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La Sra. María era una mujer de estatura baja, canosa, común, de campo, traída como muestra gratis a mi tierra, confundible con cualquier otra de las que se pasan la vida trabajando, pero imposible no percibirla al cruzar la calle o caminar por ahí, con sus pacitos cortos, falda hasta media canilla, calcetines blancos y mocasines.
Se la había pasado la vida buscando la manera de solventar la vida que tenía, lavando ropa ajena, haciendo aseo en casas de personas incapaces de valorar su esfuerzo. Casada con un hombre que insistía en no traerle todo el dinero a la casa, inútil para conservar un trabajo, con una excusa más por cada despido y experto en embarazarla de hijos ajenos al trabajo de su madre, arrogantes y ensimismados, adquiriendo mañas de niños que no sabían nada de la vida pero lo tenían todo.
Nadie la defendió el día que el marido, por dárselas de aniñado le voló dos de sus dientes y ella tampoco dijo nada, según supe, dijo algo de que; al marido se le respeta, sea lo que sea que quiere decir. Ninguno de sus hijos quiso ayudarle con los emplastos para bajarse los chichones que le quedaron, no sé si la odiaban por ser como era, pero ninguno quiso ayudarla. Todos ellos, en cierta modo, estaban acostumbrados a la rutina de golpes, de su padre a su madre, y posteriores emplastos, de las vecinas que hasta agua con la manguera le tiraban para quitarle de encima al holgazán de marido, acostumbrados a que no se diera a respetar a que no necesariamente si ella hablaba había que hacerle caso y simplemente pasó al olvido de ellos, independiente de cuantos kilos de ropa ajena lavase o de cuantas casas limpiara.
Fue así, como se la pasó, de pena en pena y sin que a nadie le importara, tampoco a su hija mayor, por la cual más orgullo sentía, por que estudiaba y era aplicada, al salir de octavo básico y después de todas las reuniones de apoderados donde la Sra. María con su afán y empeño, para que a su hija no le faltara nada en su fiesta de graduación, se forzó a si misma a una dieta para no gastar tanta plata en pan, se consiguió una casa donde planchar y se aseguró un poco del escaso sueldo para tenerle una blusa nueva al uniforme de la niña. Para ella no tenía otra falda que la negra, esa misma que al igual que las otras le llegaba a media canilla y sus mocasines cafés era lo único en zapatos que tenía y que para remate eran dos números más grandes, por eso los usaba con calcetines blancos, aun así se preparo para la licenciatura de su hija, orgullosa puso tanto empeño en ducharse y vestirse rápido que no se dio cuenta cuando la hija ya había salido lista para el colegio, caminando con paso raudo a encontrarse con unas compañeras, dejándola atrás. No quiso pensar en nada cuando le hablaba y ella medio miraba para atrás con desdén.
Al llegar por fin al colegio, la hija del brazo con sus amigas le entrego la invitación a un chiquillo mal vestido y de dientes chuecos, la Sra. María corría unos pasitos más atrás, aún le llamaba con su voz bajita; “hija, m’hija usted me tiene la invitación” Pero tras sus palabras no habían respuestas, parecía que su hija, la misma que le decía mamita unos cuantos años atrás era incapaz de oírle. En la puerta del colegio estaba un hombre de corbata recibiendo las invitaciones, la hija entró, el pololo también, la Sra María no, porque no había no invitación para ella, a la hija se le había olvidado que tenía mamá, o como ella misma le dijo a la profesora cuando esta ultima le pregunto por ella al entregarle el diploma; “hay no me pregunte por esa señora, que me da vergüenza, no fue ni capaz de arreglarse para venir”.
Pero la tristeza, le gana por lejos a la vergüenza, porque aunque no pudo ver a su hija recibir el diploma, se devolvió para la casa, durante el trayecto, se preguntó que había hecho mal, donde estuvo el error, cual era el pecado de madre que había cometido, se sentó en una silla del comedor a repasar las pocas fotos que tenía de su hijita, a descubrir en sus fotos donde quedó la inocencia de la cual ella todavía era dueña y a preguntarse si al regresar de la ceremonia querría comer un pancito con palta y té o también le daba vergüenza compartir la mesa ella.

Texto agregado el 17-05-2011, y leído por 182 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
17-05-2011 Una historia que podemos percibir en tantas mujeres con quienes nos cruzamos en la calle, basta darse cuenta de la inmensa tristeza que transmiten sus ojos. Es una realidad muy bien plasmada en tu texto, ****** vairua
17-05-2011 Cruda la historia. Sin embargo, son casos más comunes que los imaginados. La narración es fluída. Te felicito. peco
17-05-2011 triste historia de esfuerzos no reconocidos... mis * seroma
 
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