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¿QUEDA ALGUIEN ADENTRO?

CAPÍTULO I


Es una noche fría, muy destemplada, no tengo muchos deseos de escribir, pero recuerdo las palabras de Gerardo: “Todos los días tiene que hacerlo, aunque le parezca que no tiene tema, siéntese e inténtelo”.

La vasija de cerámica comprada en Tafí del Valle hace ya tanto tiempo, se interpone entre la lámpara y mi hoja, proyectando sobre ella una sombra caprichosa, espectral y no puedo escribir. Son tantos, tan tremendos e inverosímiles los recuerdos que acuden a mi mente en este momento que quiero borrarlos, espantarlos, como empecinada e infructuosamente vengo haciendo desde que regresé de ese viaje, que inicié tan ilusionada y expectante.



Creo que eran los primeros días de junio, cuando recibí una llamada de Aída invitándome a hacer esa excursión que me pareció demasiado extensa para sólo diez días. Ella insistió: Sería muy divertido recorrer todo el Norte, que ninguna de las dos conocíamos y subirnos al “Tren de las nubes”.

Me acobardaban esos casi tres mil kilómetros, pero no tardé en aceptar, aún a despecho de lo que opinarían mis pobres huesos durante y después de tanto trajín.

Fue así que el diez de julio emprendimos el recorrido hacia Santiago del Estero, Salta, Jujuy y Tucumán, curiosas y seducidas frente a lo desconocido.

El viaje fue muy placentero: hermosos lugares, hermosos hoteles, riquísima comida, encantadores compañeros.

Quedé maravillada con la Quebrada de Humahuaca, sus paisajes, su cielo y su gente; esa gente humilde, sencilla, sincera, calma, con un sentido del trabajo, de la familia y del cooperativismo digno de encomio. Daba gusto conversar con ellos y admiré sobremanera su calidad de vida, tan discordante con la opinión de aquellos que no conocen y que no han convivido con los collas.

Luego de recorrer tanta maravilla norteña fuimos bajando hacia Tucumán, preciosa, con su historia y sus paisajes y paramos en Tafí del Valle, magnífico.




Todo, hasta aquí, no deja de ser una reseña de un viaje que pudo convertirse en un recuerdo hermoso más, sumado a un montón de regalos, alfajores, dulces de cayotes, torronteses, postales y souvenires, si no hubiese sucedido lo que hoy, infructuosamente, me obligo a olvidar y que mi incomprensible masoquismo insiste en mantener vivo en mi mente.



Esa mañana al llegar a Tafí, con sus caminos y senderos bordeados de sauces y álamos, Aída se entregó, quiso descansar y por más que le insistí se negó a realizar la excursión de ese día, estaba agotada.

De modo que yo, más muerta que viva también, me decidí a ir sin ella, a El Mollar y a todos los lugares que comprendía esa excursión.

El cielo estaba distinto a los días precedentes en que había estado diáfano. Un gris plomizo nos cubría, como amenazante de tormenta.

Subimos las cuestas, hasta estar a dos mil sesenta metros de altura en los faldeos del Ñuñorco, que quiere decir “seno de mujer” en idioma cocán. Allí está el Parque de los Menhires, esos colosos de piedra que guardan celosamente secretos de pueblos antiguos y que representan el canto solemne y vigoroso de aquellos primitivos habitantes de nuestra tierra, íntimamente ligados a la naturaleza y temerosos del poder infinito de la Creación.

Todo allí me sobrecogía, desde el guía Martín, un joven místico que más con las manos que con los labios y con una voz muy tenue, nos iba revelando el significado de cada monumento.

Yo me abrazaba a los menhires tratando de sorber toda esa energía que la tradición dice que druidas y celtas insuflaban en ellos.

Los susurros de Martín, el silencio y quietud del lugar, el abrazo a los menhires, fueron creando en mí una sensación de irrealidad de la que no pude extraerme aún cuando luego, en el ómnibus, nos dirigimos hacia la capilla de La Banda.



Ya la tarde estaba cayendo cuando Octavio, el guía del lugar, nos franqueó la entrada.

El silencio de años me embargó desde el momento que transpuse el umbral de la antigua casa de Melián Leguizamón y Guevara, luego heredada por su hija Jordana de Trejo Leguizamón, quien en mil seiscientos setenta se la vendió a los jesuitas y todo se transformó en irreal para mí.

Octavio hablaba, y sentía su voz y las de mis compañeros lejanas, como no pertenecientes a mi entorno.

Me quedé anonadada frente al lujo europeo del mobiliario de los Leguizamón con más de trescientos años y su observación me fue retrasando en el recorrido.

En un momento dado, no sé cuánto tiempo había transcurrido, oí a lo lejos cómo Octavio, dentro de la capilla, a la que yo aún no había accedido, relataba el ataque de algunos sobrevivientes de los kilmes, supervivientes de aquellos que en mil seiscientos sesenta y seis, con ciento cincuenta familias de alcalianos fueron trasladados a pie por más de dos mil kilómetros a la zona del Plata, ahora Quilmes, donde los abusos de los capangas, las enfermedades, el mestizaje y la miseria los fueron diezmando rápidamente.

Esos sobrevivientes, creyendo que los jesuitas eran los causantes del exterminio de sus ancestros arrasaron con ellos en una feroz masacre.




La voz de Octavio se escuchaba más distante aún mientras yo seguía su relato casi imperceptible, observando el retrato de Estratón Colombres, un cura, que según leí al pie, fue encontrado muchos años después de muerto en estado incorruptible. Al mismo tiempo tocaba, como en una travesura, un sol central, en el pianoforte que estaba debajo.



Me iba acercando a la capilla, cuando escuché que Octavio contaba que la tradición hablaba de dos jesuitas que no se habían hallado luego de la refriega y el recuento de cadáveres y de un túnel que también la tradición decía que había existido desde la capilla hasta Lules por más de doce kilómetros bajo tierra, en línea recta.

Me faltarían trasponer dos habitaciones en penumbras, me había detenido a observar asombrada un misal de mil quinientos treinta y siete, autorizado por Pío V y una Bendición Papal a los Leguizamón, cuando me envolvió un silencio total y escuché a lo lejos la voz de Octavio preguntando: ¿Queda alguien adentro?.

Ya estaba oscuro, quise apresurarme a llegar a la puerta y tropecé con un escabel que no había observado y estaba en mi camino.

Dolorida y algo atolondrada por el golpe grité: “Estoy aquí, espérenme”, pero el haz de luz que provenía de lejos desapareció: La puerta se había cerrado detrás de Octavio y mis compañeros de excursión.


CONTINUARÁ

Texto agregado el 28-05-2012, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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