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Sin perderlo de vista ni un momento lo seguí durante toda la mañana. Me mantenía distante, pero al acecho. Dejó su C4 en el aparcamiento de santa Isabel. Una hora estuvo sentado sin hacer nada en un banco del jardín de Floridablanca. De vez en cuando con un giro de muñeca compulsivo miraba la hora de su reloj como quien malhumorado espera a alguien que se retrasa demasiado, como quien se ve a sí mismo descender por la gruta del cuerpo de otra persona, como mimo de payasadas ajenas. Después: un paseo de quince minutos hasta llegar al quiosco de la Covachuela. Aquí compró un cuadernillo de crucigramas. Y por la calle de Trapería se dirigió a santo Domingo. Se sentó en uno de los veladores de una cafetería de la Plaza del Romea; pidió una cerveza con unas olivas partidas. Sin que él se diese cuenta, cinco mesas detrás, y oculto tras el tronco de una gran morera, me senté yo también. Llamé al camarero: "Para mí lo mismo que aquel señor". Entre trago y trago hizo dos, o tres crucigramas, los suficientes hasta completar el casillero de casi toda una vida. Por supuesto pagué yo la consumición de ambos. Con este gesto quise enviarle una señal de advertencia.

De este hombre yo no sabía casi nada, tan sólo que le acusaban de suplantar a un fiambre. El caso típico de hacerse pasar por muerto para seguir vivo y cobrar una buena póliza de seguros. Mi tarea como inspector de policía consistía en asegurarme de que se trataba de la persona en cuestión, y detenerlo allí mismo con suma diplomacia, sin levantar sospechas. En mi bolsillo llevaba la orden del juez.

Debido a la fuerte lluvia de la noche anterior la marca de sus zapatos quedó troquelada en el barro acumulado de la acera de Verónicas. Instintivamente coloqué mi pie encima del vacío de su huella. Calzábamos el mismo número.

Luego, dos portones antes de llegar a Preciados, lo vi atravesar el portal en el que yo vivía. Me extrañó. Mera casualidad -pensé. El hombre cogió el correo del buzón. Sacó sus llaves del bolsillo, y abrió la puerta izquierda del primer piso. La letra B, la misma de mi apartamento. Fue entonces cuando me vi distinto. Un presentimiento. Aquello no era normal. El caso me sobrepasaba. No quería aceptar la realidad porque intuía que todo lo que estaba viendo tenía algo que ver conmigo.

La primera regla de un buen policía es no espantar la liebre. Coger al impostor con las manos en la masa, no provocar altercado público alguno, no soliviantar a nadie. Ese era mi objetivo. Como buen profesional me contuve. Como digo, no era cosa de convertir mi investigación en una confrontación personal.

En lugar de entrar en mi casa y detenerlo allí mismo, me dirigí al portero del edificio. Con el conserje yo mantenía una buena relación. Le pregunté si conocía al hombre que acababa de pasar por delante del mostrador de la portería.

"Sí, señor, se trata del dueño del primero, el inspector Azulada. Y añadió como si no me conociera de nada: ¿Qué desea usted?"

Dos veces al día le saludaba yo con un cortés muy buenas, señor Julián. Su indiferencia me sentó como una patada en los cojones. Lo miré con desprecio y con mi vista fija en sus ojos de rata acatarrada le dije:

"De sobra sabe usted señor Julián que el señor Azulada soy yo. Ese hombre que acaba de entrar en mi propio apartamento, es un desaprensivo. Hace cuatro años, se hizo pasar por el cadáver de una víctima mortal de tráfico en un escondido cruce de carreteras. Luego, por medio de la cómplice de su cuñada, cobró la suculenta póliza que tenía contratada con una muy solvente compañía de seguro. Suplantación de identidad, estafa, profanación... ¿sabe lo que eso significa, señor Julián? ¡Ocho años de cárcel! Y si encima, le sumamos el delito de allanamiento de morada que acaba de perpetrar en mi propia casa .... "

Ante el desplante y la torpe terquedad del conserje me exalté como un energúmeno. Lo inculpé de encubrimiento a la justicia. A mis voces salieron algunos vecinos. Nadie de ellos quiso reconocerme. No me valió para nada mi reluciente placa del cuerpo superior de la policía nacional. La discusión subió de tono. Acabé a empujones en la calle. La lluvia arreciaba de nuevo.

Después, sin tener a donde ir, y calado hasta los huesos, vagué lo que quedaba del día tratando de recomponer el rompecabezas de mis despropósitos. Me sentí como una palabra sin letras, sin sonido, sin sentido, sin nombre, un ser anónimo huyendo de mis pies de arena, desorientado, desubicado, enloquecido como quien empuña un arma contra su propia sien.

Aquella misma noche, para guarecerme de la lluvia me metí en el palacio de la música. La filarmónica de Berlín interpretaba Tocata y Fuga de J. Sebastián Bach. Dos agentes me detuvieron allí mismo a la salida del concierto.

Han pasado de aquello ocho años. Mañana salgo del talego. Durante este largo tiempo he podido darme cuenta de que realmente no somos lo que parecemos.

Texto agregado el 28-04-2011, y leído por 365 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
12-01-2013 Me gustó. Es un cuento policiaco que te lleva corriendo de la mano hasta el final, pero además, lo has hilvanado todo perfectamente. elpinero
12-02-2012 Me ha encantado. Saludiños. chus
13-08-2011 Muy bien resuelto el final, que deja varias opciones de interpretación. Para leerlo un par de veces y disfrutarlo siempre. Impecablemente escrito. Excelente. Selkis
22-07-2011 Excelente texto glori
21-07-2011 Si algo admiro de ti es tu verbo florido que no agota, ese arte de mantener al lector atado a la trama que se narra, felicitaciones amigo, muy bueno tu trabajo. koinonia
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