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Un repentino tic en el párpado izquierdo le hizo abrir y cerrar el ojo involuntariamente, tres, cuatro veces. Detuvo su metro ochenta de estatura frente al aparador de una tienda de mascotas, justo a las 3:15 de una tarde templada y descubierta. Cesaron las contracciones, pero no avanzó más, un tanto sorprendido por el hecho. Nunca le había pasado aquello. ¿A qué se debió? No me gusta nada. Supongo que hay movimientos involuntarios, ciertos músculos, milimétricas fallas del sistema prontamente atendidas por la dirección general, tan eficiente hasta el día de hoy. Su metro ochenta, de escasa cabellera, camisa a rayas, pantalón caqui y zapatos negros, se reflejaba en medio de una jaula con conejos y otra con patitos amarillos, dispuestas detrás del cristal, evidentemente sucias, listos para ser llevados a cualquier otro lugar. Hubiera sido una estupenda foto, de haber sido él quien así se viera: desde un medium alcanzaría a tomar parte de la marquesina con el nombre de la tienda, una línea del parasol a líneas rojas sobre la ventana, las jaulas con sus presas nerviosas, y en medio este tipo y su reflejo calvo, rascándose un ojo con expresión ausente, iluminado por una luz dura, frontal, en una acera sin nadie más, con un punto de fuga salpicado de aparadores espejeantes. ¿Te fijas que lleva una cámara como la mía colgando de su cuello?

Dos minutos de suspenso y el ojo estaba en paz. Veía perfectamente, hacia un lado, hacia el otro, como siempre, colores, distancias y texturas. Qué cosa más rara sentir que no puedes controlar una parte de tu cuerpo, por más pequeña que sea. Avanzó pensando todavía en esto, hasta que la cámara al cuello lo devolvió al día, a la hora, al hecho de encontrarse en una ciudad extraña, paseando mientras le daba hambre, registrando algunas sombras y edificios para sus archivos de viaje. Fotos feas, decía su mujer. Fotos de nada, puros manchones y espaldas, puras espaldas, casi no hay retratos de frente. Fotos sin chiste. Yo no sé por qué no tomas fotos bonitas, normales. Bah, tú qué sabes. Esta ciudad no se deja retratar. Es ramplona. En dos días no llevo más de diez fotos. Una miseria. No hay gente, ni sombras, ni nada. ¿Y qué hago acá?

El tic se transformó en ráfagas vibrantes y después en un dolor de cabeza que a duras penas lo dejó tomar un taxi y bajarse en el hotel. Un botones lo ayudó a llegar a su cuarto e intentó pasarse de listo con la propina pensando que la migraña era una descomunal borrachera de turista, de esas que salen a precio de rico con licores de pobre autóctono. Sacó de la bolsita de plástico el vaso del baño, le puso agua del grifo y se tomó dos pastillas que sacó del neceser de su mujer. Ella había decidido ir a comprar. ¿A comprar qué en este pueblo de mierda, a comprar qué? Artesanías, dijo ella, recuerdos de viaje. Todos los recuerdos de viaje en realidad son recuerdos de China. Acto seguido apagó todas las luces y se durmió.
Lo despertó el ruido que hizo su esposa al llegar. Venía cargada con bolsas de plástico llenas de periódicos que envolvían algo. Él se frotó los ojos y pensó que la manera en que veía las cosas era producto de despertar abruptamente, en un sitio ajeno y después de un tremendo dolor de cabeza. El tic había desaparecido pero ahora todo parecía aparecer como detrás de una mirilla. Como si el gran angular de su cámara se le hubiera instalado en la mirada. Su mujer se le acercó y él casi pega un grito al ver cómo la nariz de ésta iba creciendo desproporcionadamente mientras el resto de su cara empequeñecía. 180 grados. Un ojo de pez.







Texto agregado el 25-04-2011, y leído por 92 visitantes. (1 voto)


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