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Yo en mi juventud también hice teatro rompedor. Así que, aunque no lo parezca, una tiene tablas. Me acuerdo que representé Caperucita Roja, en versión vanguardista, con un grupo de teatro aficionado de la asociación de vecinos de la barriada. El director era uno que a mí me hacía tilín y que se llamaba Sinesio —¡mira tú que ponerle Sinesio, a todo un director de teatro… antes los padres no tenían piedad a la hora de crucificarte para todo la vida—. Sinesio decía que había estudiado arte dramático en París y que tenía una teoría de la acción dramática que llamaba Laissez faire, laissez passer. Esta teoría teatral —siempre según Sinesio— estaba inspirada en los happenings y en el absurdismo de Tadeus Kantor. Y cuando nos explicaba su teoría, nosotros entrábamos en estado catatónico y sentíamos que realmente estábamos en la vanguardia de la vanguardia del teatro mundial. Ahora el teatro no tiene el nervio crítico y revolucionario que tenía entonces.

En síntesis se trataba de destrozar la obra que se representaba, en nuestro caso, de destrozar el cuento de la Caperucita Roja. Romper todos los estereotipos: madre castradora, hija sumisa, abuela asexuada, lobo feroz, cazadores exterminadores. Además, había que romper los automatismos narrativos tradicionales de los espectadores, las secuencias lineales que anidaban en sus mentes desde la más tierna infancia, los prejuicios racionalistas de separación entre arte y vida, la comprensión pasiva y no participativa del evento. Reivindicábamos, en fin, a Guy Debord y a los situacionistas y teníamos la idea —mejor, la nebulosa— de que todo iba a cambiar, que iba a haber un cataclismo universal inminente, del que nacería una sociedad nueva. Todo este conglomerado de cosas lo hacíamos con el método del Laissez faire, de Sinesio, donde cada actor era autor de la obra. Y para que fuera un happening, tenía que pasar algo de verdad, crearse una situación real: si quemábamos mariposas, tenían que ser mariposas de verdad, achicharradas con un lanzallamas de verdad, aunque fuera de segunda mano de la Guerra de Corea. Todo tenía que ocurrir de verdad.

Por eso ahora entiendo yo el interés del lobo, durante la representación y los ensayos, por violarme en escena. El que hacía de lobo era un tipo raro que no se despegaba de mí ni un segundo y que me susurraba cosas al oído que propendían clarísimamente al concúbito. Vamos, más claro que el agua. Pero todas sus procacidades caían en saco roto, porque siendo yo como era una adolescente virgen y mártir, sin experiencia en el terreno de la coyunda, no le di ni la más mínima oportunidad de que consumara el estupro. Después me dio pena cuando me enteré que al pobre hombre lo dejaban salir del psiquiátrico para venir a los ensayos a integrarse socialmente, unos que hacían antipsiquiatría en el manicopia provincial. Tenía una enfermedad rarísima de tipo bipolar, por la que padecía satiriasis y priapismo durante un rato y al rato siguiente, sin solución de continuidad, una especie de disfunción eréctil aguda con depresiones espasmódicas intermitentes. Vamos, una mezcla explosiva. A Sinesio, lo veo de Pascuas a Ramos. Estudió biológicas y trabaja, como casi todos los biólogos de este país, en la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad. Desde entonces no he vuelto a hacer teatro de vanguardia, qué pena.

JUAN YANES

Texto agregado el 23-11-2012, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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