El viento frio del norte no paraba de rebuznar en mis orejas hasta el punto de convertirlas en un accesorio mas para mi cuerpo. Las estampidas eran continuas, y el sonido destellante irrumpía el silencio de mi cuarto por a través de la ventila que daba al patio trasero de mi casa. Tenía esa maldita maña de fumar cuando quería prolongar el sueno al desplome de las manecillas al alta. Esa noche logre algo que nunca había logrado adquirir en días pasados, logre perderte. Y esa sensación se albergaba en mí mas no encontraba el motivo con el cual poder engendrar un sentimiento vivo a esa parte muerta ya en mí; te acarreaba como cáncer.
La noche espolvoreada de estrellas brillantes y una luna pálida, muerta y con esa piel arrida y revuelta que conlleva y la mantiene siempre seria. Las fumarolas se estremecían y desvanecían al esparcirse de mi boca y en el fondo ese viejo disco de Miles que tanto odiabas por carecer letra. Nunca fuiste devota como yo al Bebop. Yo en lo contrario, admití al bebop en mi vida antes que te conociera. Esa circunferencia ladrona de almas que rotaba incesantemente como ritual para conectar esos dos mundos, el real y el repetitivo que se esconde en un toca discos, me ilustraba tu existencia como gotero.
En una de esas visiones, con esos ventarrones y al punto donde esa aguja firme encuentra el final de su trazo mas no se detiene y rasga el camino interminable en la repetición necia del final del LP, encontré un conejo chapoteando de constelación en constelación. La luna se torno obscura por unos segundos, la noche se alumbro solo de estrellas y logre ver la cara de ese conejo. El me vio, limpio su rostro con sus manos y se estrello dejando detrás de aquel un millón de estrellas descendientes a la nada. Te olvide, como se olvidan las estrellas espolvoreadas.