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La música frágil

Un hombre anda. Es verano. Hay un niño de diez años tocando el violín en una calle empedrada del centro de Tallín. Hay música tan frágil, que se rompe. El hombre que anda ama esa música. Ama la música. Toda la música, con sus continentes y sus mares interiores, sus cadenas montañosas, sus valles, sus riberas, sus apacibles lagos y sus ríos majestuosos. También ama sus riachuelos, sus pequeñas ensenadas, sus bosquecillos, sus desiertos, sus islas y archipiélagos, sus minúsculos islotes. Se queda un rato escuchando la música del niño. Piensa que es muy raro encontrar a alguien que no ame la música. Es fácil amarla, no hay que entender nada, sólo hay que dejarse atravesar por el aire que vibra. No es como la filosofía, erizada de palabras imposibles, ni como la ciencia, secuestrada en su propio laberinto de fórmulas y metalenguajes, no. La música la escucha todo el mundo sin haber estudiado nunca música. Hay personas que lloran al escuchar a Pau Casal tocando El cant dels Ocells. Hay músicas lacrimógenas por antonomasia, el Coro de los esclavos del Nabucco de Verdi, por ejemplo. Hay gente que hace el amor con el Adagio de Tomaso Albinoni. Hay quien escribe poemas escuchando la música sacra del s. XVI de Thomas Tallis. Hay gente que necesita poner la Marcha Radetzky para empezar a funcionar por la mañana. Él se emociona cuando escucha a Mikel Laboa cantar Txoria txori, la canción más triste del mundo. Los niños se duermen escuchando nanas, arrorrós, canciones de cuna, lullabies. Hay gente que se cura de las enfermedades del alma con la músicoterapia. Hay personas que cierran los ojos para escuchar música y no mueven ni un dedo, como si fueran a entrar en éxtasis. Sin embargo hay otras que necesitan moverse y llevar el ritmo con los pies, las manos, las caderas, el cuerpo entero, porque para ellos la música es el cuerpo. La imagen del chico tocando el violín no se le quita de la cabeza. Es un chico serio, no sonríe, no habla. Todos los rincones y esquinas de la vida están ocupados por alguien tocando un instrumento. De todas las ventanas de los barrios del mundo se escapa la música como la algarabía de una bandada de pájaros. Hay música dentro de los coches, de las guaguas, de los trenes, de los cines, de las tiendas, de los centros comerciales, de las iglesias, de los estadios, de los colegios. A la Plaza Garibaldi del D.F. van las parejas a las cuatro de la madrugada a que los charros les canten canciones de amor. Él va por la calle abstraído con su ipod y unos auriculares, escuchando a Satie. Hay música por todos lados. Las ciudades revientan de músicos callejeros en verano con sus fanfarrias o con sus delicadísimas melodías. ¡Ah, la música de las calles! Al hombre que anda, le gusta la música de los músicos callejeros. No será la mejor música, pero es la música más auténtica, a cuerpo gentil, sin trampa ni cartón… Hay, sin embargo, una música callejera que lo perturba, la de ese niño. La frágil y hermosa música de los niños callejeros le produce dolor, porque sospecha que son niños a punto de romperse.


Juan Yanes

Texto agregado el 16-01-2013, y leído por 129 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
17-01-2013 elevas el espíritu con tu narrativa convertida en poema************ yosoyasi2
16-01-2013 Me encantó, la música atrapa y embriaga el alma. Mis estrellas. Magda gmmagdalena
 
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