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Lo que pasó

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Él había escogido París, que otra ciudad si no, se dijo entonces, sin sospechar lo más mínimo que aquella decisión haría tambalear algo que iba más allá de la mera vida conyugal. Ella, que no era nada dada a ese tipo de romanticismo (se imaginaba la ciudad como un enorme decorado de fondo donde los enamorados no eran más que actores que repetían, con disciplinada inconsciencia, los mismos paseos, los mismos besos, los mismos sueños de futuro), no pudo sin embargo resistirse al entusiasmo de él - París, al amanecer, sabe a croissant recién hecho- con lo que ella supuso que él ya había estado allí y se preguntó, no con cierto desencanto, con quién pudo compartir entonces los sueños, y los besos, y los paseos junto al Sena. Al comentárselo, él enmudeció de pronto; aunque más tarde le aclararía que no.

-Permítame -le había sorprendido ella una lluviosa mañana enfundada en un viscoso vestido fucsia que vivía ajeno al invierno expuesto tras los escaparates.
Su primer encuentro tuvo lugar en una sastrería. Él se estaba probando un traje y ella se acercó con una corbata entre las manos. Si la dependienta se hubiera limitado a entregarle la prenda, nada de lo que ocurriría después (ya se sabe, esas primeras citas que les conducirían a París) se hubiese producido. Pero movida quizá por su inexperiencia -era su primer día de trabajo-, lo que hizo fue plantarse frente él, alzar sus finos brazos de satén y levantar el cuello de la camisa (al hacerlo rozó con sus dedos la piel de su nuca), le colocó entonces la corbata alrededor y con la disposición de una esposa aplicada se la anudó en un perfecto lazo. Alberto, que era como se llamaba el hombre, sintió un breve escalofrío recorrer su espalda y por un momento se sintió mareado. La familiaridad de aquella escena le trajo el recuerdo de otras mañanas (y de pronto las manos de una mujer rodeando su cuello, el gesto de atarle la corbata, la caricia de sus dedos sobre la nuca), pero él no había estado nunca casado, se repitió para sí, ni siquiera había compartido piso con una mujer, sin embargo pudo reconocer la exactitud del gesto, el tacto preciso del cosquilleo en la piel. Pagó el traje y la corbata y abandonó la tienda.
A la semana siguiente, fue un pañuelo el encargado de arrancarle una sonrisa (100% hilo escocés y sus labios enredados a su cuello); dos días más tarde, una camisa le dijo su nombre (Esther y abrochar el desfile de botones); al fin, el viernes, un chaleco, que no se pondría en su vida porque odiaba los chalecos, le consiguió una cita (su mano por la espalda y te paso a recoger al cierre).
-¿A qué te dedicas? -le preguntó ella en la terraza de un Café.
-Estudié arquitectura.
-Entonces, eres arquitecto…
El mismo escalofrío arañó de pronto su espalda y por un momento se sintió de nuevo mareado. Cerró los ojos. Surgió entonces frente a él la imagen de un edificio. Llamaba la atención su altura y su arriesgado diseño.
-Alberto… -le dijo Esther sacándole de su ensimismamiento.
-Perdona ¿qué me decías?

Después de aquella cita, sobrevino el itinerario de palabras, gestos y espacios propio de los enamorados (esos mismos que se creen únicos bajo el cielo de París). Existía, sin embargo, algo que turbaba la marcha en su relación: de pronto la mirada ausente de Alberto y ese silencio suyo tan distinto a cualquier otro silencio. Quizá por ello Esther tomó consciencia de la fragilidad de su amor y, en un intento de salvarlo o perderlo para siempre, le propuso que se casaran. Él aceptó sin vacilaciones. Lo único que pidió fue que la celebración fuera íntima, muy íntima, o, lo que era lo mismo, sin apenas invitados.

Llegaron a París al amanecer. A ella la ciudad no le supo a croissant recién hecho; la encontró, por el contrario, mucho más insípida y real. De camino hacia el hotel pasaron por una boulangerie, les persiguió entonces un vago olor a mantequilla, ella se giró un instante y se dijo entre risas para sí que aquello era jugar con trampas. Y se sintió súbitamente feliz de estar allí.
A la mañana siguiente fueron a visitar el barrio de Montmartre. Un encantador enclave naufragando inevitablemente entre tiendas de souvenirs, restaurantes y turistas ávidos de una falsa bohemia. En el Passage de Clichy, de camino al cementerio, tuvo lugar un hecho en apariencia intrascendente, pero que supondría a su modo el detonante que anunciaba ya el extraño compartimiento en el que se sumiría Alberto en aquellos días. En mitad de la subida, volvió a experimentar ese tipo de escalofríos que le sorprendían de vez en cuando. Aunque aquella vez fue distinto; lo fue por lo prolongado, por lo intenso y, ante todo, por lo brutalmente real. No se trataba sólo de palpar el miedo, sino que éste le agarró de la mano y anduvieron juntos unos pasos. En un principio, Alberto dudó si se trataba de una alucinación, pero al girarse hacia Esther (se había quedado parada, observándolo, con una expresión entre divertida y tierna), supo que era cierto. Bajó la vista y descubrió una niña de unos tres años que le había agarrado por equivocación de la mano. Justo detrás de ellos, el padre la miraba con esa misma expresión entre tierna y divertida. La pequeña volvió la mirada y, al toparse de pronto con el intruso, buscó a su padre y corrió tras él, escondiéndose entre sus piernas en un gesto de timidez. Esther y el papá se rieron, sin embargo Alberto notó que le ardía la mano. Todavía tenía impregnado en su piel el tacto suave y algo pegajoso de la pequeña. El abrazo había durado apenas unos segundos, sin embargo, reconoció la textura blanda y caliente de la manita, y se sintió de pronto huérfano sin ella, como si siempre hubiera estado agarrada a la suya. Durante el paseo por el cementerio, él se esforzó en hablarle de las celebridades allí enterradas, incluso se inventó algunos detalles (ante el payaso triste de Petrouchka, ideó un trío amoroso entre el bailarín Nizhinski, Romota y un cruel Diágilev), intentando olvidar el desasosiego que de pronto le había nublado París.
El incidente de la manita trajo consigo otros detalles. Esa misma tarde, en una terraza en St. Germaine, Alberto se sumió en uno de sus extraños silencios.
-¿Ves esa tienda de teléfonos móviles? -preguntó súbitamente -Antes había una encantadora juguetería, lo recuerdo bien… Era esta misma calle y en el escaparate tenía expuesto una enorme maqueta de trenes…
-Me dijiste que nunca habías estado en París
Él la miró. Sus ojos verdosos habían adquirido una fragilidad acuosa por la que se filtraba la profunda sombra del pasado.
-Debió de ser un sueño.

Cenaron en el Quartier Latin, en un Bistrot de paredes empapeladas con antiguas fotos de moda; y él volvió a estar atento y divertido. Un pianista amenizaba la velada tocando y cantando canciones de Jacques Brel. Cuando acabaron los café, Alberto pidió una botella de champagne. Fue entonces que se alzó y se acercó hasta ella tendiéndole la mano. Me permite este baile, le susurró él al oído. Esther miró alrededor, nadie bailaba, todos estaban reclinados en sus asientos y sintió una repentina vergüenza al imaginarse allá en medio del restaurante como si fuera una pista de baile. Pero la firmeza en la mano de él, y las notas del piano (sonaba en aquel momento La chanson des viuex amants), y el sabor del champagne impregnado en sus labios la hicieron alzarse y enredarse en su cuerpo y al diablo con el resto del mundo.
Llegaron al hotel pasada la media noche. Al entrar en el ascensor una mano impidió que se cerrara la puerta y, al abrirse de nuevo, apareció una pareja presurosa por no perderlo. La luz del tercer piso estaba encendida y el hombre posó su dedo en el quinto. Esther sonrío, la mujer respondió al saludo y al desviar la vista hacia Alberto se quedó de pronto paralizada.
-Dios mío, Alberto…
El ascensor se detuvo, habían llegado al tercer piso.
-Lo siento, se confunde de persona -dijo con honestidad él mientras abría la puerta y posaba la mano en la espalda de Esther para que accediera al pasillo. Ella se dejó llevar y, al girarse, las puertas del ascensor se cerraron como un telón de acero.
Aquella noche ninguno de los dos pudo dormir bien.

Esther se levantó temprano, Alberto todavía dormía y decidió bajar a la cafetería del hotel a tomar un café. Al entrar al recinto, la mujer del ascensor apareció de pronto sentada en un taburete de la barra. No pudo hacer otra cosa que sentarse a su lado.
-Conoce a mi marido ¿verdad? -le soltó sin tapujos ella.
La mujer se quedó por un momento parada, sus labios se arquearon en un gesto contrariado, como si les costase admitir que el incidente del ascensor no hubiese sido más que un sueño.
-Era amiga de su mujer -admitió al fin.
Esther abrió los ojos en señal de sorpresa.
-No le ha contado nada… Lo de su edificio… Lo que pasó con ella y con la pequeña...
Y de pronto un escalofrío, y todos los silencios de Alberto desplomándose sobre ella, y la mano de la pequeña, y los paseos por París, entonces, eres arquitecto…, y la tristeza repentina en los ojos de Alberto, y sin embargo su entusiasmo y su risa, y el sabor del champagne y sus cuerpos entrelazados en mitad del Bistrot.
-No, no es él… se confunde de persona.
Esther se volvió dándole la espalda. Expuestos en el mostrador, una legión perfectamente alineada de croissants le dio los buenos días, mientras el cielo de París se desperezaba en jirones de mantequilla.

Texto agregado el 29-03-2011, y leído por 243 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-08-2011 Querer enterrar lo ocurrido, fuera lo que fuera. Y no querer saberlo, fuera lo que fuera. Yo en el lugar de la protagonista me hubiera muerto de la curiosidad por saber, pero Esther se conformó con saber que su corazonada de que algo oculto había le bastó. Lo debía querer demasiado... ikalinen
30-05-2011 Independientemente de la carga de adjetivos que se podrian ahorrar, la historia es conmovedora. La autora prepara el camino para el desenlace, sin apresurarse, manteniendo asi, la tension requerida a un buen cuento. La coincidencia de la nina que toma a Alberto de la mano, y el encuentro con la amiga de la exesposa de Alberto en el ascensor, son ingredientes que apuntalan la angustia del protagonista. Le dan credibilidad a la historia y logran que el lector se compenetre con el personaje. Hay en la autora, mucho talento para inventar historias. Saludos. fragoncum
23-05-2011 El título es un tanto mezquino para la tremenda narración. Lo que pasó queda en la intuición del lector y en el rechazo de Esther por conocer aquello que encierra dolor. El final (genial por cierto) me evoca a "Vainilla sky". NeweN
29-03-2011 Se te puede leer a gusto, tienes noción del ritmo narrativo. Te he leído ya un par de textos y creo que lo que todavía no logras es que todo embone en tus historias. Acá, por ejemplo, se siente muy (muy) forzado el asunto de la niña y la casualidad del elevador. Demasiadas casualidades y poca sustancia para tragárselo sin decir: Nah. Luego, cositas como esta de adjetivar demasiado: "...una lluviosa mañana enfundada en un viscoso vestido fucsia". Creo que sobre todo hay que aprender a borrar y a releer lo que uno hace para encontrar este tipo de detalles y para dar coherencia a lo que uno narra. Pero, repito, tienes mano y eso no es poca cosa. Aristidemo
 
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