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Cué en verdad odiaba a las moscas. Casi había exterminado a una rama generacional de bichos en su casa, y hasta buscó en el jardín a cuanto animal peludo garabateara los aires para despanzurrarlo. Incluso consideró el comprar un par de marranos castos que aglutinaran a las hordas de moscas sobre el valle.

Primero las combatió con bombazos de H24 y de Oko. Después descubrió la depuración de la catarsis asestando mandarriazos, por lo que se abasteció a conciencia de matamoscas de todos los calibres y enfocó cada una de sus hebras psíquicas en acechar a los insectos desde que se anunciaban con sus zumbidos enervantes hasta que aterrizaban sobre la mesa, los plátanos dominicos y los higos.

Más tarde descubrió el sutil arte de los guerreros zen, pues prescindió del matamoscas y sólo usó sus palmas justicieras. Cerraba los ojos y percibía el aleteo infame de sus enemigos, atenazados por un manotazo relampagueante para ser zarandeados y vueltos calcomanía gracias a su huarache inexorable.

Esa aversión de tintes patológicos tenía raíces profundas como túneles de topos malos. Ocurrió durante su estancia ornamental en la secundaria años atrás, cuando casi forma parte del inventario.

Cué siempre había sido flaco, pero de niño parecía samana hindú. Incluso lo apodaron “el Espantapájaros” en referencia al enemigo de Batman, cuyos miembros evocan la elasticidad de los fideos.

Hasta daban miedo los bordes de las vértebras que le tironeaban la piel al encorvarse. Además su andar remitía a un esqueleto animado por potencias innombrables.

De modo que sus padres sabrían de un desajuste en la tiroides por labios de un médico imperturbable, quien normalizó el organismo del paciente con unas inyecciones medievales.

Sin embargo Cué llegó a tercero de secundaria y supo que ni yendo a bailar a Chalma se libraría del apodo del Espantapájaros.

Fue entonces cuando descubrió la única virtud que ostentó: su velocidad de cheeta con diarrea. Era automático. Se ponía en la línea de arranque, jalaba aire y al hacerlo era como si le inoculara a sus piernas el veneno de cuarenta abejas iracundas, pues despegaba como hombre bala y no había pecador en cien metros a la redonda que lo alcanzara.

Así que se coronó campeón de los terceros al humillar en la pista al Pablo Mármol y a la Rata de Caltongo, quienes ya no lo llamarían “Espantapájaros”, pues ganó su respeto.

Pero eso fue lo único, ya que sólo aprobó Educación Física y Civismo, enfrentando otra vez los rostros abotagados de los maestros de tercero.

En ese reinicio de curso una niña de nombre Margot iluminó el asiento lateral de Cué por obra y gracia del azar alfabético. Su piel tersa y voz celestial recordaban a las princesas escandinavas que alebrestaban las hormonas de Cué en la oscuridad cómplice de los cines.

Pero en el mismo grupo debutó Cutbertito, el lambiscón consentido de las maestras que además era la revelación en basket y futbol.

Cué quiso conmover el corazón núbil de Margot por todos los medios. Por primera vez se quemó las pestañas para asimilar conceptos abstractos y relaciones numéricas de pesadilla, pero sólo consiguió ignominiosos seises y sietes parciales, que antes hubieran sido logros irrefutables.

Su rival lo aventajó en las calificaciones y en la atención de Margot. Y también deslumbró a la niña y sus amiguitas con sus desplantes de macho alfa frente a la portería y la canasta.

Al perro más flaco se le cargan las pulgas, y Cué fue asaltado por el acné, que pasó desapercibido para todos porque nadie reparaba en las facciones caballunas del hombre más veloz de la secundaria.

Pero Cué sabía que su apoteosis llegaría en las eliminatorias de atletismo, donde luego de preliminares competiría contra el inefable Cutbertito y otros cinco achichincles a quienes ni siquiera les concedió la gracia de su mirada.

No pasó mucho para el instante decisivo en que los gladiadores unen sus dedos a la tierra que horadan las lombrices, y tensan el cuerpo como galgos ante los brincos de emoción de las señoritas.

Sin embargo una infausta mosca arremetió contra el cachete de Cué para azotarse con ira sobre los barros cubiertos de pasta dental y jorobarle su concentración extrasensorial.

Esas fracciones de segundo en que fue distraído por el fatum marcarían la diferencia entre el primer lugar de Cutbertito y el segundo de Cué, quien volvió a ser el Espantapájaros.

Para colmo Cué reprobó otra vez y su padre lo sacó de la escuela para que vendiera tacos en un puesto saturado de trasnochados y perros meones de panzas comprimidas por las costillas.

Pasaron las semanas y Cué reveló su capacidad para picar cebolla y calentar las tortillitas donde embarraba salsas y trozos de carne al pastor. Pero nunca lo abandonó la frustración ni los recuerdos vergonzosos de la derrota canalizada en el exterminio ritual de las infames moscas prietas.

Texto agregado el 22-09-2012, y leído por 427 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
31-01-2014 Redacción impecable, entretenido, descripciones originales, mucho humor...No puedo pedir más. Me re gustó!! (Ah! Te explico algo, Gatócteles: NO es bueno pintar la caparazón de las tortugas...) Clorinda
21-06-2013 Me gustó mucho. Saludos. kary-rv
13-10-2012 Volví sin pensar, al mismo texto. El buen humor que no falte, compañero. El personaje de Cue se hace cotidiano, de nuestro entorno. Buena descripción. Te sigo leyendo. Stromboli_
30-09-2012 Tu estilo es impecable y la habilidad demostrada en el uso del lenguaje es digna de alabanza, sin embargo el texto se extiende en ocasiones como mantequilla poco consistente por una tostada excesivamente vasta. Egon
27-09-2012 Muy bien. Has sabido sacar del morral, el arsenal de palabras para adornar tu maravilloso cuento. elpinero
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