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JACINTO TRABAJABA DE MUERTO


En el año 2153 la medicina había avanzado tanto, que la gente no moría, sin embargo la mayor parte de la población añoraba los velatorios. Por eso, Jacinto supo que sería muy lucrativo trabajar de muerto, y a esto se dedicó.
Cuando alguien descubría su primera arruga, la cual aparecía alrededor de los doscientos años de vida, tomaba su tarjeta de salud, y tras despedirse de sus seres queridos, acudía a una de las miles de casas de suspensión. Una vez allí, se lo registraba colocándole el número que correspondía a su nombre, luego se le suministraban los conservantes necesarios, y finalmente se le asignaba la bóveda en la cual permanecería suspendido en el tiempo. Así estaría hasta que se descubriese el antídoto contra la vejez.
La humanidad había llegado a la conclusión de que las emociones eran perjudiciales para la salud. Al principio costó reprimirlas, pero después se transformó en hábito. La vida entonces se automatizó. Se trabajaba, se comía y se copulaba mecánicamente. La risa y el llanto se borraron de las caras. También se habían extinguido la política y la religión. El Dinero era el único soberano, de Él dependía la subsistencia, y no tenerlo solía provocar vejez prematura.
A pesar de haber superado las sensiblerías, la gente llevaba en su inconsciente, cierta añoranza por la muerte, o más precisamente por la tristeza que ésta causa. Llorar se había convertido en un placer que casi nadie tenía.
Jacinto, por casualidad, encontró un antiguo libro hindú en la estantería de un museo poco frecuentado. En él se hablaba sobre el método para llevar el ritmo cardíaco a los niveles más bajos. Tanto así, que la persona que dominaba esta práctica, podía aparecer ante los ojos de un observador como muerta. Jacinto rápidamente vio el negocio, y sin perder tiempo se abocó a ensayar. Pasaron meses y años de trabajo, hasta que un día llegó a la perfección.
Al comienzo se puso a prueba ante sus amigos. Fue así que, entre lágrimas y aplausos, consiguió sus primeros éxitos. La noticia se esparció y los pedidos llegaron desde todos los rincones de la ciudad. La gente quería ver un muerto.
Consultó en los libros de historia y supo cómo se producía un funeral. Tomó sus ahorros y mandó a fabricar un ataúd. Luego añadió los cirios, las coronas y todo lo demás. Alquiló un gran salón y montó su primer espectáculo. Acudieron muchas personas.
Los velatorios de Jacinto se pusieron de moda. Constantemente le pedían que exhibiera su arte, y él, gustoso, los complacía. Cuando estuvo seguro de la extrema necesidad que había despertado en la población, comenzó a cobrar. No hubo ningún problema, le pagaban lo que pedía.
Después de su vigésima representación, advirtió que a su show le faltaba un ingrediente muy importante, nadie lloraba. Enseguida halló el motivo. Su muerte no despertaba congoja porque él no tenía ningún lazo afectivo con los concurrentes. De inmediato, entonces, se le ocurrió algo. Antes de morir, preguntaba al público quién era la persona que más amaban. Un grupo, por ejemplo, decía : - Nuestro abuelo. - Acto seguido, Jacinto averiguaba el nombre y lo escribía en las cintas que adornaban las coronas y en un cartel que colocaba cerca del ataúd. De este modo, pocos minutos después, se iniciaban los llantos. Como el negocio se hacía cada día más próspero, le fue agregando nuevos atractivos, los cuales, hacían incrementar el precio final. Uno de ellos era montar el espectáculo a domicilio, y además, lucir parecido a la persona llorada, para esto pedía, con la suficiente antelación, una fotografía de esa persona y mandaba construir una máscara que fuera igual al rostro del retratado.
El acto se trataba de lo siguiente : En primer lugar, junto a sus colaboradores, preparaba el escenario; luego se situaba en algún ambiente cercano al salón principal, y a solas, daba inicio a los ejercicios que lo llevarían desde la vida hasta la casi muerte, los cuales consistían en profundas exhalaciones acompañadas de trabajos de concentración que desembocaban en el vaciamiento mental, además de otros pasos que nunca quiso revelar; finalmente, después de un tiempo ya estipulado, sus ayudantes ingresaban al ambiente y trasladaban el cuerpo inerte hasta el ataúd. Tras acomodarlo en el féretro, abrían las puertas y el público entraba. La gente se agolpaba frente a Jacinto y lo contemplaba extasiada. La mayoría nunca había visto un muerto. Jamás habían observado un cuerpo tan pálido e inmóvil.
Lo máximo que podía permanecer en ese estado, era entre dos y tres horas. Luego de ese tiempo, lentamente, iba recobrando vida. No bien advertían los primeros movimientos, sus colaboradores desalojaban la sala. Esto lo habían aprendido con el devenir de las representaciones; era mejor que la gente se quedase con la imagen de la muerte. De este modo se obtenía el efecto deseado, pues en la mayoría de los casos, los clientes, a pesar de haber llorado, quedaban satisfechos.
Como en toda profesión, a veces surgen inconvenientes. Estos suelen deberse a fallas propias, pero también ajenas. El primer contratiempo se suscitó un día en el que despertó antes de lo previsto. El cliente había pagado por dos horas, pero Jacinto, a los cuarenta minutos, había recuperado el pulso normal, entonces, no vio otra solución que simular. Estaba en esto, cuando una hermosa mujer, esposa de quien había contratado el servicio, se acercó a Jacinto y comenzó a acariciarlo. La mujer debió haber tenido alguna morbosidad oculta, porque aprovechando que nadie la miraba en ese momento, deslizó su mano hacia el sexo del muerto. Jugó y jugó hasta que el miembro comenzó a erguirse. Algunos de los concurrentes advirtieron la maniobra y se lo comunicaron al marido, éste se puso furioso y arremetió, primero contra su esposa, y luego contra el ataúd. Tras golpear a la mujer, totalmente fuera de quicio, derribó todo el decorado. La calma volvió cuando, después de que los ayudantes lograran sujetarlo, el propio Jacinto le pidiera disculpas y le devolviera el dinero cobrado por el espectáculo que no pudo ser llevado hasta el final. No todo en esta experiencia fue nefasto, algo provechoso se obtuvo. Después de algunos días, el cliente regresó y dijo que a pesar de estar avergonzado por su comportamiento, rescataba algo beneficioso de esa situación, sintió celos e ira. Esas eran dos emociones que creía no tener. Gracias a ello, había percibido la sangre correr por sus venas, y por eso mismo, se sentía diferente al resto de la gente.
Hubo otra ocasión en la que no se puede decir que haya habido inconvenientes, pero sí, que la exhibición se desarrolló en circunstancias misteriosas. Alguien no identificado depositó electrónicamente una gran cantidad de dinero en la cuenta bancaria de Jacinto y luego solicitó que la representación fuera llevada a cabo en una antigua casa situada en un paraje desolado. Como el monto entregado era demasiado tentador, no hubo negativa. Cuando Jacinto y sus colaboradores llegaron al sitio indicado, no vieron a nadie dentro ni fuera de la casa. A pesar de que esto les pareció extraño, ejecutaron la rutina como de costumbre. Cuando concluyó, y tras despertar de su letargo, Jacinto, muy intrigado, preguntó a sus ayudantes sobre el tipo de público que presenció el espectáculo. Ellos respondieron, asombrados, que nadie se había presentado. La perplejidad embargó al grupo, cuando, tres días después, observó la filmación que siempre se hacía de cada representación. En ella se comprobó que el lugar había estado atestado de personas, si es que así puede llamárseles. Todos quedaron boquiabiertos cuando les pareció descubrir entre el público a personajes muy famosos que habían fallecido mucho tiempo atrás. Alguien creyó ver a Merlín, a Juana de Arco y a William Shakespeare; otro identificó, aunque no con absoluta nitidez, a Juan el bautista, a Tutankamón y a Eva Duarte; en tanto Jacinto, estaba casi seguro de haber observado a Rasputín y a Gengis Kan. Lo que encontraron como más sorprendente, es que la mayor parte de la pequeña muchedumbre, en lugar de llorar, reía.
Como las solicitudes eran cada vez más numerosas, y como Jacinto no podía estar en tantos lugares al mismo tiempo, decidió entrenar a varios de sus ayudantes, incluso agregó a varias mujeres, pues éste era un detalle que no había tenido en cuenta.
No tardó en formarse un club de admiradores, y luego otro, y otro. En un principio, los fans no hacían más que adorarlo pasivamente, pero poco tiempo después, algunos comenzaron a imitarlo. La moda de la muerte prendió tanto en las personas, que, enseguida, algunos osados quisieron rebasar los límites. Éstos, no se conformaron con sólo simular estar muertos, sino que murieron de verdad. Fue así que, lo que en un principio no pasaba de una mezcla de entretenimiento y negocio, terminó siendo un flagelo que se salió de control. En ese momento comenzaron los problemas para Jacinto.
Debido a que los individuos morían en realidad y los velatorios se multiplicaban entre la población, la ficción montada por él, rápidamente dejó de ser atrayente. El lucrativo negocio comenzó a desmoronarse, y en poco tiempo desapareció.
Bajo estas circunstancias llegó el principio del fin para Jacinto. Un día se presentó ante él una comisión de poderosos, conformada por representantes del gobierno, jueces y dueños de las casas de suspensión. Los primeros dijeron que la sociedad era un caos, los segundos le advirtieron que lo condenarían a una muerte real, y los últimos se quejaron enfurecidos por las pérdidas económicas que habían sufrido. Todos lo culpaban de ser el causante de semejante descalabro social y financiero. Al mismo tiempo, lo intimaron a detener esta calamidad. Jacinto, temeroso y abatido, dijo que no sabía cómo hacer tal cosa, pues todo se le había ido de las manos.
A pesar de que los poderosos le dieron un tiempo para que recompusiera la situación, fue en vano. Intentó buscar apoyo en sus admiradores, descubriendo que éstos ya no existían. Pidió ayuda a sus ex colaboradores, pero le dieron vuelta la cara. Jacinto, entonces, se vio perdido.
Las autoridades no encontraron mejor manera de detener este delirio de muertes, llantos y desorden económico, que matando a Jacinto. Pretendían que esta sanción sirviera de escarmiento para el pueblo. Lo condenaron a morir quemado en la plaza principal.
Cuando el fuego comenzaba a provocar ardor sobre su piel, supo que se estaba cometiendo una injusticia y se sintió mártir. Poco antes de que las llamas lo calcinaran, levantó la mirada y observó a la muchedumbre que lo contemplaba sonriente. Algunos, talvez porque la muerte había dejado de causarles el placer que brindaba el llanto, reían a destajo. Antes de la exhalación final, gritó desgarradoramente :
- No se olviden de mí. No se olviden de que una vez les traje lágrimas, y ahora risa. No me olviden. -



JACINTO TRABAJABA DE MUERTO
por Sergio Heredia
( agosto de 2006 )






Texto agregado el 03-02-2012, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


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