-¡Mamá!- grito Martín desde su cuarto-¡necesito mis pantalones! ¡Mamáa!
Desde la cocina, Claudia, esa madre devota que quería a sus hijos más que a nada, lanzó un vozarrón que no parecía de ella: un enorme BASTA con todas las letras, de la “B” a la “A”.
Esos días no andaba bien. Su matrimonio pendía de un hilo y sus hijos lo sabían. Había llegado a la casa ese fantasma del mal humor, que se dedica a atormentar a todos, uno por uno, y termina por consumir los días que deberían ser gozados y dichosos.
-¿Mamá?- Martín entró en la cocina y la vio, llorando en silencio. Las lágrimas corrían por su rostro sin que ella emitiese sonido alguno. Siempre he pensado que hay algo raro en las lágrimas, algo raro pero lindo; son contagiosas. Muchas veces me pasó de estar con un llorador, y de repente llorar con él. En eso entró Luis, el hermano menor, y ambos niños se sentaron junto a su madre.
-¿Qué pasó?- dijo Luis
-Nada, mis amores- dijo ella con su voz dulce- se volcó la leche, nada más.
Quedaron los tres sentados en la cocina por un rato. Finalmente habían expulsado al fantasma.