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LA HUACA DEL BURRO DE ORO

En la Loja de antaño no existían los bancos financieros, y las cuantiosas fortunas en esterlinas, lingotes de oro, joyas y plata peruana que lograban acumular sus propietarios eran guardadas celosamente en zurrones de cuero o en baúles de madera y hasta en tinajas de barro de Cera o de Taquil.

El “Apache” David Espinoza, conocido por su olfato de buen huaquero y con todo lo que había escuchado desde chiquito a su abuelo don Eleuterio, viejo trotamundos, cazador curtido y huaquero también, sabia que en Amable María al norte de Loja, en la hacienda del finado “Burro de Oro”, había un gran entierro.

Pasaron los años y el “Apache” se había convertido en el mejor rastreador de huacas de Loja, empezó a merodear por la hacienda tras la codiciada fortuna. Hasta que una noche de luna llena se instaló en la parte alta de la huecada del chirimoyo para hacer guardia. Desde allá arriba podía divisar perfectamente el lugar donde crecían algunas plantas de guineo raquítico, unas plantitas de café caturra y, lo más importante, el viejo chirimoyo donde vivían algunas lechuzas y, debajo de este, la enorme piedra granítica. Todo estaba allí conforme se lo habían contado tanta veces.
Nada más que el “Apache” huaquero debía armarse de paciencia, de una gran paciencia y sentarse y esperar. ¿Cuánto tiempo? Eso sí, nadie sabe; y estos menesteres son cuestión de tiempo y de santa paciencia… Pasó una luna, pasaron dos, tres ¿y cuántas lunas más pasaron?
-¡Yo que sé!, contestaba el “Apache” con su típica pachorra.
- Pero esta mierda que me está cansando…
Hasta que por fin una noche de luna redonda, cuando los perros aúllan queriendo alcanzarla, vio aparecer allá debajo del viejo chirimoyo una pequeñita pero muy brillante luz, que fue creciendo poco a poco, espantando a las lechuzas que volaron de mala gana para refugiarse por un rato en los cafetos. En cuestión de minutos esa pequeñita luz, se convirtió en algo así como una gran hoguera, cuya luz alumbraba todo e iba creciendo con fulgores azulados y rojizos. El “Apache” se acercó despacito, dando pasos vacilantes. Cuando estuvo a cierta distancia señaló el lugar votando un herraje de caballo. Al siguiente día, apenas amaneció, regresó y encontró en el mismo sitio la señal que puso la noche anterior. Él sabía que donde arde por la noche es porque hay algún entierro; estaba seguro de que se trataba de una huaca que guardaba plata y oro; por eso el color azulado y rojizo de la llama.
-¡Va carajo! Hasta que la suerte me llegó a mí.
Entre contento e impaciente esperó nuevamente la noche y, alumbrado por una luna llena clarísima, empezó a cavar justo al pie de la enorme piedra, debajo del chirimoyo. En el silencio de la noche se oía el pesado sonido de la barreta rompiendo la tierra y a lo lejos el aullar de los perros que eran respondidos por otros aulladores aún más lejanos. El “Apache” estaba sudando; había cavado casi el tanto de un metro; estaba cansadísimo y no había señales de nada.
Más ruidos parecían haberse aumentado con el viento que soplaba agitando las largas hojas de los guineos. No muy lejos, las lechuzas lanzaban al viento su lamento tristísimo uuuuu, uuuuu, uuuuu.
El “Apache” sabía que “la constancia rompe el saco” y continuó cavando, descansando y esforzándose, y esforzándose cada vez más, guiado por su instinto de sabueso rastreador de huacas.
De pronto sintió que la barreta se hundía y tocaba rompiendo algo suave con crujir de madera y enseguida algo con sonido metálico… La tierra parecía temblar y dar vueltas más rápido, hasta marearlo…
-¡Va carajo! ¿Qué me pasa a mí? Ya creo que me dio antimonia de esta huevada, carajo.
Efectivamente la huaca estaba allí ante sus ojos en un enorme baúl de madera.
-¡Va carajo! Que el Burrito, alma bendita, ha sido de teneres…¡y bueno para ahorrar, alma bendita!
Se agachó y amarró el baúl con el cabresto que traía colgado a la cintura. Seguro de su fuerza empezó a halar, sudando a chorros y escupiéndose en las manos que parecía que se iban a encender en llamas por la rozadura del cabresto…Ya casi, casi se veía fuera la mitad del baúl, cuando de pronto se oyó una voz que decía, a grito herido: ”yo también tengo parte, yo también soy dueño de esta huaca”.
Era la voz de Moisés el viejo mayordomo de la hacienda del Burro de Oro que reclamaba, con toda justicia su parte de fortuna.
Sorprendido el “Apache”, soltó el cabresto y, como en cámara lenta, vio que el baúl fue virándose de a poco hasta que cayó al suelo con estrépito, brillando ante los ojos desorbitados de aquellos dos hombres, haciéndose pedazos y desapareciendo en las profundidades de un hueco mucho, muchísimo más grande que el que cavó solito el “Apache”.
Desesperados, como locos buscaron por todas partes. Pero nada fue nada, parecía que se lo hubiera tragado la tierra. No encontraron una sola seña de su soñada fortuna ¿Qué había pasado? ¡Eso nadie lo sabe! ¡Ni lo sabrá jamás!
-¡Va carajo! No mismo convino, no era que sea, dijo con su típica pachorra el “Apache”…
Dicen que las huacas están enterradas por tantos años esperando a los nuevos dueños, pero si alguien de mal shungo se entromete, esa fortuna desaparece para siempre. Amén.

Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec


Loja, Ecuador 22 de junio de 2012

Texto agregado el 06-07-2012, y leído por 636 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-11-2012 Buen cuento. Tengo algunos tíos que se encontraron las famosas "ollas" con centenarios de oro en las casas de adobe de los abuelos. Gatocteles
31-10-2012 Un tema interesante bien narrado por alguien que sabe como atrapar al lector. Me gustó. Felicidades. elpinero
 
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