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--CUENTO ERÓTICO--


Como casi todos los viernes

Sentada enfrente suyo; la falda negra de raso, blusa blanca, sus encarnados labios, los ojos negros más radiantes que nunca, a pesar de la perdida mirada, como si él no estuviera al otro lado. No concebía esa frialdad. Ella era la imagen que él se había labrado hace tiempo. Uno sesenta y cinco, delgada, curvatura perfecta, pechos redondos, del tamaño justo para tardar en mirar el suelo, con esas puntitas curiosas que quieren ver, y se hacen notar.

Eran muchos los viajes que habían hecho juntos. No podría ser que hubiera olvidado aquel fin de semana, aquel viernes en que él la llevó a la casa de montaña que, amablemente, le ofreció su compañero de oficina. Aquellos paseos por la nieve; resbalones, caídas; agarrados de la mano, sin guantes, para sentir la transmisión de calor a través de las líneas de la vida. Los besos suaves, ardorosos, que inundaban sus bocas de candente deseo; los abrazos, con mutuas caricias labiales entre los rincones escondidos de la lana que cubría sus cuellos. Después, en el hogar, con las juguetonas llamas desprendidas por la chimenea como única luz, la cena que él preparó, fría, para compensar; con ese vino gran reserva que con tanto esmero eligió y que exprimieron hasta el último mililitro.

Quizás no se acordaba de que después bailaron; los discos de vinilo del amigo, de música francesa; entre risas; primero apretando bien las manos, después uniendo sus labios con regusto a Borgoña de trece grados, para seguir entrelazando sus lenguas como una maraña de serpientes dentro de un cesto. Los dedos de ella desabrochándole la camisa, acariciando con sus yemas los rizos torácicos, descendiendo lentamente. Las masculinas manos hurgando debajo de la blusa de florecitas rosas, jugueteando con el broche del sostén, amenazando con deslizar el cierre; provocando efluvios perfumados de sus axilas, con aromas de limón dulce, erizando los pezones hasta casi atravesar el algodón.

Tal vez arrinconó entre sus recuerdos, que después del baile besó su cuello, con suavidad, cosquilleando la piel de su hombre, bajando lentamente, mientras él cerraba los ojos, sintiendo un hormigueo que levantaba su vello; ella continúo a izquierda y derecha, mordisqueando los excitados picuelos, despejando con la lengua la pequeña selva que cubría su vientre, hasta llegar al borde algodonoso del calzoncillo, hundiéndose como un topo en busca de su madriguera.

No podía haber olvidado como él desabotonaba su ropa, mientras con sus labios hacía descender los tirantes de la lencería; después se soltaba el cierre y se descubría ese busto perfecto, con formas concéntricas, rígidas, puntiagudas, que el degustó como el mayor de los manjares y a ella, entre leves quejidos, le hacía rozar el éxtasis. Después la prensó con sus brazos, mientras se fundían los pechos y se friccionaban los sexos, todavía arropados.

De seguido, fueron soltándose las prendas más intimas; ella circunvaló el deseado trofeo; él saboreó el jugo de la ansiada fruta; nunca sus cuerpos habían recibido tanto mimo, preparando la conquista final. Fue la primera vez, espléndida, pero aún así, no fue la mejor.

Viernes mediodía, el metro les llevó hasta el aeropuerto; allí les esperaba un vuelo destino al archipiélago, donde se desatarían todos sus instintos animales, envueltos por el suave clima subtropical. Habían reservado un apartotel en la volcánica isla, en un ático asomado a un acantilado.

En los largos pasillos mecánicos de la terminal empezaron los juegos, los simulados tropiezos acabados con roces bajo la espalda de ella o la caricia furtiva, con la mano atrás, al tesoro de su chico. Como de costumbre, había retraso en la partida. Almorzaron en un restaurante de comida rápida; tomaron varias cervezas para sofocar la sed; la pilsen da ganas de siesta; la siesta es un momento mágico, pero faltaba el lecho.

En un extremo de la amplísima sala de espera había una zona apartada, con un fotomatón, una maquina de fotocopias y tres cabinas telefónicas con puertas de madera que no llegaban hasta el suelo. Salió una pareja de aquel lugar, quizás de hacerse unas fotos, o tal vez de hacerse algún otro tipo de retrato; no quedaba nadie más.

"¡Allí!", se apresuró a decir ella, mientras se abrasaban sus senos; no vestía pantalones, la cosa sería fácil. Aparcaron las bolsas en la misma cabina, intentando tapar el hueco de la puerta. Ayudó a la mujer a apoyarse en el pequeño mostrador, al lado del teléfono, donde figuran las tarifas y los prefijos de los diferentes países. A duras penas pudo desabrocharse el cinturón, el botón y la cremallera del pantalón, y éste cayó hasta los zapatos. Con dificultad podía moverse entre el reducido espacio y el equipaje. Ladeó el slip, descubriendo su ansia, mientras apartaba la femenina lencería. Ella se dejó escurrir lentamente. Cuando se iniciaba el contacto más intimo, empezó a desquebrajarse el apoyo, a la vez que una voz infantil gritaba, “¿Qué pasa, mamá?”, y la madre le contestaba, “¡Vamos hijo!, ¡serán guarros!”; “¿Por qué mamá?, ¿qué hacen?” “¡Atención, atención! Los pasajeros con destino..., pasen por la puerta de embarque”.

Se levantaron apresuradamente, se adecentaron, se escondieron detrás de las gafas de sol, miraron por todos lados, para comprobar que nadie los veía; pero un grupo de jóvenes, haciendo grandes esfuerzos, se tragaban las risas. Corrieron hasta la puerta anunciada y avanzaron por el pasillo extensible que les introduciría en su avión. Todo el viaje lo pasaron leyendo, o haciendo que leían, como chicos buenos, para evitar que nadie les relacionara con la pareja de la cabina.

Una vez en el aposento insular, en la azotea que miraba al océano desde la cercanía, rieron rememorando el episodio aeroportuario, mientras cenaban amenizados con la música rompedora de las olas contra las rocas; finalizando después lo que no pudieron terminar por el accidente, pero esta vez utilizando un apoyo más firme. Entonces, sí pudieron saciarse.

Aunque parecía distante, sentada enfrente, su pensamiento no podía separarse de él; e, igualmente, consideraba que su hombre la estaba ignorando. Unos centímetros más alto que ella, figura de atleta, pelo y ojos castaños, bien grandes, nariz respingona; respondía al modelo de hombre que ella se había forjado.

No podía ser que hubiera olvidado cuando ese viernes de mediados de junio, después de salir del trabajo, partieron rumbo a la playa, al apartamento de una tía suya. Era la primera vez que ella le invitaba a aquella casa que tanto frecuentaron. La temperatura era extraordinaria y había pocos veraneantes, todavía no había terminado el curso escolar. A escasos kilómetros del pueblo abundaban magníficas playas, que se encontraban desiertas. El agua estaba fresca, pero sólo molestaba en el primer chapuzón, después resultaba tonificante. Nada impedía lucir su desnudez; esos jóvenes y magníficos cuerpos dorándose bajo los vespertinos rayos solares. Las zambullidas, corriendo, cogidos de la mano; buceando, con los ojos abiertos, contemplando sus formas desfiguradas por la refracción de la luz. Se burlaron de los senos empitonados y de la fálica menudencia, que el caprichoso frescor marino provocaba. Se entretuvieron atravesándose entre las piernas; juguetearon a comerse, aunque entre gritos y risas, como un tiburón lo hace con un pez más pequeño; abrazaron las burbujas que se formaban entre sus cuerpos. Tanto juego acabó en febrícula, continúo en moderado ascenso y terminó con un pico de fiebre, cuyo remedio era único, y, allí mismo, dentro del agua, tuvieron que auxiliarse.

Después, un largo paseo por la playa, con los dedos entrelazados, deteniéndose cada pocos metros para observarse y comprender todo lo que se deseaban. Sus sombras se iban alargando por la horizontalidad del poniente. La sensación de ser los únicos habitantes del planeta les llenaba de felicidad; el pensar en una eternidad en tal idílico paraje. El relente les impulsó a juntarse y a sentirse como una piel continuación de la otra.

Cenaron en una terraza del puerto, con exquisito pescado y una fría botella de vino blanco. Desde dentro del restaurante se escapaban las notas de un tango y observaron a las celosas estrellas que por el cielo pasaban. La noche fue tierna y larga.

Aunque le mirara sólo en alguna ocasión, de reojo, ella estaba triste, porque una vez más, como casi todos los viernes, él se iba a levantar y se marcharía. Él, afligido, como casi todos los viernes, tenía que dejarla. Después en sus respectivas casas, prepararían otro viaje de fin de semana, acompañados de sus desconocidos amantes. El chico se levantó echándole una furtiva última mirada. Ella, de soslayo, le hizo un último retrato, para poder observarle durante los próximos días. Quizás algún viernes se atreverían a hablarse.


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Texto agregado el 02-05-2013, y leído por 105 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-05-2013 Sumamente interesante, más aún, después de comprenderlo. :) 5* MujerDiosa
 
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