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Inicio / Cuenteros Locales / Selkis / Todas las sombras son iguales a todas horas

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Aún no ha amanecido.

Francisco sujeta a Paquita con firmeza, o al menos eso cree él. Paquita tiembla con la mirada fija en la cuesta que poco a poco descienden. La calle es estrecha y los separa de la carretera una hilera de coches. Las baldosas son desiguales, algunas están rotas y hay cacas de perro. Es por eso que no levantan la mirada del suelo, decididos a evitar cualquier desgracia a hora tan temprana.

- Entonces, ¿seguro que tu reloj está bien?- pregunta Paquita una vez más.

- Que sí, mujer, que el tuyo se debe haber parado.

- A ver si vamos a llegar tarde.

- Tarde, imposible. Quizá un poco pronto.

- Con el mal tiempo que hace hoy...

El invierno, perezoso, ha enviado con retraso su frío viento a la ciudad. Los días comienzan tarde; la gente, reacia a abandonar el calor de sus hogares, no pisa la calle hasta que sale el sol a menos que el deber lo exija. Francisco y Paquita han pedido cita temprano en la peluquería para luego poder ir al mercado y hacerse la comida a la hora habitual.

La distancia que deben recorrer no es excesivamente larga, pero Paquita camina despacio. No es tanto que le fallen las fuerzas ni el equilibrio como la seguridad. Se sabe frágil, una caída a su edad no se quedaría sólo en una anécdota. No le preocupa reconocer que a sus ochenta años aún tiene miedo. Son las ganas de vivir. La mismas que aún le permiten sonreír y encontrar el mundo hermoso.
Por ejemplo, las hojas que cruzan sus pies arrastradas por el viento y que podrían ser fatales para ella, son hermosas.

- Ya queda poco.- la tranquiliza Francisco.

La pendiente toca su fin. Cruzan un semáforo en verde. Una moto acaba de pasar demasiado rápido. Un autobús vacío espera que cambie de color.

Después atraviesan un parque. Las luces de las farolas juegan con las sombras, se escuchan risas a lo lejos, una voz grave. Hay alguien tumbado en un banco. Paquita agarra con fuerza su bolso, pero nadie les dice nada. Francisco ve a lo lejos el cartel de la peluquería. La de toda la vida. La de confianza.

- Ya hemos llegado.-dice.

Caminan un poco más rápido.

- Yo lo veo todo muy apagado.- observa Paquita.

Francisco no dice nada. Estira el cuello y lo mueve de un lado a otro. No alcanza a ver la persiana hasta que están casi enfrente. Está cerrada.

- Hemos llegado demasiado pronto.- confirma Francisco.

- Te lo he dicho. Demasiado pronto.

- Pero por lo menos no llegamos tarde.

Paquita asiente dudosa. Mira su reloj. Llega a ciertas conclusiones, pero no las comenta en voz alta. Tal vez esté equivocada.

Se quedan a un lado de la puerta de la peluquería. Es una calle secundaria y pequeña. Por allí no pasa nadie. Sólo el viento la recorre con ráfagas furiosas. Las hojas secas revolotean cerca de la pareja de ancianos. Ellos no aciertan a protegerse completamente del frío. "¡Ha llegado tan de repente!" piensa Paquita, "En esta ciudad una nunca sabe que ropa ponerse".

Cerca, en la misma acera, Francisco advierte la luz verde de un bar. Tiene a su mujer cogida del brazo y siente que tiembla de frío. No cree que tarden mucho en abrir, pero quizás aún tengan que limpiar o preparar algo antes de poder atenderles. Pueden ir a desayunar tranquilamente. Guardará las galletas que lleva en el bolsillo para la merienda.

A Paquita le parece una buena idea hasta que llega a la entrada. Tiene que subir dos escalones que a ella le parecen altísimos. Se los mira, los estudia, trata de calcular distancias y se agarra con desesperación al brazo enjuto de Francisco. Apoya el bastón y cuenta hasta tres.

Sabina no ha tenido un buen día. Por alguna razón se levantó irritable y todo le molesta. No hay nadie que no le caiga mal y todo lo que le sucede es en contra de su beneficio. Poco a poco se ha ido calmando. No tiene mucho trabajo y puede relajarse. Al fondo, una pareja camufla una conversación lánguida y lenta bajo la música. Ella, sentada tras la barra, lee una revista. De pronto, presiente un movimiento en la puerta de entrada y levanta la vista.

Un señor con una americana de pana marrón trata de ayudar a alguien a subir las escaleras de la entrada. "¡Mierda, unos borrachos!" piensa Sabina que nota como la sangre le hierve de nuevo. Cierra los ojos, respira hondo, se prepara para la batalla y cuando los abre y se fija mejor descubre con asombro que se trata de una pareja de ancianos. La mujer ha logrado ya subir el primer escalón. Saliendo de su estupor corre a ayudarles. El viento ha despeinado el cabello empobrecido de la mujer. El hombre sonríe y saluda con extremada educación.

- Hola, buenos días, venimos a tomar algo, la peluquería todavía no ha abierto.

El hombre ha dicho esto con tal calma, que ella no se atreve siquiera a sospechar que se trate de una broma. La rabia que ha acumulado durante todo el día se desprende en un suspiro que precede a su respuesta. Casi tiene ganas de llorar.

- Pero, señores, es la una de la madrugada.

Ambos la miran sorprendidos. Francisco titubea. Paquita le suelta un "¿Lo ves?" sin amargura ni pretensión alguna. No se siente vencedora porque ella se había limitado a plantear una duda, que era lo único seguro que tenía.

Sabina les hace entrar y procura actuar como si aquello fuera lo más normal del mundo. "Un pequeño despiste lo tiene cualquiera."

- ¿Quieren tomar algo?- pregunta.

- Pues mira, yo sí.- responde Paquita- Un vaso de leche.

Sabina se alegra de haber comprado leche aquella tarde. A veces no tiene y le habría disgustado negarle nada a aquella mujer.

- Yo, mira la hora que tengo.- le muestra la mujer mientras ella sirve la leche en un vaso de cubata.

- Usted va bien.-confirma Sabina.

- Y yo creía que no le funcionaba el reloj.- explica Francisco.- Todo ha sido culpa del despertador. Porque mira...

Y Francisco saca hasta tres relojes del bolsillo. Ninguno marca la misma hora y ni por casualidad se aproximan a la correcta.

- Los voy a llevar al relojero porque se me han parado.

Sabina calienta un poco la leche y se la da a la mujer.

- Mira que eres buena. - le dice Paquita de repente a Sabina.

Ella se limita a sonreír y no responde. Piensa en lo cruel e injusta que ha sido durante ese día con tanta gente. Sí que le gustaría ser buena. También podrían ser las nueve de la mañana.

- Pues nada, cogemos un taxi de vuelta, ¿eh?- le dice Francisco, dejando de preocuparle el problema y lanzándose inmediatamente a buscar una solución.

- Yo lo llamo, no se preocupen. - se ofrece Sabina.

Hace el breve trámite desde su teléfono móvil. No tardará en llegar.

La pareja del fondo se besa apasionadamente, permitiendo que los hielos se derritan en sus vasos de whisky. De fondo suena una música tranquila. Los ancianos hablan de las horas y de los peluqueros. Que majos son. De toda la vida.

Sabina observa y escucha a través de la ventana medio abierta, como el viento despeja las calles e incluso el cielo. Esa noche, cuando llegue a casa, podrá ver las estrellas desde su balcón. Antes de que amanezca.

Texto agregado el 20-06-2011, y leído por 580 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
07-04-2016 Debo felicitarte por tu maestría en el relato y por como nos muestras a tus personajes... vayan mis cinco estrellas, aunque me parezcan pocas... seroma
17-11-2015 que bonita escena...¡¡¡que frio he pasado!!! me he mirado el reloj y eran las diez, y la peluquera de mi barrio acaba de abrir, vigilo bien el sol allá en lo alto y parece que es de dia...pero....nunca se sabe....uf ¡que frio!! silpivipiapa
01-07-2014 Lindo relato, me gustó. Otro_Flautista
31-08-2011 A mí me gustó mucho, no sé si eso es bueno o malo. Me encanta la forma de cambiar de posición del narrador y como éste, se hace consecuente con los personajes. A mí en lo personal no me gustan los ancianos, pero la viejita esa cae bien. madrobyo
18-08-2011 El pausado y lento describir se asemeja, tiene el mismo ritmo, apaciguado y detallado que la pareja de ancianos. Y como trasfondo: la buena dsiposción de sus personajes, a pesar de los inconvenientes. Una historia entre tierna, normal y sencilla (que no irrelevante) de las muchas que la escritura debe ser mentora y testigo. azulada
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