No te he podido olvidar, es cierto, es cierto; a veces cuando me hallo solo en mi cuarto, pienso, pienso mucho, en ti, en mí, pero sobre todo en tu perro, sí, en tu perro; me acuerdo como aquel anciano perro meneaba la cola como para que lo acariciáramos, tú te le acercabas y él se echaba para que le rascáramos la panza. Sin embargo, lo importante de la escena, no es en sí el perro por supuesto; es tu recuerdo dulce, lo son tus ojos misteriosos, los tuyos, tus labios suaves, húmedos y rojos, que bonita solía ser tu sombra cuando te acurrucabas a recoger cualquier cosa del suelo. Hoy, no obstante, al verte aquí, siento como se estremece mi psiquis desde lo más profundo de mi inconsciencia, al verte aquí, siento una paz intranquila que me obliga a besar tu boca, a olerte, a querer tenerte siempre, al saberte aquí me invade una felicidad que ya anticipa la tristeza, una felicidad fugaz que se disfraza de dolor; entonces se apodera de mí una ira demencial que me obliga a aceptar la verdad: nuestro amor no es más que un perro sin vida, un perro que ya no corre, que ya no juega, que ya no siente, en resumidas cuentas, nuestro amor no es más que un perro muerto.