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Prosapia
*
Me encontraba con conduciendo con rapidez hacia mi pasado, se agolpaban en mí todas las emociones y sentimientos pasados y presentes, donde mi mente no llegaba a digerir y no podía llegar a analizar todo el sinfín de recuerdos y expectativas presentes que debía dilucidar.
Estaba en un instante crucial de mi vida. Una posibilidad de cerrar o abrir que era definitiva. Ese momento expectante que antecede a la sorpresa o a la fatalidad…
De repente el destino me cruzaba con lo que creí hasta ayer, ya no formaría jamás parte de mi vida. En mis manos llevaba la carta que había recibido esa misma mañana donde me decían que acababa de heredar la casa que encerraba mi infancia y adolescencia, aquélla de la que salí huyendo y donde mis peores pesadillas se habían desatado.
A medida que me acercaba a mi destino, venía a mi mente el contenido escrito por la propia letra de mi tío abuelo, quien me explicaba que aquello que había visto en mi adolescencia y tanto me había traumado hoy me sería develado.
Él ya no vivía, pero me estaban esperando en la casa sus abogados, los que al llamar me confirmaron que no era una broma, que realmente esa casa me pertenecía y por mi bien debía ir a las 15 hs.
No podía sacar la imagen de mi tío abuelo abrazando y besando a mi madre, no entendía como al verlos se los veía “tan sin culpa”, y queriéndome explicar lo inexplicable.
Tanta moral y en mis propios ojos tanta perversión que me parecía como si estuviese viendo una película y esto le estuviese pasando a otro.
Qué explicación me aguardaría, ante tanta falta de principios a todo lo que siempre me habían enseñado?

**
Era la una de la tarde, tenía tiempo para llegar a la cita.

Me detuve a tomar un café en la remodelada estación de servicio a unos trescientos metros de la casa de mi tío abuelo. Sentado en una mesa próxima a la vidriera, mirando con curiosidad todo lo que me rodeaba, tomé consciencia que habían pasado más de veinte años desde que abandoné mi ciudad prometiéndome no regresar nunca más. Pero… estar de nuevo allí, redescubrir lugares y rostros conocidos, produjo en mí una extraña sensación… tal vez de nostalgia.

Tratando de serenarme y contener mi ansiedad, ocupé mi cabeza y mi tiempo en recordar que soy descendiente directo de una de las primeras familias en ocupar estas tierras. En 1796, el entonces Virrey del Río de la Plata, Antonio Olaguer Feliú, entregó siete mil hectáreas de campo en almoneda pública, a Nicolás Martinez Urtubía, un oscuro comerciante Vasco de Buenos Aires, emparentado con su mujer.

Me resultaba curioso y hasta cómico ser heredero de la deteriorada casona que fue el casco de una inmensa estancia. El único bien que siete generaciones de Martinez Urtubía no lograron dilapidar.

Conociendo los pormenores de mi “tradicional familia”, no me resultaba interesante la trayectoria de ninguno de mis ancestros. La mayoría de ellos, estuvieron comprometidos en los procesos políticos y militares de la provincia de Buenos Aires de los últimos doscientos años. Decepcionado de mi ilustre apellido al descubrir que no mantuvieron una línea de comportamiento en función del prestigio que les fue concedido. Sin importar el color de la divisa, siempre estuvieron del lado de los vencedores.

Recordé la única excepción, el Alferez Mariano Martinez Urtubía.

Sin municiones, en acto suicida estrelló su avión contra una fragata inglesa en la guerra de las Malvinas. Tenía dos años cuando perdí a mi padre que casi no me conocía. Con honor murió por su patria, defendiendo a los vencidos.

-Disculpe señor… ¿Usted no es Juan Martinez? -me pareció escuchar decir a un muchachito parado a mi lado.
Esperé unos instantes, los necesarios para recuperarme de la conmoción que me produjo el recuerdo de mi padre… y le contesté.
-Si, soy yo… ¿Y vos quien sos?
-Hernan ¿No se acuerda?... yo soy el hijo mayor de Adela. Mi mamá trabajaba de doméstica en su casa, y… y usted me dejaba jugar con sus soldaditos de plomo... ¿No se acuerda? -Insistió Hernan regalándome la primera sonrisa que recibia en mi ciudad después de veinte años.
***
Adela…
Aquellos tiempos de mi primera juventud. ¿Cómo olvidarla?.
Una señora que rozaba los cuarenta, pero con una figura esbelta y envidiada por la mayoría de las mujeres del barrio.
Se deslizaba suavemente, mientras en su rápido quehacer limpiaba los cuartos de la casa; flotando su liviano vestido como si de un ángel se tratara.
Por aquella época, me encontraba en el auge de mi pubertad. Mis hormonas se disparaban rápidamente ante el menor roce o incitación.
Desafortunadamente para mi ansiedad, sus turgentes pechos eran una invitación a la lujuria. Me volvía loco cada vez que la veía.
Todavía no estoy seguro de cómo fue que sucedió, pero una de esas tardes, en que mi madre salía a trabajar, y yo me quedaba en casa acompañado de Adela y su pequeño hijo Hernancito, conocí de su mano los primeros placeres de la carne.
Sus pechos llenaban completamente mis inexpertas manos, mientras sus caricias estremecían mi cuerpo en forma pasmosa. Jamás había estado con una mujer y Adela, que lo sabía de sobra, me estaba regalando una primera experiencia que rebasaba los límites de mi exasperado lívido. Llegamos juntos al clímax, mientras en la otra habitación el pequeño Hernancito jugaba con mis otrora valientes soldaditos de plomo, y en la televisión las caricaturas de Tom & Jerry hacían las delicias de más de un niño, que de repente dejaba de serlo.

La sonrisa de Hernán me devolvió a la Tierra, mientras mi mente continuaba divagando sobre aquellas tardes estivales en que Adela se convirtió a la vez en mi maestra y mi amante.
Por eso es que no lo escuché claramente, cuando él me contaba sobre su hermano menor…
****
...el cual también debía estar a punto de llegar a la casa tras una larga ausencia. Yo sonreía estúpidamente mientras un inesperado pudor me iba invadiendo recordando aquellas tardes con su madre. Él continuó hablando varios minutos sobre lo ocurrido en el barrio, sobre sus vecinos, acerca del caserón familiar y los últimos días de mi tío abuelo.

- ¿Y dónde dice que anda su hermano, Hernán? – conseguí decir avergonzado al descubrir en sus ojos un gesto similar al que en ocasiones ponía Adela.

- Recién cumplidos los dieciocho marchó para Europa, llevándose los ahorros de nuestra madre y acelerando su enfermedad que la mataría a los pocos meses.

Sonreí ahora cínicamente pensando en lo familiar que me resultaba esa actitud, la huida tras el latrocinio. Reflexioné sobre mi padre, por un instante dudé si en verdad no estaba también escapando de algo cuando se topó desafortunadamente con una fragata en su camino. Pero no podía ser, murió como un héroe reconocido por todos y la mera idea constituía una burla a todo en lo que creí durante mi infancia.

- Su tío abuelo hablaba mucho de usted, ¿sabe? – comentó tras dar una larga calada a un cigarrillo recién encendido.
- ¿Sí? ¿Qué decía? – le seguí desinteresado mientras mi mente vagaba ahora a la foto donde aparecía mi tío abuelo y madre juntos.
- Hablaba y reía. Siempre dijo que usted huyó de la casa pero tarde o temprano regresaría, probablemente escapando de otro sitio.

Le lancé una mirada desafiante, buscando en su rostro algún atisbo de burla pero su mirada límpida me hizo comprender que sólo rememoraba lo sucedido. Con melancólica rabia pensé ahora en mis hijos aguardando mi llegada a casa, en su madre llamando por teléfono a todos nuestros amigos, en mi amante desesperada inútilmente pensando en dónde encontrarme. El reloj ya daba menos cuarto.

- Sí, siempre recordaré su sentido del humor, tan característico de nuestra familia. Hernán, he de marcharme. Las tres.
- Por supuesto. Le acompaño señor Juan.
- Gracias. Deje que le invite.

Al final de la calle estaba la mansión, o más bien su pálido reflejo que obstinado permanecía en pie a la espera de un último empujón. Un grupo de personas se congregaba a la entrada, sin duda otros Martínez Urtubia que sobrevolaban el cadáver confiando en obtener algo de carroña. Con cada paso iba notando el nauseabundo aroma de putridez, el fétido olor de la falsedad, de años y años de mentiras que se iban amontonando como hojas de otoño. Los Martínez Urtubia, nuestro origen incestuoso, las traiciones, los siglos de traiciones que acababan culminando en esa maldito foto donde mi madre y mi tío abuelo sonríen impúdicamente. Pero aún estaba el Alférez, aún me quedaba esperanza para salvarme de todo aquello.
- Mire señor Juan. Ahí está mi hermano. Se lo presentaré.

Pude escuchar la sonora carcajada de mi tío abuelo cuando me reconocí claramente en la mirada del hijo pequeño de Adela.

FIN

Texto agregado el 01-09-2012, y leído por 375 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-09-2012 El inicio daba para mucho más, una historia totalmente diferente. Me perdí entre parentescos, un tanto de novela. Es mi humilde opinión. No siempre salen bien los cuentos compartidos. Stromboli
02-09-2012 A tal grado que decidió abandonar el Hogar. Aparentemente había una relación entre la madre y el tío abuelo umbrio
02-09-2012 Bien escrito individualmente. Pero se perdieron detalles importantes en el camino. Había algo en la infancia del protagonista que lo lastimó umbrio
02-09-2012 Muy bueno!! Un buen conjunto coherente en un cuento muy entretenido, con un final que me gusta..todos escribieron muy bien!!!!! silvimar-
01-09-2012 Estupendo esfuerzo individual, notable, pero como que no alcanzo a cuajar. Un abrazo para todos!!!! 5* yar
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