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Tenía todo preparado: el automóvil en condiciones, mi ropa en un bolso en el asiento trasero, el dinero necesario, el regalo en la butaca del acompañante. Sólo restaba llenar el tanque de combustible.

Había discutido otra vez con el gerente de importación que continuaba negándose a concederme la semana que había solicitado para concretar el viaje. Aunque, a decir verdad, esperaba su respuesta sólo por el respeto que le tenía. Estaba dispuesto a viajar de todos modos a pesar de su negativa. Si al regresar, mi puesto de trabajo no estaba cubierto por algún reemplazo definitivo, seguiría en la empresa sólo un tiempo más hasta que promovieran a uno. La decisión era irrevocable y por primera vez estaba dispuesto a no ceder en mi postura. Por fin, después de años de conforme ingenuidad, logré entender que existían problemas más apremiantes de solucionar en la vida –como los de uno– en vez de continuar en el vasallaje diario de diez, doce y hasta catorce horas al día resolviéndole los problemas a otro y generando, así, la mayoría de los propios.

La mañana era agradable ese día. La alta temperatura pretendía resucitar un verano amortiguado por las hojas del otoño. El viaje era largo, lo sabía. Pero la extenuación es a veces vitamina cuando uno decide recuperar lo que hasta ayer era un recuerdo tibio. Desde esa mañana no podía dejar de respirar un firme alivio. Por algún extraño dominio, encontrarse por fin dentro de una existencia perdida genera un estado de excitación cuando uno entiende que el conflicto, en sí, es la cobardía de uno mismo. Con ese arrebato de razón inicié mi viaje. Con la convicción de que existía otro hombre decidido a vivir hoy y a dejar que mañana fuese martes.

Mi única duda era ella. ¡Dios! Cómo pasa el tiempo. Se había marchado hacía siete años con la seguridad de desterrar mi rostro al doblar la esquina, y ese no era un dato para el recuerdo ligero recordando la firmeza de sus palabras y la tenacidad de su carácter. Sé que tuvo sus razones. Durante los años que vivimos juntos no lo supe ver. O no me importó, o no me convenía torcerme a sus regaños. Sé que sufría, claro que lo sabía. Pero mi estúpida obsesión por querer ser en todo el primero me cegaba. El fanatismo del orgullo lo destruye todo. Y empezamos una guerra, y seguimos adelante a pesar de saberlo. Y la soberbia nos hace creer que al día siguiente todo va a ser distinto, que lo podemos arreglar. Y pasa el tiempo. Y las noches se vuelven rutina; las discusiones, una práctica; los silencios, una enfermedad; los portazos duelen; las huidas retumban.

Era como un juego, un juego malicioso para lastimar al otro apostando al escarmiento; moviendo las piezas para salvarse uno empujando al otro a la condena de la culpa. Y el tiempo no se detiene. Y un día todo explota. Y llega la soledad irreemplazable, los silencios que no esperábamos, los recuerdos que no teníamos en cuenta. El egoísmo… ¡Dios! El egoísmo.

Pensaba en cada detalle de la ruptura mientras consumía kilómetros y kilómetros por una ruta solitaria que desesperaba la angustia. La decisión inapelable de resolver de inmediato esta vida apretaba el acelerador mordiendo las culpas. El asfalto se tornaba insoportable. El calor, el cansancio, la urgencia.

Me detuve en una gasolinera a recargar combustible. A tomar un café que batallara el agotamiento. Volví a leer la carta. Sofía, mi luz. La había visto cuatro veces en cuatro años y no podía dejar de pensar que cada día que pasaba, la perdía. Como si fuese un extraño conocido, como un pariente distante o un vecino al que se saluda con la mano. Había crecido en mi ausencia y hasta que recibí su carta no recordaba cuánto la amaba, cuánto la extrañaba. Quise morder el pocillo del café como si de ese modo impidiera no verme reflejado en la peor de las ingratitudes. Me acordé de mis padres y en ninguna etapa de mi niñez recordé tamaña ausencia. Pero estaba a tiempo, sabía que podía remediar el pasado y nada ni nadie me haría retroceder esta vez.

Su carta era lo más tierno que escuché después de que sus labios dijeran “Papá” por primera vez. Cumplía nueve años y decía que a los diez se casaría con Joaquín, su nuevo vecinito desde hacía siete años. Quería que fuese a su cumpleaños a conocer los padres del novio y, así, hacerme a la idea de la boda el año entrante. Hablaba de su vestido blanco, de su corona de piedritas brillantes en la cabeza, del castillo que tenía en el patio donde viviría con Joaquincito –así lo llamaré– después de casada. Hablaba de por qué quería que le regalara una cocina para su castillo. Me contaba de la fiesta, que no quería invitar a Candela, la nena que vivía en frente porque también le gustaba Joaquincito.

Estaba enojada con su madre, decía, porque le recortó sus bucles amarillos sin consultarle. Estaba tan enojada que decidió no confiarle más sus secretos. Ahora su persona de confianza era su muñeca Lola. Y en las últimas líneas de su carta escribió: “Mamá te extraña”. Parecía un comentario sin importancia. De sobra sabía que no era verdad, pero al momento de leer sus palabras entendí que ese era su deseo de niña: tener a su padre en casa, a su madre, juntos, crecer dentro de una familia. Si tan solo hubiese escuchado su llanto distante en vez de gastar los años buscando la mejor apariencia, el lujo innecesario, trepar ciego en una sociedad de gansos. Si tan sólo hubiese actuado siempre bajo los deseos de mi hija.

El viaje tenía esa razón, aunque muy en el fondo no sabría decir con fidelidad si mi esperanza más imperiosa era recuperar para siempre a mi hija antes que a Laura.

Recordaba cuando dormía a mi lado apenas siendo un bebé, cuando los tres nos adormecíamos bajo el mismo sueño.

Recordando cada detalle de esos días, el auto parecía un toro embravecido devorando las líneas de la autopista. La urgencia dominaba el momento. El recuerdo de Sofía soplando el vientre de Laura en los primeros meses de espera, su amor infinito por esos días. Los recuerdos iban y venían embriagándome el cuerpo. Y todo fue un sueño que no pude evitar y el primer impacto pasó desapercibido. El recuerdo de su risa se volvió truenos de vidrios rotos, cielo azul, latones rizados, nubes blancas, árboles enormes dando vueltas y vueltas en el mismo sueño. El segundo impacto frenó los giros, los recuerdos, las risas. Ya nada podía hacer inmóvil entre los metales retorcidos. Alguien gritaba fuera, apagaba el fuego, creo. El humo negro no me dejaba ver con claridad si era la cocina de Sofía la que ardía a un costado de la autopista. Sí, la cocinita para su castillo estaba cubierta en llamas. Me desesperé. Quise llegar hasta ahí pero estaba tieso, mi cuerpo no respondía, ninguna parte de él, ni uno solo de mis dedos, ni mi voz. Era yo..., era yo, todo era yo..., ¡Dios! Por qué en este momento.

Texto agregado el 25-11-2012, y leído por 143 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-11-2012 Un monólogo con pinceladas reflexivas. Bien construido. El final es un lugar común que no demerita el todo. umbrio
25-11-2012 Aunque el dicho habla que "nunca es tarde" esta no era la ocasión. El mensaje es fuerte, pero igual seguimos sin escucharlo. Carmen-Valdes
 
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