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Cinco a.m., de un día lunes, últimos días de un mes de marzo. El sonido de un ringtone del cantante vallenato Kaleth Morales en el celular de Diana se oye lejano. Al cabo de un minuto, vuelve a sonar; ahora se siente más cerca. Diana, en su cama, estira su brazo sobre la mesita de noche buscando el origen del sonido para acallarlo. Lo único que logra es tirar un vaso de vidrio con un líquido que se desparrama por el piso a la vez que en el choque, saca la peor suerte el vaso separándose en varios pedazos que se ocultan en los espacios más cercanos al sitio de la caída. El ruido del choque y el eterno sonido del celular hacen que Diana se despierte completamente.
—Maldita sea —susurra. Se calza, rodea la cama. Al recoger los vidrios se corta el dedo índice de su mano derecha; un chorro de sangre se mezcla con los restos del vaso esparcidos por el piso.
—Mierda. Que mala suerte. —Instintivamente se lleva el dedo a la boca y se chupa la sangre. Saca de la mesita de noche una servilleta y se la pone alrededor del dedo, apretándolo. Vuelve a sonar Kaleth en el despertador del celular. Lo inactiva. Desliza de su cuerpo el pijama quedando desnuda: hace calor. Entra al baño y al dar vuelta a la perilla de la ducha, no sale el esperado chorro refrescante de agua de todas las mañanas. Diana maldijo por tercera vez. Del lavadero de ropas, trae agua en un balde y procede a darse el baño habitual. Su dedo índice escurre sangre. Busca en el botiquín de los primeros auxilios, una torunda, la empapa de alcohol y se la pone en el dedo sosteniéndola con un trozo de esparadrapo. Cesa la salida de sangre, pero siente una pequeña palpitación acompañada de dolor en su dedo. Suena el celular; no es una llamada; es el sonido del ingreso de un mensaje de texto. Al leerlo exclama:
—¡No Dios mío; lo que me faltaba! —su esposo, o ex esposo; mejor, le enviaba el siguiente mensaje: “La cuota de la niña para el mes de abril no te la puedo consignar completa. Sólo el cincuenta por ciento. Los negocios van mal”. Quiso llamarlo para gritarle que a ella no le importaba si su maldito negocio iba mal. Que él tenía un compromiso con su hija y debía cumplirlo, pero recordó que no tenía minutos.
—Bueno; ya veremos cómo me las arreglo —pensó.
Entró al cuarto de Andreita, su hija de seis años. Se hacía tarde para el colegio. Despertó a la niña, la bañó, le puso el uniforme del colegio y la calzó.
—Mami no quiero ir al colegio —le susurró la niña.
—Tienes que ir Andrea y nada de hacer berrinches.
—¿Que te pasó en el dedo?, mami.
—Me corte, pero ya pasó. Ven, te sirvo el desayuno.
—Mami, por favor quedémonos en casa. No quiero ir —(sollozando)—. No me gusta ese colegio.
—Cálmate Andrea, por favor comete el desayuno.
Le sirvió zucaritas con leche deslactozada empacada en bolsa. Diana continuó arreglándose y procuró hacerlo lo mejor posible; ese día tendría una cita a las 7 a.m. para un puesto en una prestigiosa empresa. Tenía que causar buena impresión; no quería llegar tarde ni mal vestida. Ese empleo era su tabla de salvación económica. Tenía ocho meses de separada; hacia seis años que había dejado de trabajar para dedicarse por completo a su esposo y a su niña. La separación de su esposo la había dejado derrotada. Nunca imaginó que tanta dedicación de su esposo a los negocios terminaran en dejar embarazada a su secretaria, cinco años menor que ella, y que él determinara quedarse con ella. Si él le hubiera pedido perdón, a lo mejor ella hubiese sido consecuente. Pero cuando ella se enteró de la infidelidad del esposo y le hizo el reclamo, él tranquilamente le pidió el divorcio. Ella se quedó con la casa, el carro, la niña y la cuota alimentaria. Con esto su esposo acallaría el remordimiento de conciencia que le causaba su traición.
Abrió el garaje. Acomodó a Andreita en el asiento trasero. Al tratar de dar encendido, no sucedió nada. El carro no encendió. Tomó aire.
—Señor dame paciencia —susurró.
Segundo intento. No pasó nada. Abrió el capó tomó un martillo y le dio unos golpes a los bornes de la batería: eso lo había aprendido de su marido. Dio vuelta al switch. El carro gruñó pero no encendió. Golpeó los bornes con más fuerza. Nuevo intento. Ahora si encendió el perol.
—Bendito Dios —pensó en voz alta.
Miró el reloj; con seguridad llegaría tarde al colegio de la niña. Unas cuadras más adelante, había una fila desordenada de carros. Unos se regresaban en marcha atrás, otros trataban de meterse por algún espacio. Algunos conductores sumados a los sonidos de pitos, gritaban enardecidos echando culpas al alcalde. Los minutos corrían. Diana rogaba para que no se le apagara el carro. Cuando logró rebasar la fila de carros, la vía por donde ella debía continuar estaba: “cerrada por construcciones en la vía. Trabajamos por Ud.”, decía el letrero en la carretera. Solo estaba habilitada una calle para el retorno. Para llegar al colegio debía dar una vuelta de más de dos kilómetros. Su indignación creció, porque sin duda el atraso ocasionaría que no le recibirían a la niña en el colegio y tendría que estarse toda la mañana con ella. Se bajó del carro, como pudo apartó el aviso y prosiguió su marcha por la carretera en construcción utilizando el lado menos destapado. Más adelante tomó una calle en contravía y al dar vuelta para llegar a la avenida, la sorprendió un agente de tránsito que le pidió orillarse. El agente tenía parqueada su motocicleta como a diez metros al frente del carro de diana.
—Documentos del vehículo y licencia de conducir, por favor.
—Mire señor agente, déjeme comentarle…
—Señora usted ha cometido una infracción… un delito. Viene en contravía. Usted es un peligro para la sociedad.
—Señor agente no exagere, la culpa no es mía… la calle está en construcción, no hay por donde pasar y voy tarde para el colegio de la niña.
—Pues señora la próxima vez madrugue para que no llegue tarde. Debo hacerle un parte.
—Señor agente aquí están mis documentos —diana le entrega los documentos al agente y entre ellos un billete de cincuenta mil pesos, el único dinero que le quedaba. El agente al darse cuenta le dice:
—Señora el delito es doble. Ahora le agrego soborno a la autoridad. Debo quedarme con el dinero y hacerle un parte.
Diana mira su reloj; ha transcurrido más de una hora desde que salió de casa. No le recibirán la niña en el colegio y ya no puede presentarse a la entrevista para el trabajo. Suena el celular. La pantalla le indica que es su marido. Ex marido; mejor.
—Aló. Diana en este momento me voy del país. Los negocios se complicaron. Arréglatelas como puedas. Chao.
Diana queda embotada; como congelada en el tiempo. Mira fijamente al policía de tránsito que se dirige a la motocicleta para buscar la libreta de los partes. Como en una secuencia de cámara lenta, abre la puerta con un movimiento maquinal. Sus ojos no pierden de vista al agente. Lo sigue. Se aceleran los latidos de su corazón. Se siente con más fuerza que un tornado. Como si fuera una experta toma el arma del agente de su chapuza y cuando él se voltea ella le pega un tiro en la frente.
Diana vuelve a la realidad; cuando el agente se le acerca y le dice:
—Señora, señora… aquí está su parte. Firme aquí. Debe cancelarlo lo más pronto posible. Que tenga buen día… y tenga cuidado no cometa imprudencias.
El agente se monta en su motocicleta y se aleja rumbo a la avenida principal. FIN

Texto agregado el 26-08-2011, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
04-10-2011 Me hizo recordar la película "Un día de furia" con Michael Douglas; Es cierto, hay días especialmente difíciles. Bien escrito. ollitsak
 
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