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San Roque sin perro

La calle de tierra, firme, compacta, reverberaba la luz de un sol despiadado. El chico, cabeza grande, el pelo rizado, la piel morena, venía caminando rápido, casi al trote, con un bolso en la mano que contenía un pedazo de pan. Miraba con esos ojos que parecían siempre espiar a través de una hendija. Miraba la calle, el camino que lo llevaría de nuevo a la casa, a cumplir con el mandado que le había encargado la madre.
El chico vislumbró la burla cuando lo vio al turco, sentado, aletargado, entregado al silencio de las once de la mañana, con los brazos cruzados sobre el respaldar de la silla. El chico pasó delante del turco y esperó el grito, el saludo lleno de cizaña.

¡Adiós, San Roque! ¡San Roque sin perro!

El chico se mordió los labios, bajó la vista y miró el suelo. Parecía nunca terminar de pasar frente al turco. Se escuchó la risa, mordida, viciosa del hombre. La bronca se transformaba en sudor sobre el cuerpo del chico, bajo la túnica marrón, apretada al cuerpo por el lazo, también marrón. Los pies descalzos apuraron el paso tratando de atravesar la chanza del hombre, dejándola atrás, olvidándola a fuerza de puteadas.

Meses atrás el chico ni siquiera imaginaba que la madre lo vestiría con esa sotana marrón, de lana fina, durante el tiempo que llevaría cumplir la promesa, un año o algo así. Melito, un amigo, lo pasaba a buscar, infaltable, a eso de las diez de la mañana y lo arrancaba de la cama y así nomás, esquivándole al té, manoteando apenas un trozo de pan, se iban para el arroyo.
La alegría, una de esas alegrías plenas, sin preocupaciones, que solo se dan en la infancia, los llevaba a pasarse todo el día sumergiéndose en el arroyo. Inventando piruetas desde las rocas para caer en el agua. Nadando de lado a lado aguantando la respiración. Llenándose la boca para escupirse en la cara. A veces iban otros pibes. Algunos más, algunos menos, pero el chico nunca faltaba y Melito tampoco. Así pasaron toda la primavera y el verano, mordisqueando ese pedazo de pan a la mañana, jugando en el agua como si el resto del mundo no existiera, y volviendo a la nochecita, a la casa, extenuado para meterse en la cama; sin pasar por la mesa donde había siempre el resto de algún bife o guiso.
El chico empezó a sentir las piernas débiles el día que encontraron la víbora. Adentro de un tronco. Estaban sentados en ese tronco a un costado del arroyo cuando empezaron a hacerlo rodar, y al darlo vuelta, apareció un hueco en la madera, y en el hueco una víbora, larga, sinuosa, reptil, amenazante, verde como una manzana.

Melito retrocedía, con los ojos pasmados, los labios quietos, la boca abierta sostenida en el susto. El chico tomó un palo. Empezó a golpear a la víbora que, tal vez conciente de su inocuidad, en vez de atacar se acurrucaba para intentar desaparecer en el fondo del hueco. El chico apoyó el palo en la cabeza y apretó, el crujido de carne y cartílago fue como un mordisco sobre el murmullo del arroyo. Ahí fue cuando se sintió débil, después de que la adrenalina se apagara, después de que el entusiasmo, la arremetida diera paso al momento ese en que se tiró boca arriba, jadeante, con los ojos inmóviles, sujetos a la sensación inaudita.
A duras penas llegó a la casa esa noche y abandonó a Melito a la tarea taimada, furtiva, de colgar la víbora inerte en la lámpara de la calle donde el empleado a cargo de encenderla moriría de susto o por lo menos caería desde lo alto de la escalera. Al chico lo entusiasmaba la idea de la chanza, de participar de la treta, de enroscar el bífido en la altura, en torno al vidrio despulido de la lámpara todavía apagada, pero la respiración le costaba esfuerzo, las piernas le pesaban, arrastraba los pies sobre la tierra como pedazos de carne denervada.
Al otro día, dejándose llevar por el entusiasmo, por esa alegría en parte ya convertida en adicción, llegó hasta el arroyo aunque apenas se sumergió un rato, y se quedó sentado sintiendo las rocas lisas bajo las nalgas. Melito intentó arrancar al chico del letargo pero él, inmutable, como adormecido, hechizado, agónico, no respondió a los pedidos. Es más, Melito, tuvo que enroscarse el brazo del chico al cuello, apretar el suyo en torno a la cintura, y llevarlo a paso lento y vacilante hasta la casa, hasta dejarlo en la cama a oscuras.
Al otro día el grito lacerante fue el que alarmó a la madre. Ella retorcía unas ropas para escurrirlas del agua y del jabón. Se asomó a la habitación y él con ojos de terror le dijo que las piernas no le respondían.

No puedo levantarme…, le dijo. Liberando las lágrimas que hasta último momento había hecho fuerza por contener.

Ella, desesperada, atolondrada, palpó las piernas que parecían los miembros inertes de una marioneta. Las levantó, las dejó caer sobre el colchón, para darse cuenta de que el resto del cuerpo también estaba sumido en ese estado de ausencia. Con unas ansias que le alborotaban el cuerpo y le galopaban en el pecho envolvió a su hijo en los brazos, y así, semidesnudo, lo sacó de la casa, atravesó la cuadra por la vereda, la plaza en diagonal entre las filas de arbustos, y llegó a la salita de salud para enterarse por el gesto preocupado de una enfermera que el médico no venía hasta el viernes, y una vez por mes como estaba pactado con la comuna.
La madre dejó el cuerpo, fláccido, débil, con el llanto agudo como único signo de vitalidad sobre la camilla. La enfermera se acercó con un jarro lleno de agua y con más compasión que fuerza dio de beber al chico. Preguntó también por la evolución de los hechos. La madre relató con más ignorancias que certezas, con mucha imaginación, cómo encontró al chico, después del grito, incapaz de moverse sobre el colchón, apenas cubiertas las piernas con una sábana. La enfermera pensaba con la mano junto a la boca, como si la mordiera o tal vez la besase con timidez y reticencia. Pero al final, después de un rato, largo, dijo que debían esperar al médico, que dos días sería menos que el tiempo que llevaría llegar a la ciudad y que tampoco era tanto hasta el viernes.

Sobre la cama, mas extenuado que repuesto el chico dejó de llorar y se entregó al sueño, interrumpido por accesos de miedo y pesadillas, pero silencioso. La madre reunió sobre el modular algunas imágenes santificadas y encendió unas cuantas velas que chorrearon cera cansina durante el tiempo, prolongado, en que ella rezó en murmullos arrebatados y repetidos todas las oraciones que alguna vez aprendió. Cuando llegó el viernes ella estaba todavía sin dormir, con las rodillas doloridas y las nalgas acalambradas; rogando incansable esperó a que la luz del amanecer se filtrara por la ventana. Sabía que el doctor desayunaba en lo de Rosiño, dueño y mozo del único bar de la plaza y el pueblo, y después recién se entregaba a la labor de curar y escuchar en la salita de salud a mitad de cuadra.

Una calvicie marcial, unos cabellos arrebatados juntos a las orejas, los lentes de marco grueso y oscuro y redondo con el vidrio delgado, apenas con aumento, respondiendo más a una imagen intelectual que a una demanda de la miopía. Dos arrugas profundas como tajos en la frente. Un bigote gris prolijo y exquisito. Así era el doctor Aredes. Con los pulgares hizo descender la comisura de los ojos del chico para observar las pálidas conjuntivas. Le pidió que abriera la boca e inclinándolo hacia la luz del sol que entraba por la ventana le pegó un vistazo a la garganta. Hundió la mano en el vientre como si amasara un bollo de pan. Escuchó, con un estetoscopio tosco y aparatoso, los latidos lejanos del corazón y el aire que entraba y salía de los pulmones. Le pidió al chico que se sentara. El chico lo miró, frunció la boca, abultó el labio inferior en un gesto de impotencia y lágrimas. El doctor Aredes volvió a pedirle al chico que se sentara. Ahora fue más enérgico. Le pidió que por lo menos moviera las piernas. Los brazos. El niño lloró, en espasmos, No puedo…, dijo.

El doctor dejó al chico llorando y recostado sobre la camilla. Las paredes de la salita parecían haberse acercado, recortado las distancias, arrinconando al doctor y a la madre. El hombre apoyó una mano, afable, sobre el hombro de ella. Confesó con palabras sinceras, intentando la modestia, el consuelo, las limitaciones de su profesión, de sus posibilidades y presagió, inevitablemente cruel, brutal, el destino del chico. La mujer rompió en llanto. Se inclinó como para apoyar la cara en el pecho del hombre, esperaba que la abrazase, pero él no lo hizo, ella fue hasta la camilla, con una fuerza descomunal propia de un coloso levantó al chico y de un solo tirón, sin detenerse lo llevó hasta la cama en donde lo había encontrado casi agónico dos días atrás.

El chico durmió, si no fuera por el pecho que se levantaba y bajaba, se podría pensar que estaba muerto. Ella lloró desconsoladamente, con la impotencia de un náufrago que se encuentra frente a un océano vasto, y a pesar de que empezaba a dudar del poder de esos santos sobre el modular continuó rezando, sin detenerse, apenas para secarse las lágrimas o ir al baño. Fue su comadre, Carmen, quién la arrancó de la obstinada plegaria para decirle que conocía a alguien, más allá del monte que se veía a los lejos, en una casita de madera, piedra y paja, que podía curar al chico y que sabía más que todos los médicos que algunas vez pasaron por el pueblo.

¿Usted cree?, preguntó la madre.

Qué otra cosa le queda, respondió Carmen, con unos labios finos y secos moldeados por la vejez.

El sulky avanzó, temblequeante e inquieto sobre el camino de tierra anfractuoso e interminable. Se veía a lo lejos el monte. Don Rogelio dirigía al caballo que trotaba rítmico y constante. La madre rezó durante todo el viaje, mirando la madera añeja del piso del carro, observando el mundo pasar más allá de las hendijas entre las tablas. Carmen se mantuvo en silencio, rezando por momentos, dudando y queriendo creer mientras miraba a lo lejos el cielo pecho a pecho con el horizonte. El chico sobre una manta, con los ojos cerrados, con el mismo aspecto de muerto que desde hacía una semana dormía bajo el sol de la tarde.

Con un ruido a bisagra oxidada se abrió la puerta de madera y apareció una señora de mirada profunda y decidida, con el pelo negro como la brea a fuerza de tintura, y una gordura propia de mujer sabia. Hizo pasar a las dos mujeres, le dijo a la madre que acostara al chico sobre la cama y le pidió silencio y tranquilidad. La señora pasó las manos sobre el cuerpo, apretando, masajeando, tanteando, sintiendo. Repitió el gesto del doctor Aredes al bajar los párpados para mirar las conjuntivas casi blancas. Se dio vuelta para mirar a la madre. La señora tenía los ojos saltones y negros y sentenciosos.

Lo voy a hacer pisar por San Roque, dijo, sin pedir permiso, imponiendo la decisión, sabiéndose respaldada por la desesperación de la madre.

La señora abrió un armario, apareció una imagen de yeso, un santo envuelto en una tunica marrón, con un lazo a la cintura, también marrón, y los pies descalzos. Un perro le lamía unas llagas en las rodillas. La mujer tomó al santo y lo llevó con firmeza y precisión, lo apoyó, como si lo parara, sobre la frente del chico y rezó en un murmullo ininteligible. Cuando terminó, la señora estaba extenuada, la transpiración le goteaba por la frente y respiraba con dificultad. La madre miraba expectante y sin comprender como tampoco lo había hecho durante la visita al doctor Aredes. Recibió al chico en sus brazos mientras la otra le daba unas indicaciones que ella debía cumplir al pie de la letra, y que juró cumplir más a ella misma y a Dios que a la mujer que tenía en frente.

La madre agregó una estampa de San Roque a la colección de imágenes que tenía sobre el modular. Con la certeza propia de una alucinación, incomprensible pero certera al fin, supo que el chico se iba a curar, a salvar. Prometió con la voz de su mente ese deber que el niño cumpliría por un año. Sobre un banco junto a la cabecera de la cama apoyaba el jarabe de vitamina. Una cucharada a la mañana, una a la tarde y otra a la noche como la señora había indicado. La cocina se apestó cada mediodía y cada noche de olor a bife, bife grueso de carne magra, que la madre cocinaba con fuego fuerte casi quemando por fuera y dejando crudo por dentro. El chico masticaba el bife que manaba sangre después de cada mordisco y no lo tragaba, no porque no quisiese sino porque así era la indicación de escupirlo una vez que estuviese seco como un pedazo de corcho.

Tres meses después la madre, Carmen, Don Rogelio dirigiendo el sulky y el chico, que esta vez iba sentado y lleno de vital infancia, viajaron más allá del monte para ver a la señora del pelo negro como la brea y la mirada profunda y ahora sonriente, orgullosa y satisfecha. Acarició la cabeza del chico. Hizo pasar a las mujeres a la casa y les pidió que se arrodillaran frente a la imagen del San Roque de yeso.

Cumpla con la promesa, dijo la señora que no sabía cuál era pero sabía por experiencia que existía. La madre expresó con un gesto de la cabeza que la iba a cumplir, sin palabras, como si el silencio fuera signo de respeto y agradecimiento. La señora rechazó el dinero, solo pidió que le acercaran tres pollos vivos si era posible y que la visitaran cada tanto, a tomar mates y hablar de la vida y el pueblo.

La madre le pidió al chico que se desnudara y deslizó desde la cabeza hasta las pantorrillas la túnica marrón de lana fina que parecía inmensamente gruesa bajo el calor de un sol implacable. El chico nunca entendió, o por lo menos hasta más grande, el por qué del atuendo. Maldijo inocentemente ingrato al disfraz que despertaba la burla de muchos y la lástima de otros. Un año o algo así lo tuvo que vestir, cuando se lo puso por última vez, todavía recordaba el gusto de la carne cruda y la vitamina en el paladar.

¡San Roque sin perro!, le gritaba el turco y reía, cruel y viejo, con los brazos apoyados en el respaldar de la silla.

Texto agregado el 22-11-2011, y leído por 172 visitantes. (0 votos)


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