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[C:486]

La sentencia había sido dictada: Pena de Muerte. ¡Ay, Dios! ¡Con la penita que me da a mí la muerte!

Cierto es que había sido un criminal y debía pagar las culpas. Robo y asesinato. Puede que sea verdad que no merezca vivir pero... ¡Qué queréis que os diga! Sigue sin hacerme nada de gracia el subirme a ese cadalso.

En fin, a lo hecho pecho. Del aire no se vive y, si caí en la tentación ante aquel dorado puñado de monedas, no he de quejarme ahora por éste mi sino. Así que afronto digno los escalones, procurando que no se note demasiado el sudor que me resbala por las manos. Allí en lo bajo, el populacho espera morboso el momento de la ejecución. Aquí en lo alto, todo parece listo para recibir a la Señora de la Guadaña. Y a falta de guadaña, ahí está la guillotina, alta y reluciente aún la hoja. ¡Qué escalofrío sólo verla!

Sube el cura de turno a soltar los consabidos rezos. Con la cabeza gacha en postura meditante y compungida, murmura más que entona los versículos de una Biblia roñosa y ajada. No puedo evitar pensar que la mente del sacerdote se debe de estar evadiendo en otras preocupaciones mientras sus labios, sus dientes, su lengua siguen moviéndose mecánicamente. Al cabo se retira, subiendo ahora el pregonero. Parece que el malparido se deleite cuando anuncia a voz en grito el crimen y el castigo. Las masas, hasta entonces rumorosas, rompen en vocerío exaltado. A este personaje habría que llamarlo arengador en vez de pregonero. Desde luego, qué poca humanidad tienen algunos.

Bueno, por desgracia, el momento ha llegado. Ay Dios, ay Dios... ¡Venga, valor! ¡Que no se diga! Lo que ha de ser que sea, ¡qué demonios! Temblando, acomodo la cabeza en el surco bajo la hoja. El tiempo ya no se mide en segundos, sino por el ritmo del tambor que empieza a sonar. Primero en compás fúnebre, desolador. Luego, poco a poco, acelerando, y con él acelera mi corazón angustiado. Y también el populacho, que empieza a jalear fogoso cada golpe. ¡Qué yo no tenía que estar aquí! ¡Maldita la avaricia que me poseyó en tan mala hora! ¡Ay, ay! ¡Qué el tambor ya está en redoble furibundo!

Escapa un último latido del parche de piel, rotundo y definitivo, robando la voz en sus ecos a la plaza entera. Un expectante silencio, apenas un instante, que se rompe en el deslizar chirriante de la cuchilla que baja, rauda, hacia el chasquido final. Una lágrima recorre mi mejilla mientras la cabeza va a parar al cesto.

Si es que yo no sirvo para este oficio de verdugo, Señor, si no sirvo...

Texto agregado el 14-09-2002, y leído por 564 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
22-04-2008 ABSOLUTAMENTE GENIAL! Sin palabras fiebre
17-08-2004 Excepcional vatel
22-10-2002 Me gustó mucho tu cuento, el contarlo en primera persona me hizo sentir en la piel del ladrón...¡vaya chasco! soysoloyo
15-09-2002 Me encanta la redondez del cuento, pobre verdugo sensible. marxxiana
15-09-2002 Me encanta la redondez del cuento, pobre verdugo sensible. marxxiana
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