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Hoy vas a cambiar el mundo Florita. Aquella mañana te levantaste con las fuerzas necesarias para llevar a cabo lo que tantos sueños te había quitado...Había llegado la hora de cambiar el mundo, o al menos parte de él, para hacerlo un poquito mejor. No sabias muy bien como, pero estabas segura de que pronto llegaría la iluminación…siempre hay cosas por hacer, pensaste, la cuestión estaba en elegir la tuya.

El médico tenia razón cuando te dijo que tu vida iba a cambiar…aunque no era exactamente tu vida, eras tú la que ibas a cambiar Florita. El enfrentamiento a la enfermedad y, sobre todo, a la posible muerte, hizo que te replantearas la vida. Miraste al pasado y encontraste a una chica llena de aspiraciones, de sueños vanos, de afanes de superación… ¿y todo eso para qué? ¿Para qué te servía el alto crecimiento que había experimentado tu cuenta corriente? Para convertirte en un prototipo social, en una marioneta manejada por los hilos de la sociedad, en una persona que estaba viva porque respiraba, caminaba, porque se dejaba llevar pero que, en el fondo, estaba vacía…En el fondo eras la chica más pobre Florita, porque tenías el respeto de tus compañeros, pero no la amistad, la casa, pero no el hogar, tenías tu mascarilla y nada mas…ni siquiera había en tu vida tiempo para hacerle caso a esas llagas que aparecían cada vez con más frecuencia y perseverancia, a esos desmayos espontáneos, a esa palidez en el rostro…tus defensas estaban por los suelos y, mientras tu cuerpo enfrentaba una batalla contra la enfermedad impronunciable, tu hacías caso omiso a todo lo que estuviera fuera de la rutina. Esta vez, sin embargo, no ibas a salir tan triunfadora, en esa lucha por la supervivencia perdió tu cuerpo, te desvaneciste por enésima vez en la oficina y te despertaste en una camilla de hospital. En un principio te indignó la austeridad de la habitación, a ti, a la dueña de Air Blag. Intentaste pedir explicaciones y sólo salieron de tu boca sonidos inarticulados…no tenías fuerzas. Después de esperar unas horas que te parecieron siglos apareció el médico de la profecía y te preguntó tus datos (¿cómo? ¿No te conocía? ¿Pero a qué cretino se le había ocurrido traerte hasta allí sin identificarte?). Una vez más resultaron vanos tus intentos de protesta, te limitaste a contestar lo que te preguntaba el señor de la bata blanca. La cara de ese hombre llegó a asustarte como no lo había hecho nadie, sus preguntas te agobiaban y la seriedad inamovible hacia que te prepararas para lo peor aunque, después de todo, lo único que hizo fue decirte, con una extraña amabilidad, que te tendrían que hacer unas pruebas (¡¡¡¿Unas pruebas?!!! Dos semanas de pruebas…estos hombres parece que al estar todo el día haciendo pruebas pierden las nociones de cantidad y tiempo). Dos semanas fue lo que tardaste en conocer la enfermedad impronunciable que había roto tu monotonía. Fue entonces cuando pensaste que había llegado la hora de darle a tu vida un giro de 180º.

La posibilidad de una muerte inminente te asustaba. La gente sabia suele esperar la muerte con paciencia y sin prisas, con la conciencia tranquila de que han recorrido un camino que va llegando a su fin y de que lo han hecho lo mejor que han podido…Tú, en cambio, te sentías como si hubieras pagado a una de tus subordinadas para que lo caminara por ti, habías hecho lo que considerabas políticamente correcto en una clase acomodada como la tuya. Habías hecho un camino de cara a la galería y querías cambiarlo por uno de cara a los demás, te sentías sola.



Habían pasado dos años desde que me diagnosticaron la leucemia. Desde entonces he estado pasando por un largo camino de pruebas (radiografías seriadas, análisis de sangre, sistemas de sondas totalmente desconocidos…) y tratamientos pero, sin duda, la mayor prueba no ha sido la enfermedad sino la necesidad obligada de salir de la ceguera en la que estaba inmersa. Mi historia es una historia de cambio, de un cambio propiciado por la debilidad.

En la vida, muchas veces, buscamos en el trabajo y en la constancia la cima de una montaña que por si solos no podemos alcanzar. Esa cima es, de una manera o de otra, la felicidad y, en ese camino a la felicidad, nos puede cegar nuestro propio egoísmo. Queremos abarcarlo todo, sentir que somos grandes y que podemos y, todo eso, alimentando a lo que consideramos nuestro yo… ¡Qué equivocados están los que así piensan! ¡Qué equivocada estaba yo!

Aquella mañana me levanté con ganas de cambiar el mundo…Aquella mañana volvería a casa después de dos semanas de quimioterapia y podría cambiar algo…y sin embargo, ni volví a casa, y dudo que algo haya cambiado que no sea yo misma. Aquella mañana cuando abandonaba el hospital me crucé por el pasillo con Cristina, una niña de 13 años que llevaba ya tres meses en el hospital esperando un transplante que no llegaba. No sé porque razón deje las maletas y me fui a su habitación a intentar sacarle una sonrisa. No solo se la saqué a ella, también a otros niños que acudieron llamados por la curiosidad…una sonrisa, y otra y otra… y aquella felicidad de hacer felices a los demás. Tal vez no podamos cambiar el mundo, pero si en nuestro camino de la vida conseguimos plantar alguna semilla de esperanza y de alegría, nuestro camino habrá merecido la pena.

Texto agregado el 04-10-2011, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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