Desea huir al viento como cualquier otra ave que ahuyenta el invierno. Sólo que no debe ni puede hacerlo. Que repentinamente haga de los secretos una capa, que allí mismo en sus raíces se cuentan los amantes. Acosa la noche con los labios hendidos por el dolor, escupiendo una oración de conjuro para olvidarse. Pero sigue presente. Real, palpable, reconocido, todo un árbol en la espesura del bosque. Seduce al leñador que nada hace con su hacha. Olvida el honor de los de su clase, para enterrarse a sí mismo debajo de la tierra. No quiere seguir retoñando ni extendiendo sus ramas hacia el cielo, magullador de su presencia. Porque el único motivo por el cuál tanta miseria es la vida. Le duele la vida. Agoniza dentro del tronco por un hilo de sangre, abandonado por la premura de un hada por hallar, alguna vez, santuario de descanso. Y ese día se sintió feliz, pero no volvió a estarlo desde que se fue. Ahora el hada debe permanecer a algo más etéreo que el viento, audible como una flauta, lejana como el sueño. Entonces él sigue cada día tras la destrucción. Y no lo hará. Permanecerá visible y antiguo en la compañía del espíritu del bosque. Sin otra cosa por hacer que añorar un descanso en el abismo. El amor hacia el filo de un hacha.