Tijuana BC. Jul. 2012. Palabras, más que palabras…
Hola Andrea, ¿Cómo estas hoy?
Ramón, guapo amigo, de bellos sentimientos, tan dulces como tus palabras, buenas tardes
Con tantos cumplidos, me haces sentir feliz, y más, viniendo de ti, y me imagino que sigues escribiendo.
¿Sabes? Después de muerta, quizá hablen de mi, no creo que alguien escriba, así que lo hago yo.
La escritura siempre ha estado conmigo, aunque, yo estoy con la escritura desde hace poco.
Comencé a escribir después de que recibí sugerencia de anotar mis pensamientos con la única finalidad de poderlos ordenar.
Ya lo hacía antes, aunque de manera inconstante.
Cuando visualice la idea de un diario pude escribir prácticamente siempre.
Ahora no sé dónde quedaron todas esas libretas que llené con amores, decepciones, triunfos y fracasos.
La verdad es que no importa, lo verdaderamente relevante es que la escritura se quedo conmigo.
El punto es que, tu pregunta detonó un razonamiento en el que no había reparado.
Cuando tuve mi primer blog, ya hace algunos años, fui entendiendo que no siempre escribía sobre lo que pensaba, sino que ocupaba personajes que eran una proyección total de lo que me pasaba.
Era como una forma de no descubrirme por completo, y vaciarme sin sentimientos de culpa.
Poco a poco se volvió necesario escribir historias que, aunque basadas en alguna anécdota personal, cada vez se iban alejando de mí.
Y es que las historias van teniendo vida propia, salen de los cánones que les propones y los personajes terminan decidiendo cómo quieren acabar, en mi caso estoy segura que así sucede, muy a menudo me sorprendo del rumbo que toma un texto.
Aunque, hasta hace dos o tres años, nombrarme escritora era mucho.
Me consideraba una aficionada apenas, a las letras, una idealista, una soñadora, una mujer que ama escribir, de ahí a considerar publicar, tener un libro o buscarlo, era demasiado.
La razón es simple, los miedos naturales de no saber si lo que una escribe es bueno o si reclama emociones en el lector, que echan por tierra cualquier anhelo.
Hasta hace poco, tal vez poco más de un año, de manera natural comencé a sentir la necesidad de tomármelo en serio, hacer un proyecto, construir un personaje.
Y acá estoy, contenta de saber que soy escritora, no por ponerme una etiqueta, sino porque así lo siento.
El tiempo dirá si sirve lo que escribo, eso es lo de menos, ahorita disfrutó y me emociono con cada palabra, porque ya sé que quiero escribir en serio.
Es precisamente en este momento cuando quiero volver a aquella práctica que hacía cuando comencé a escribir, sin darme cuenta a dónde iba a llegar
Escribir lo que me pasa, dejar en el papel testimonio de lo que me duele y lo que me hace feliz.
Todos los días, sin excepción, escribir de lo que pasa por mi mente en ese preciso instante.
Se trata de vaciarme de lo negativo, sin esperar que esas hojas sean literarias o artísticas, se trata simplemente de permitir que durante el día lo que fluya sea nuestro artista interior, sin limitaciones.
Jugar con las palabras, dejar que ellas expresen sentimientos escondidos, acabar siendo esclava de unos caracteres que de forma caprichosa vuelan de pantalla en pantalla.
Aparecen a media luz, nadie las espera, lo llenan todo como si aquel terreno hace poco desértico se tornara de repente en un crecido mar.
Y lo que antes era un terrible salto al vacío, ahora es una inmersión en un fondo de coral.
Y lo que apenas fue un sueño difuso en la vaguedad de la noche, ahora cobra vida propia y es relato para todo el mundo.
Nadie las ha visto, arriban en oleadas, a veces entrecortadas, muchas veces sin un rumbo fijo. Vagabundas, cada una de ellas cuenta una historia y tiene una historia que contar.
Alegres un día o tristes al siguiente, no han podido elegir ese papel que interpretan a la perfección, siempre al pie de la letra.
Sin comerlo ni beberlo, elegidas para un desconocido destino, llenan viejos cuadernos y libretas.
Conviven con borrones, garabatos y tachones, formas que habitan en el reino de las dudas.
De repente, saltan del teclado a la pantalla como por arte de magia, cubriendo una ruta invisible, dejándose a veces cosas en el tintero.
Y antes de que se las lleve el viento imprimen carácter al papel en blanco y son pasto de ansiosos lectores capaces de pasar muchas horas delante de ellas, admirándolas, comprendiéndolas seguramente como nadie lo había hecho antes.
Una vez leídas, es el momento de pasar página y otra vez, dejar volar la imaginación a lugares de ensueño, inexistentes en la mayoría de las ocasiones..
A veces me siento sola.
Estaba en el pequeño jardín de mi casa, entristecida, cuando de pronto apareció un colibrí.
Recorrió todo el espacio, descansó un momento y de golpe se colocó enfrente de mi cara, agitando sus alas, me miró fijamente a los ojos, cómo si esa criatura hubiera percibido la pena de mi corazón. No puedo explicar la emoción que sentí, mis ojos se llenaron de lágrimas.
Ahí me di cuenta que nunca voy a estar sola, que siempre hay un amigo esperando para encontrarnos.
Los colores se escurren por las paredes, los muebles poco a poco pierden la forma y empiezan a fundirse con el piso de la habitación.
Todo comenzó cuando perdí tu recuerdo, lo extravié durante un sueño en el cual corrías y no podía alcanzarte, ya sin esperanzas me senté en el tronco de un árbol caído, creo que ahí se cayó de mi bolsillo.
Mientras miro como se transforma todo, noto que llevo en las manos un libro y un chocolate.
¿Se relacionan contigo? No lo sé.
Escucho un timbre y pienso, que quizás esto es solo un sueño, entonces me acuesto y espero dormirme, con la esperanza de despertar y que nada de esto sea cierto.
Palabras, más que palabras desde Tijuana BC, mi rincón existencial.
PD. Gracias Ramón Andrade, por tu cariño y amistad, por participar en la creación estas líneas.
Andrea Guadalupe.