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Guitarreada Inolvidable

La ruta era un empedrado suelto, con múltiples curvas, cerros, bajadas y subidas. Salieron desde Astica y tenían que ir a asistir los pacientes en la salita de primeros auxilios de Chucuma. De costumbre tenían que estar a eso de las 9. Mirando el paisaje agreste y semidesértico formado por algarrobos, tuscas, jarillas, pastos ralos y piedras, van la ambulancia, el chofer y el médico. La movilidad comenzó a colearse y Juan le dijo al médico:

- Lo lamento, che doctor, pinchamos una rueda.

- Qué lástima, pensar que vamos justo a tiempo para atender a la gente.

- Si, pero no te hagas problema, doctor, porque ya conseguiremos ayuda.

- Está bien, si hay que esperar…

Como pudo, enfrente del cerro, y justo unos metros antes del Río La mesada, Juan estacionó.
Ambos se bajaron, estiraron los pies.
Se aproxima un camión, a juzgar por la polvareda demasiado grande hacia el Sur. Y justo, Juan terminó de sacar la rueda pinchada. No había una de auxilio.

- ¿Qué tal Damián?

- Bien ¿y vos Juan?

- Mirá, ¿me podés llevar esta rueda al pueblo grande y la haces emparchar, y después me la envías con alguien conocido pa acá?

- Ta bien, no hay problema, enseguida la mando con alguien. Parece que están solos che, ¿no han visto al diablo todavía por éstos lugares?...

-Mándala rápido que tenemos que ir a atender los pacientes del puesto… No te hagas problema doctor, tomamos unos mates con tortitas, y esperamos que vengan con la rueda.

Frente al camino sinuoso en donde estaban parados, había un pequeño rancho, en la falda de un cerro de mediana altura. En ese lugar vivía Sergio, el ermitaño. Estaba todo cerrado y abandonado, como si hacía tiempo no vivía nadie. A Sergio se lo veía frecuentando Astica, La Mesada, Chucuma, Baldes del Sur y otros lugares; pero hacía mucho que nadie sabía nada de él. Siempre montado en su caballo, el Negro. Sergio era muy verborrágico, se burlaba de la gente, de colocarles sobrenombres a las personas con solo mirarlas, o escucharles hablar o caminar. Cualquier desconocido ante él, salía con un sobrenombre puesto. Muchos le temían.
De bien que estaban, se ve otra polvareda, más pequeña que la anterior que venía del norte; y no había dudas que era Sergio, el ermitaño. Saludó con una mano y se pasó a su vez el dedo índice sobre el ala de su sombrero arrugado como él, dejando entrever sus ojos inquietantes. Vestía a lo gaucho, pero algo abandonado. Alto y canoso, con espalda encorvada. Las espuelas eran lo que más brillaba. Dejó al Negro, arrinconado a unos palos que servían como palenques. Entró a su rancho. Salió conuna guitarra. Cruzó la ruta…

- Che Juan, mientras esperás, podemos tocar algo en la viola.

- Meta, aquí tengo la mía (mientras Juan hacía para adelante el respaldo del asiento de la ambulancia, sacando una hermosa guitarra enfundada y comenzando a guitarrear).

Y allí nomás se armó la fiesta. Juan punteaba, mientras que Sergio al rasguear no se sabía si eran sus uñas largas o la dureza de las cuerdas alquitranadas y polvorientas. Parecía que ambos hacían un dúo perfecto, aunque a la hora de cantar, los dos desentonaban. El médico observaba y cantaba también. Una tras otras: cuecas, gatos, zambas por montones, algunas con dedicatorias y aros. A veces eran dos los que cantaban, a veces tres. Realmente fue una guitarreada inolvidable.

Soplaba una brisa que poco a poco se iba notando más. Los tres estaban guitarreando y cantando bajo un sol inquietante y la puerta abierta de la ambulancia servía como una carpa que daba una ligera sombra sobre las personas. Una sombra a medias. Los pequeños arbustos se movían al compás del viento, sin que dejaran de observar el pendular de un camotín de avispas, que tan pronto estaba bien arriba de las ramas de un arbusto cuando el viento era suave y que a veces tocaba el piso junto a otras ramas cuando el mismo era más fuerte. Por momentos se levantaba tierra, que entraba hasta en los ojos de los cantores.

Juan, se llevó la palma de la mano al cuello y se sintió un “zapp” fuertísimo.

- Sonamos che doctor, acaba de picarme una avispa en el cuello, y soy muy alérgico a las picadas.

- No se haga problema Juan, enseguida se le va a pasar.

- No, no se me va a pasar che, yo me conozco. ¡Otra vuelta me pasó lo mismo y casi me muero!

Juan, no alcanzó a decir “casi me muero” cuando el médico miró su rostro que ya tenía una intensa transpiración. Palidez y los ojos para atrás completaban el cuadro. La agitación era intensa y se sentía un silbido que parecía que estaba en sus últimos minutos de vida. Atinó a examinar y tomar el pulso. Y ya casi sin pulso, llevaron a Juan con la ayuda de Sergio a la parte de atrás de la ambulancia. Lo acomodaron como pudieron. El médico daba las órdenes y Sergio obedecía con un sí doctor o con un no doctor, según encontrara o no lo que pedía. Inyectaron sueros en la vena, colocaron unas inyecciones en la misma vía. El oxígeno no faltó a Juan. De momento tenía tantos tubos colocadas a su alrededor que parecía astronauta en medio del desierto.

Poco a poco Juan retornaba a la normalidad en esa mañana de Abril. Su respiración de agitada pasó a más pausada, y su rostro de casi moribundo pasó a tener el color de la tierra del lugar: ni tan blanco, ni tan marrón. Sus ropas aún estaban mojadas, y de sus labios alcanzó a balbucear: por favor che doctor no me dejés morir. En medio de tanta soledad, en esos momentos de extrema urgencia no pasó ningún vehículo ni ser humano por dicha ruta. Era tal el silencio que había, que lo único que se oía era el sonido del oxígeno, que al salir por la tubuladura del tubo, emitía un siss, siss, siss. El sonido simulaba decir siss te vas a salvar. Sergio no decía nada, no hablaba, más bien quedó sorprendido con la rapidez que tanto él como el doctor actuaron en esa desgracia que a Juan le tocó vivir. El médico tampoco hablaba. A esa altura, se entretenía con asegurar las cintas adhesivas que Juan tenía colocadas en la zona de la aplicación de los sueros, en controlar la intensidad del oxígeno, en intentar acomodar la cabeza al enfermo. También controlaba la caja de medicamentos, mientras observaba un pequeño crucifijo que colgaba de atrás de la cabecera del paciente.


Los minutos pasaban sin que los tres se dieran cuenta. Juan se había repuesto bastante.

De repente se sintió un estrepitoso chillido del caballo del ermitaño y el Negro pasó raudamente por al lado, como si estuviera asustado. La tierra que levantó el animal se depositó arriba de la ambulancia. El Negro se fue en dirección al Este, en donde todo era parecido a la nada, excepto por algunos algarrobos, y otros pocos arbustos con espinas y alguno que otro cactus deshidratado. El ermitaño, salió también despavorido detrás de la bestia, tirando su guitarra en la tierra. Si no volvía a conseguir al Negro, sería realmente bien ermitaño.

-¿Será que el Negro ha percibido o visto algo que no alcanzamos a ver, che doctor?

-¿No será que el Negro es medio loco y lo asustaron las voces de los cantores? Me parece…

- Quizás esté hambriento. Qué se yo. Che doctor.

Seguidamente se metieron entre las tuscas. Juan y el médico dejaron las guitarras, el mate, la ambulancia toda y se adentraron en la pedregosa geografía detrás del ermitaño buscando al Negro.
Pasaron varios minutos y todos corriendo detrás del Negro. El Negro ya no se veía.
El ermitaño tampoco.
Juan y el médico creían que se habían desorientado, ya que el ermitaño no se veía. Tampoco el Negro.

- Mirá doctor, ¿que te parece si pegamos la vuelta? Esto no me gusta y nos estamos alejando de la ruta.

- La verdad es que nos estamos alejando, Don Juan, pero no hemos encontrado a ninguno.

- Si che doctor, sigo insistiendo que esto no me gusta.

-Pero hay que seguir unos metros más, a ver si vemos algo, y si no pegamos la vuelta.

-¿Y si no los …?

Ambos comenzaron a patear las piedras para no desorientarse y sentirse cerca. Habían lomadas y algunas marcas (como unas ralladas). Parecían huellas frescas. Siguieron por esas marcas que cada vez eran más ligeras y espaciadas. Había un gran socavón, una especie de cañón. Los dos quedaron parados al lado del borde del precipicio frente a una bajada abrupta, de unos setenta metros de profundidad. Allá abajo se divisaba al ermitaño abrazado al Negro; ninguno se movía. Alrededor, los algarrobos y el viento hacían silencio.

Texto agregado el 22-05-2013, y leído por 135 visitantes. (1 voto)


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