disciplinada: la salida del líquido retenido a la mala durante el tiempo justo para que “contemplara mi vida”, como siguiendo el consejo prudente que le hiciera Obi Wan Kenobi a un alienígena en un tugurio de Star Wars.

Texto agregado el 04-06-2013, y leído por 302 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
12-08-2013 Muy chispeantes y coloridas sus narraciones, bastante diferentes en sus estilos y argumentos, entretenidas y bastante irónicas, me asombra la gran capacidad que usted tiene para escribir con fluidez y desenfado característico, tiene mi admiración dromedario81
05-06-2013 Que excelentes historias. Son tan increíblemente humanas y colmadas de buen humor y amores de gran calibre. Siempre es un gusto léerte. kone
05-06-2013 Otra vez nadie comenta. En este momento dudo que la página cuente con un mejor narrador que tú. Así suele ocurrir. Es un placer leerte. Un abrazo. umbrio
 
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