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Él es fofo, lento y medio calvo. Habla poco y observa mucho, como escondido, como si tuviera vergüenza por el hecho de estar allí simplemente. Carece de cualquier habilidad física o atractivo visual. Tener conciencia de eso lo hace actuar con prudencia y sabiduría, porque está consciente cómo son las cosas, cómo opera todo. Sabe que su rol es guardar silencio y tratar de no importunar a los otros, intentar molestar lo menos posible y tolerarse a sí mismo.

Tienes que hacer ejercicio a menos que quieras morir a los treinta años, le dice el médico. Él no quiere morir a los treinta años. Al menos, no morir aún, cuando ha vivido tan poco. Lo que no tiene claro es qué es lo que realmente espera con vivir más. Las alternativas escapan de su comprensión, no están en su vocabulario ortográfico y enriquecido por la lectura silenciosa, por la soledad y la poca intervención de terceros en la distorsión del lenguaje, en la incorporación de coloquios y rudezas semánticas.
Obedecer al médico es una declaración de humildad: estoy en un error, debo mejorar. Ir al gimnasio es una prueba contra su orgullo: un hombre lento, deforme por el sedentarismo, se arrepiente de su apatía consigo mismo y suplica una oportunidad. Porque ir al gimnasio es ir al lugar en donde él es más débil, en donde toda su habilidad –si es que posee alguna- no tiene ninguna relevancia. Porque si hay algo que él no tiene es fuerza. Ni potencia. No es hábil y nunca lo fue.
En el gimnasio la ve. Ella es todo lo que él no es. Sociable, extrovertida, atlética. Ella no pareciera tener vergüenza a nada, y proyecta una seguridad férrea y firme en sí misma. Él la observa desde un rincón de la sala, bien a lo lejos, aparentando levantar una pesa muy liviana. No se atreve a cercar la distancia, a mirarla con compromiso. Le da temor ser descubierto y que le pueda dirigir la palabra, que haya un contacto más allá de su imaginación. Porque no sabe hablar.
Descubre su nombre, Maite, escrito en letras grandes y legibles en la espalda de su polera verde fosforescente. Por delante, también muy claro, dice "maratonista". Es una polera ceñida, de material liviano y pequeños orificios en los costados para dejar circular el aire y mantener la ventilación. Ropa liviana para personas livianas. Una polera para volar, para hablarle a las personas, para despegarse de la tierra, para reír.
Le gusta que su polera sea vital y exuberante. Le gusta que esté su nombre escrito allí. Imagina que es un mensaje para él, una forma de presentarse, de preguntarle al mismo tiempo cómo se llama y qué hace. Es un gesto muy amable. Por el contrario, él viste de negro. Su ropa no tiene ningún mensaje sobre lo que es. Su ropa es apática, mustia. Él no tiene nombre. No se atreve a tener nombre, no se atreve a reír como se ríe Maite ante todo lo que sucede. Le teme al ridículo.

Es fácil encontrar a Maite en Facebook. Digita un par de nombres, enroca un par de enlaces, y basta. Aparece su perfil, que por supuesto, es abierto al público. Allí está su apellido, su cumpleaños, lo que estudia, dónde estudia. Se despliegan una serie de fotografías de ella: de cabeza en un columpio, corriendo por un cerro, sacando la lengua en el desierto, escalando una montaña... Maite es todo lo que él no es. Maite rebosa vida, contagia vida. Maite lo inspira: él también quiere una polera verde que diga "maratonista".

¿Cómo es posible que tengan casi la misma edad? A su lado él parece un abuelo. El abuelo de Maite. Si caminaran juntos Maite lo llevaría del brazo, velando porque no tropiece en los accidentes de la vereda, cuidando que un desconsiderado no lo pase a llevar cuando cruce la calle muy lentamente. Ella le preguntaría si van muy rápido, si necesita descansar, si se tomó la pastilla para la presión esa mañana. Todo está bien mijita, no se preocupe, respondería, carraspeando.

Quisiera que Maite fuera su guía y lo transformara. Que lo lleve a dónde él por sí mismo no es capaz, porque tiene el corazón débil y le fallan las piernas. Que lo lleve al lugar en donde es posible reír como ella y deslizarse por el aire como los halcones peregrinos, con esa ingravidez propia de las aves. Sin ningún miedo, enamorados del viento, viajar a una laguna virginal que tenga el agua lila y peces blancos y en la ribera árboles que crezcan al revés.

Quisiera hablar con Maite y pedirle que le enseñe a recorrer las montañas. Qué se debe llevar, cómo se sobrevive, qué no hay que hacer. Le gustaría recorrer esa tierra en que no hay nada ni nadie, y que Maite le pregunte si distingue aquella línea de árboles poco antes de llegar al monte, porque aquel es el sitio adecuado para levantar el campamento. Que mañana subirán al cerro, que ella lo va a ayudar si es que se cansa, si es que no tiene la fuerza suficiente. Luego, en la soledad absoluta de la selva, en el silencio perenne bajo el cielo roto, que ella lo mire y él la mire de vuelta.

Porque Maite tiene la energía que a él le falta. Ella tiene luz en los ojos, y fuerza en los brazos, y el cuerpo lleno de electricidad. Porque Maite es verde como los árboles que son verdes, y tiene un nombre mientras él no tiene ninguno. Porque Maite es feliz en el mismo lugar en que él se hunde. Ambos están juntos en un mismo espacio, en una misma sala, pero él no ve nada y ella sí. Por eso debe aprender de ella, que le explique cómo se respira, cómo se sueña, cómo se le habla a las personas. Necesita entender qué es lo que sucede consigo que no tiene rostro. Por qué está tan tenso siempre.

Al entenderlo podrá caminar a su ritmo y dejar de atormentarse tanto por intrascendencias. Subir la montaña con energía y potencia. Subir con valor. Aprovechar el aire tan puro que lo rodea, dejándose llevar por la tibieza del sol en su piel y la textura cálida de la tierra. Al final podrá pararse en la cima para contemplar el horizonte, infinito en su vastedad. El horizonte visto desde el barranco: repleto de tundra, misterios y bestias. Entonces volverá a sentir curiosidad ante el mundo. De pie frente al acantilado podrá recobrar el respeto a sí mismo. Podrá hablar y su voz será fuerte y clara, clara como el agua, y dirá, atronando el valle, que su nombre es Diego, que es un maratonista.

4.8.11

Texto agregado el 02-05-2012, y leído por 271 visitantes. (0 votos)


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