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Una joven secretaria bajó corriendo las escaleras para alcanzar el tren que recién ingresaba en el andén. Al abrirse las puertas del carro la atribulada mujer avanzó a empujones para poder alcanzar alguno de los asientos vacíos. De pie la travesía de vuelta a casa, tras una ardua jornada de trabajo, se hacía más difícil de aguantar y más aun en el estado en que ella se hallaba.

Momentos antes, saliendo del edificio de la administración ubicado a un borde del río, y ya en la calle, sus piernas comenzaron a flaquear. Pudo haber regresado a la oficina sin embargo no quizo, luego esa osadía le costaría muy cara. De pronto la angustia y la desesperación la invadieron. Por eso apuró el tranco hacia la estación llevando consigo el taconeo acelerado y alaraco de los zapatos. Durante todo ese rato y hasta que pudo divisar a lo lejos la estación del tren subterráneo, hizo lo imposible para pensar en otra cosa que no fuera esa agobiante presión que a veces la poblaba por completo.

Cuando se encontraba en la fila de la boletería su situación empeoró. Los músculos se le contrajeron de tal manera que apenas pudo disimular el apuro que tuvo por agarrarse de una baranda. La demás gente que se hallaba en el lugar la miró con curiosidad mientras ella procuraba pasar desapercibida ante las miles de oteadas inquisidoras de los viajantes.

Tenía una tranca que arrastraba desde niña, que cada cierto tiempo y de modo intempestivo se evidenciaba en ella de manera sintomática. Al quedar sentada no tardó en cruzar las piernas y llevar la cartera hasta su regazo, como queriendo ocultar su pudor. Al frente suyo una mujer mayor se ubicó con unas enormes bolsas; y al lado de la veterana un joven la miraba de cuando en cuando como tratando de pasar desapercibido, sin embargo ella ya se había percatado del disimulo sin éxito del hombre. Traspiraba como un camello, los nervios y la angustia se la comían. Metida en la oscuridad del túnel cerraba los ojos tratando de poner la mente en blanco, haciéndose la dormida, bloqueando sus sentidos. A medida que el convoy avanzaba en dirección sur de la ciudad, los nervios y la angustia se apoderaban de su cuerpo. Llevaba puesta una falda de lanilla y debajo de ella unas medias de lycra que acrecentaban aun más la sudoración en las piernas.

Rezó, imploró, cantó canciones, recordó, invocó cosas que le habían pasado para intentar sacarse la tremenda angustia que la asfixiaba y mientras eso acontecía los demás comenzaron a mirarla con cierta sospecha. Era tanta la desesperación que sus ojos se llenaron de lágrimas y quedaron al borde del llanto, ese llanto que en aquel momento intentaba contener.

Un pasajero se acercó a preguntarle si se sentía bien, si requería de ayuda. Ella con dignidad dijo que no.

Al llegar a la estación terminal se puso de pie y tan pronto se abrieron las puertas, salió corriendo por el andén en dirección a la escalera que subía hacia la calle. En la calle enfiló desesperada por la avenida donde se encontraba ubicado su hogar, pero no obstante el tremendo esfuerzo por resistir, el universo se le vino sin más al piso. Por debajo de sus pies taconados el piso desapareció y le abrió paso a un precipicio imaginario. Sin ninguna resistencia la joven mujer se dejó caer, sólo eso, se dejó caer en el más figurado de los sentidos. Al principio sintió un feroz dolor, pero a medida que la implosión en su bajo vientre avanzaba como un alud, una sensación de alivio comenzó a invadir su cuerpo como un electrizante hormigueo. Los gemidos de dolor que hasta hace un momento la asolaron de a poco se habían transformado en suspiros de alivios.

Ya muy cerca de su casa, el chapoteo de los zapatos y la humedad que minutos antes bajó calientita por sus piernas, le avivaron los tiritones ante el soplido persistente del viento que cruzó la calle.

Una vez más y pese a su enconada resistencia de siempre no había podido frenar las ganas irresistibles de ir al baño. Otra vez la incontinencia había prevalecido por sobre su voluntad y la dignidad otra vez había ido a parar a la punta del cerro.

Caminó a paso lento por la acera para evitar las molestosas coceduras de piel que apenas la dejaban dar un paso.

Texto agregado el 09-08-2004, y leído por 412 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
22-08-2004 Gran cuento, con su toquecito de humor, agradable de leer, bien contado, nos llevas por la historia preguntandonos "el qué? para luego dejarla simple y exitosamente cerrada. Mis estrellas burbuja
19-08-2004 Excelente descripcion. Ese guiar al lector como un lazarillo y mostrarle la historia por partes para despues dejarlo con el rompecabezas completo, nunca imaginado, al final, es genial. bartlebymex
16-08-2004 Muy bueno, al principio pensé que se trataba unicamente de claustrofobia, ansiedad o algo así, estupendo el cuento yoria
13-08-2004 Que manera tan genial de narrar algo asi, una sorpresa el final, carcajadas me sacó, mil estrellas para usted, cao. Aramis
11-08-2004 como es posible!!! carolinaeme
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